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Treinta canciones de amor no consiste en una mera glosa a la banda sonora vital de quien se desilusiona. Por más que exista cierto juego con la tradición literaria en torno a la canción y su enlace biográfico con la voz lírica o un personaje ficcional, los treinta y ocho poemas (sí, ese es el número de la playlist y sus bonus tracks, a los que hay que agregar un lúcido prólogo de Andi Nachon) enfocan su hálito en el desgarramiento y el vacío que provoca todo lazo amoroso al romperse (“la libertad no sos vos ni el barrilete / la libertad es el hilo que te quema las manos”). Así, la experiencia que atraviesa el libro deviene claroscura, prácticamente en escala de grises y, por momentos, resuenan en ella ecos de la sensorialidad del narrador de Los suicidas, de Antonio Di Benedetto.
Por más que se diga a sí misma y hable de sí, la voz también se observa, observa el desgarramiento y hace de eso su escabrosa zona de investigación (“hasta que Dios despierte / oraré frente al cadáver humeante / hasta que Dios despierte / mentiré al mundo que es mío”) y la presencia fantasmática de las obras de autores como Bernaldo de Quirós, Rembrandt, Carlos Alonso y Francis Bacon se eleva hasta el lector igual que ese humo del corpus divino. En esa luz fluorescente, de quirófano, se desplegará el texto, cambiando de personaje, de persona gramatical, de registro léxico, de abanico sensorial, aunque no de tópica.
Central resulta entonces “Kids”, el poema basado en la canción de MGMT: “usted niño niña / aún se parece / a lo que nunca ha ocurrido // no aprendió a latir / muy despacio / en la madrugada // a espiar con precisión / por la ventana a sus padres / derruidos en su cama / amándose // así pretende mentir? / sin conocer el olor del amor? / sin saber que a veces / solo nos queda carne? ”. Tanto en su imaginería como en su tono pareciera concentrar la mirada al punto de volverse ariete del libro entero. Por un lado, el desgarramiento emotivo es vivido en sus versos a flor de piel, y por el otro, el aspecto carnal captado por el ojo, esa especie de percepción violenta y cruda de la existencia, se posa sobre el cuerpo prohibido, ominoso de los padres.
Una vez le preguntaron a Francis Bacon cómo había iniciado su cuadro “Painting” (1946). Él respondió: “Yo tenía una intención, era pintar un pájaro que se posaba en un campo”. Figurativamente, en la obra nunca apareció tal pájaro ni mucho menos el campo (lo que a primera vista se distingue es una res al fondo y otras tendidas por lo bajo, un paraguas y un hombre debajo de este, en el centro) pero, como ya señaló Deleuze, la “pajaridad” se encuentra dispersa en el conjunto y las series de toda la pintura. Podríamos arriesgar aquí una analogía y decir que la mutilación, la herida amarga del amor se esparce de cabo a rabo en este nuevo libro de Maximiliano Spreaf, a veces tornándose patente (“su cantinela oxidada / se transformó / en una cicatriz real”), otras hundiéndose en lo más profundo pero decolorando la escena con su tinte (“aprendí / que al agitar tu nombre / cae el rocío”).
Maximiliano Spreaf, Treinta canciones de amor, La Cimarrona, 2019, 70 págs.
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