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El desierto crece es el primer disco de piano solo de Martín Robbio. Empieza con un revoltijo de arpegios y escalas rápidas en varias direcciones, pellizcadas de disonancia, que no llega al caos gracias a la intervención tonal de acordes intermitentes. Estas apariciones se vuelven puntiagudamente percusivas, van cobrando una pauta rítmica y muy de a poco sugieren una clave pentatónica y esbozan un tema bailarín, el “Carnavalito quebradeño” del patriarca Adolfo Ábalos, que al final se toca entero —una sola vez—. Sigue, el disco, con un abordaje diferente: la exposición clara de un tango-canción, “Pequeña”, se va holgando en expediciones variadas, raras síntesis para teclado de la grandiosidad orquestal de Osmar Maderna (composición) con el romanticismo templado de Homero Expósito (letra). El último de los once cortes es el bolero “(Eran) Dos vueltas” de Hernán Ríos, gran propulsor del tráfico entre folklores y jazz. En el camino hay un surtido de frutos de ese intercambio y de sus bienes localizados: un candombe rock de Jaime Roos, una contemplativa balada de Charles Mingus, un lamento de Violeta Parra, sendas bossas de Luiz Eça y Chico Buarque, unas coplas de Cuchi Leguizamón, y así. Este eclecticismo agradecido está en toda la discografía de Robbio; pero realizada en piano solo manifiesta una intención de transformarse a sí mismo reescribiendo una ancha discoteca íntima. A la vez hace patente la atención de Robbio, no sólo al consabido mainstream del jazz, sino a grandes pianistas de avanzada que se mueven entre el jazz, la improvisación libre, la iteración minimalista o el ruido acústico (Kris Davis, Craig Taborn, Kaja Draksler). Sin embargo, Robbio no recurre a estilemas negativos como a la nota solitaria realzada entre silencios; sus discursos son continuos de frases inscritos en la neutralidad del silencio. Y como otros contemporáneos, el fadista Júlio Resende o el catalán Marco Mezquida, nunca se desliga de las melodías que más quiere; si en su arrebato abandona la tonalidad o el motivo, si se entretiene en el groove y deja que atisbe otro mundo (como en la “Chacarera coplera”), es sólo para abonar el vínculo del original, como remarcó Sergio Pujol, con el pulso rítmico y la repetición típicos de las músicas tradicionales. Robbio (1984) ha estudiado, tocado o las dos cosas con buena parte de los improvisadores sobre géneros populares que emergieron a fines de los noventa: Diego Schissi, Wenchi Lazo, Enrique Norris, Nora Sarmoria, Liliana Herrero, Mono Fontana (ex Spinetta Jade) o el percusionista Facundo Guevara, con precursores como Vitillo Ábalos y el gran transmisor Juan Falú; y ha vivido en piel y mente el pop y el rock de su generación. Con este acopio y la riqueza de su toque, sea yendo de sonidos gaseosos a una melodía condensada, sea saliendo de una melodía a los azares del campo abierto, sus versiones crecen —y difunden el aliento de los lugares de origen—. Se diría que son réplicas al título del disco. Porque veamos: “El desierto crece” es una advertencia que lanza Nietzsche a través de Zaratustra, y sigue así: “¡Ay de aquel que dentro de sí cobija desiertos!”. El desierto era la entrada de la civilización en una era de vastedad confusa, de muerte de Dios y de la ilusión del progreso, de pura supervivencia; así como para Baudelaire el “gran desierto” del hombre moderno, ese “solitario de imaginación activa”, eran, digamos, la homogeneidad y la cosificación. Hoy, después de Baudrillard, el desierto es la Representación: las fantasías del raciocinio y el progreso, cualquier Idea, la falacia de la delegación institucional, el espectáculo, la información, los discursos del mérito o la sobriedad. Desde estas perspectivas, el disco de Robbio es un acto de arte reparador, creo yo que político: enfrenta el crecimiento del desierto con revividas canciones maravillosas de letra melancólica. Por ejemplo: “Soy la triste lavandera / que va a lavar su ilusión, / el amor es una mancha / que no sale sin dolor”. O: “La ropa tendida / sobre los alambres / saluda al ausente / prolonga el adiós”. Claro que no todas son tan tristes; hay incluso algunas contentas. Igual, cuando llega “First Song”, de Charlie Haden, que habla de amor feliz, la belleza de la música y la familiaridad sentimental con que Robbio la transfigura parten el corazón, y si uno se pregunta por qué le pasa esto, se da cuenta de que plantar estas canciones al borde del desierto es una manera de ganarle espacio, o de animarse por enésima vez, por iluso que sea, a cruzar el desierto de la representación en busca de alguna realidad.
Martín Robbio, El desierto crece, Brabacam, 2019.
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