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En las últimas páginas de su primera novela, publicada en 1966 y relanzada ahora tras la obtención del Premio Nobel, Peter Handke lo deja bien claro: “El libro trata de dos hermanos, uno de los cuales, más tarde, buscando solo al otro, que ha desaparecido, se vuelve ciego”. La cita es engañosa, por supuesto. Habla de una granada como si todavía no se hubiera detonado, como si todavía conservara su forma y sus esquirlas todavía no se hubieran dispersado en todas direcciones.
La granada es la memoria. El hermano ciego recuerda como puede, embrollando los órdenes pretéritos, sospechando que algo se le ha ocultado en el camino, y la novela elige seguirle el ritmo de los pensamientos con la exactitud, tan obediente como desquiciada, de un taquígrafo que transcribe y no cuestiona, que cubre papeles con las imágenes que brotan del otro, que a veces se incluye en la narración y otras veces la mira desde afuera.
Hay en Los avispones una insistencia que patentó el siglo XX, que permanece actual en el XXI y que quizás, quién sabe, en las próximas décadas gane un impulso nuevo y definitivo. La idea de que la repetición enloquece —la idea incluso de que la repetición es prueba de que ya se ha enloquecido— está instalada desde hace tiempo en todas las ramas del arte. En literatura la entrevió Kafka y Beckett terminó de industrializarla. Handke se monta sobre esta última estela. Por momentos sus personajes se comportan como si estuvieran atrapados en una coreografía de Pina Bausch: sus movimientos se hacen espasmódicos, duelen en su reiteración y se imprimen con facilidad en la mente del que lee. Un ejemplo indeleble es la escena en que la hermana —porque hay una hermana que la sinopsis de Handke, por los motivos que sean, no menciona— recrea la muerte lenta y escatológica de la madre.
Otra metáfora para representar el modo en que se despliega Los avispones tal vez sea la del desmantelamiento. Handke se parece a un mecánico que desarma un motor y va acomodando las piezas en el piso, una al lado de la otra. El dibujo que resulta de la disposición de las piezas también es el motor entero, sólo que bajo otra apariencia. El mosaico de recuerdos que expulsa el hermano ciego es el libro que Los avispones está capacitado para ser. Lo que falta es un vector que vuelva soportable la subjetividad ignífuga y a su manera clarividente que propone la narración. Falta, es verdad, aunque faltar y hacer falta no siempre son la misma cosa.
Peter Handke, Los avispones, traducción de Anna Montané, Nórdica, 2019, 238 págs.
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