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TEATRO

En la escena inicial, cuatro personas de edades diversas se agitan inclinadas sobre un conjunto de huesos de gran tamaño, similares por largo y espesor a fémures de seres humanos, y parecen roerlos sumergidos en un frenesí animal. A un costado, sentada en un viejo sillón, una anciana se sustrae a la escena principal, ocupada en sintonizar radios en un aparatoso grabador, como quien busca que algún noticiero informe sobre algo amenazante que se ignora. Uno de los personajes roedores se incorpora, es un varón joven, tiene en la mano un hueso que parece una maza y con él golpea con potencia una chapa metálica que produce gran estruendo; la sala se ilumina por un segundo como atacada por un relámpago o un resplandor atómico. El golpe, el estruendo y el relámpago blanco se repetirán varias veces en la obra, marcando un ritmo violento e incómodo. El hombre del golpe actúa como el jefe de una familia compuesta por él, su esposa, un hijo ya adulto pero de limitada inteligencia, su padre anciano y su madre, la anciana del sillón. El hombre del golpe, brutal, repite dos frases: “Acá se siguen reglas” y “Acá se siguen leyes”, y evidentemente con ellas ejerce una violencia patriarcal sobre el resto, se impone sin resistencias.

Drama musical, teatro de voces, de objetos y de humores, Las ratas se desarrolla como fábula postapocalíptica: algo ha ocurrido en este mundo, una peste arrasa con la humanidad, los roedores se han apoderado de las calles y los personajes se refugian en un sótano temerosos del afuera y de lo que allí ocurre. De pronto, cuando los protagonistas ya casi desfallecen por el hambre y sobrevuela la pulsión antropofágica, llega a este submundo violento una mujer joven, proveniente del exterior, que les suplica refugio. Aunque se presenta herida y aterrada, desesperada, sólo la promesa de entregarles una bolsa con pan los convence de recibirla. El terror en ese sótano será para ella más siniestro que el de aquel temido afuera; todo allí remite a una sala de tortura: la obligan a dormir en un pozo en el subsuelo del subsuelo, el hombre del golpe y su padre intentan violarla y, finalmente, al revelarse que está embarazada y a punto de dar a luz, la obligan a parir y entregar a su bebé, con la idea de apropiárselo y eventualmente devorarlo cuando crezca.

Los intérpretes de la obra hablan, gritan, aúllan, pero también cantan (son actrices, actores y cantantes líricos). Los ruidos y chillidos que componen las escenas orillan por momentos el límite de lo tolerable. Como las palabras y los cuerpos, estos sonidos configuran el caos, la violencia, el orden del terror. No faltan los gestos del grotesco marcial y las marchas militares. La claridad, en este entorno, sólo se percibe episódicamente: el joven hijo parece despertar de su invalidez y empatiza con la joven del exterior, ambos se olfatean, cruzan miradas, se miman; la vieja se dirige al público y desnuda la farsa de este orden cerrado y finalmente darwinista: “la vida, dicen, una cuestión de ética, ¿qué ética?”. A su turno, el hombre del golpe descubre en una de sus intervenciones, jactancioso, el núcleo del horror: movida por la codicia, su familia fue una unidad productiva que fabricó y vendió venenos contra las ratas, pero antes las reprodujo para entregar más caro el remedio; la peste vino con ellas. El origen del mal y la ética que se ha impuesto, comprendemos, no son otra cosa que el espíritu de lucro: sólo aquellos dispuestos a devorar a los más débiles resultan victoriosos. En este marco, sin embargo, los hechos se precipitan trágicamente y la joven victimizada emergerá como sobreviviente. Lo último que escucharemos será su canto, intenso y claro, que parece dejar una pregunta tan antigua como actual en días como los que vivimos: ¿es posible atravesar la desolación y la brutalidad para reconstruir un orden donde asomen la ética de la empatía, la solidaridad y el bien común?

 

Las ratas, dramaturgia de Vinicius Soares, traducción, música y dirección de Guillermo Vega Fischer, El Extranjero, Buenos Aires.

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