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Parábola del carácter extraterrestre del ser humano y su desolada conciencia cósmica, Crónicas marcianas —reeditado en una nueva eyección de la colección Minotauro— no necesita presentación. A más no ser porque el gesto ya lo selló Borges en el paradigmático prólogo hermanado como horizonte utópico al clásico de Ray Bradbury, en el que señala con precisión la “apariencia fantasmagórica” del libro, allí donde el autor estadounidense “ha puesto sus largos domingos vacíos, su tedio americano, su soledad”. Es posible comprender el asombro proyectado de Borges en la prosa del entonces joven Bradbury, con el que compartía suavidad poética, distancia mítica y afición fantástica. “¿Cómo sabes que esos templos no son los de tu propia civilización, dentro de cien siglos, desplomados y en ruinas?” podría haber sido firmado por el escritor porteño en uno de sus relatos especulares.
En efecto, Crónicas marcianas habla más de la vida en la Tierra que de la colonización de Marte, cimentando en ese desplazamiento su imperecedera órbita en estantes de biblioteca. “De haberse tratado de ciencia ficción práctica y tecnológicamente eficiente, hace tiempo que descansaría cubierta de herrumbre en la cuneta”, asume el propio Bradbury sobre su proeza en una introducción en la que le juega pulseada al cientificista Isaac Asimov. Ahí se expone el rudimentario orden que dio nacimiento al volumen, un entrelazamiento cronológico de cuentos encajonados por medio de separadores a la medida de Winesburg, Ohio. Llama la atención cómo la estructura simple, casi improvisada, acopia un fajo tan robusto y completo.
Y es que, como su compatriota pictórico Edward Hopper, Bradbury es pop previo al pop: en sus paisajes suburbanos de pulp cristalino, en su lírica western y gracia de comercial televisivo asoman el collage, el concepto manufacturado, incluso la desmaterialización. En un terrorífico virtuosismo anticipatorio —que Bradbury desdeña: “¿Quién quiere ver el futuro, quién lo ha querido alguna vez?”—, Crónicas marcianas integra la paranoia metafísica de Philip K. Dick, las urbes trasplantadas y abandonadas, el anacronismo histórico, la doblez del simulacro, el parque temático, la humanidad androide, el mundo en ruinas, la extinción (“la Tierra, un nombre, nada”) y hasta un confinamiento doméstico —el de Walter Griff en el inhóspito pueblo de Holtville Springs, con “provisiones para cien años” y la lejana Genevieve Selsor como espejismo telefónico— que hace estremecer en la actual pandemia. Con los abstractos marcianos como señuelo (seres morenos de ojos rasgados y amarillos y voces suaves y musicales, con una variante de globos de luz azules), Bradbury condensa el temor nuclear de posguerra —el texto es de 1950— y lo catapulta en un cohete en el que aún viajamos (no sin desperfectos: “Un camino a través del aire” es corrección racial edulcorada).
El conjuro es temporal, y en esa melancolía de lo efímero arrebatada al progreso Crónicas marcianas mantiene su vigencia impávida y oracular: su porvenir va de 1999 a 2026 y se corona con los versos de Sara Teasdale: “A nadie le importará, ni a los pájaros ni a los árboles, / si la humanidad se destruye totalmente; / y la misma primavera, al despertarse el alba / apenas sabrá que habremos desaparecido”. Entre el almanaque de leyenda y el real, Bradbury sugiere que el fin siempre estuvo entre nosotros.
Ray Bradbury, Crónicas marcianas, traducción de Francisco Abelenda, Minotauro, 2020, 352 págs.
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