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Tove Jansson, la autora de El libro del verano, nació en Finlandia. No sin esfuerzo ubicamos Finlandia en un planisferio. Hablar de su gente o de sus costumbres, en cambio, nos resulta imposible sin recurrir a la imaginación. Pero quizás hay algunos elementos que la sola mención del país evoca de inmediato: Finlandia aparece ligada a las auroras boreales, a los solsticios y a ese fenómeno lejano y poético del sol de medianoche.
De algún modo, todo eso está presente en El libro del verano. En sus páginas se despliegan los colores intensificados de una geografía que enseguida nos hace soñar: la montaña desnuda envuelta en un halo de vapor, un prado con campanillas azules, siemprevivas y margaritas. Hay bosques encantados a pocos pasos de la puerta de la casa. Si se duerme boca arriba, en la tierra, se contempla el cielo a través de una red de pequeñas ramas y líquenes grises. Y más imágenes que podemos palpar: el mar cubierto de hielo, la vista entera flotando en el hielo camino al horizonte, la luna llena de Finlandia. Porque la luna es siempre diferente, nunca se trata del mismo cielo. Esta luna que cuenta Jansson se encuentra en un paraje en el que se duerme con las puertas abiertas, para mayor tranquilidad. Un rincón del mundo en el que de las ramas de los árboles caen gotas perfectamente distinguibles en el silencio.
El libro del verano está construido con un cúmulo de pequeñas historias protagonizadas por ese entorno tan vivo, y por Sophia y su abuela. No hay demasiada ilación entre las aventuras que viven. Tampoco hace falta, el lector no la necesita. Sólo el último episodio se presenta como una pieza crucial, que alumbra el recorrido transitado. El primer relato, “Nadar”, tiene algo de morir de a poco, sin estridencias. En otro relato, “El pato parlanchín”, nos enteramos de que ahí los patos mueren de amor. Hay charlas sobre Dios y sobre el infierno, pero también sobre hormigas. Acostadas en el pasto, en la pradera, Sophia y su abuela pueden discutir por igual sobre cómo se las arregla Dios con los pedidos de la gente o si hay hormigas en el cielo. Una reflexión más sobre la muerte, sobre el final del libro: “La abuela se puso a pensar en todos los eufemismos que se utilizan para hablar de la muerte y en los angustiosos tabúes que siempre la habían interesado. Era una verdadera lástima que no fuera posible sostener una conversación inteligente sobre el tema”.
Quizá la relación que se entabla entre abuelos y nietos tenga algo más puro que la que pueden construir padres e hijos. Con menos afectación y sin preocupaciones banales. El libro del verano nos convence de esa posibilidad.
La edición de Cía. Naviera Ilimitada es muy atractiva, desde la tapa (una acuarela de la propia Jansson) hasta las ilustraciones interiores (también de la autora). El trabajo de Chistian Kupchik, con su traducción etérea y diáfana y una nota introductoria clarificadora, le agrega valor y belleza al libro.
Tove Jansson, El libro del verano, traducción y prólogo de Christian Kupchik, Cía. Naviera Ilimitada, 2019, 224 págs.
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