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En medio de los debates acerca de la corrección (política/gramatical) del uso del lenguaje inclusivo, ya ninguna elección debería parecernos ingenua. En este caso, el título establece un posicionamiento que debemos tomar como una coordenada interpretativa: “los arrepentidos” son varones. Sin embargo, la tercera parte de la serie Experiencias se encarga de desafiar desde todos los puntos de vista esa afirmación.
La obra comienza con un breve prólogo en el que una pantalla blanca anuncia el origen documental de la pieza (se trata de una dramaturgia sobre un archivo) y vemos la entrada de los personajes. Allí aparece la primera pregunta: ¿por qué uno de los arrepentidos es interpretado por una actriz, Mónica Raiola? Sucede que en este mundo que construye Daniel Veronese no hay certezas. La vemos llegar vestida con una camisa suelta, con el pelo bien peinado con gel y unos pantalones holgados. La duda está instalada: ¿qué es? ¿Se trata de una actriz actuando de un personaje hombre? Un espectador puede estar acostumbrado a este tipo de procedimientos (el mismo Veronese los ha usado en otros montajes). Sin embargo, rápidamente advertimos que no se trata de eso. El personaje habla y entrega una revelación: son personas que se han realizado la cirugía de cambio de género para ser mujeres, pero ahora quieren volver a ser varones.
La escena (apenas un puñado de elementos mínimos, todos ellos blancos) se convierte en una frontera. Un desierto blanco donde los personajes hablan empujados por el deseo de responder una única pregunta: ¿qué es ser hombre o mujer? La obra se vuelve, entonces, una máquina de crear dudas: morales (¿hay cuerpos equivocados?), éticas (¿hay que contarle a una pareja que unx se hizo una operación?), escénicas (¿cómo actuar lo trans?, ¿con qué palabras decir el deseo y los miedos?) y personales (¿qué soy yo?, ¿importa?).
Las actuaciones de Luciano Suardi y Mónica Raiola son de una sutileza magnífica. El procedimiento es complejo, pero logran manejarse con soltura y firmeza en esta zona de fronteras. Aquí nos encontramos con un actor y una actriz que actúan de personas que actúan: actuar de hombre, actuar de mujer. La identidad, entonces, no es más que un nuevo nivel de composición. Todxs actuamos todo el tiempo.
Aparece presentado escénicamente el concepto de performatividad de Judith Butler: el cuerpo se construye en los actos, gestos y deseos que pueden obedecer o no las normas regulatorias impuestas por la sociedad. Así, la autora define la identidad como una práctica. En Cuerpos que importan (1995), Butler sostiene que “los cuerpos no se ajustan, nunca completamente, a las normas”. Es decir, existen espacios donde se dan operaciones de subversión a la norma. En esta obra los sujetos (imposibles de clasificar según el binomio hombre-mujer) interpelan al espectador en el momento en que el extrañamiento provocado por los cuerpos y el lenguaje es tan poderoso que se entiende que es inútil continuar el ejercicio de categorizar, dando lugar al ejercicio crítico de reflexionar sobre el propio cuerpo y la propia identidad.
En Los arrepentidos todo es tensión. Pero no en la relación de los personajes; no hay un conflicto “clásico”. El conflicto se manifiesta en quien presencia, casi a modo voyerista, las conversaciones entre los arrepentidos. Al igual que en las otras dos propuestas de la serie Experiencias (Encuentros breves con hombres repulsivos y La persona deprimida), la tensión recae sobre el espectador: el desafío de mirar sin juzgar, sin concluir, sin sentenciar. Ahí se posiciona esta ficción: en un límite lábil que no contiene prejuicios y está hecha de futuro.
Experiencia III: Los arrepentidos, dramaturgia de Marcus Lindeen, adaptación y dirección de Daniel Veronese, Timbre 4, Buenos Aires.
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