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Podríamos decir que la novela es el espacio del personaje por excelencia mientras que el cuento es, por lo general, el espacio de las situaciones. Es decir, una de las grandes diferencias que suele haber entre cuento y novela es que la novela funciona como una herramienta para la introspección en la psicología del personaje, mientras que el cuento, por una cuestión de economía de medios, trabaja menos la introspección y más las acciones del personaje. Una lógica que no se aplica para Taj Mahal, el libro de relatos de Deborah Eisenberg que acaba de publicar Chai Editora con traducción de Federico Falco. ¿Y por qué no se aplica? Porque Eisenberg escribe cuentos que no parecen cuentos; de hecho, por la construcción de personajes, parecen novelas cortas. En sus seis relatos (de entre treinta y cuarenta páginas cada uno), Taj Mahal lleva esa tensión entre géneros a límites insospechados y lo hace con un sistema operativo absolutamente singular: lleno de giros inesperados, subtramas, saltos temporales, superposición de narradores, uso del indirecto libre, todo al mismo tiempo. Y esto, que en cualquier escritor sería catastrófico, en la autora es un caos controlado, justificado por el ritmo o la estructura. Básicamente, pura potencia narrativa.
Eisenberg puede anestesiarnos, o mejor, hipnotizarnos metiéndose bien adentro de la neurosis de la narradora (como lo hace en “Tu pato es mi pato”, el extraordinario cuento que abre el volumen), o acelerar el tiempo cambiando de punto de vista de un párrafo a otro (como lo hace en “Recalculando”, el cuento que cierra). Puede hacer hablar a todos los personajes a la vez, en un mismo tiempo, y mostrar el entendimiento y, sobre todo, la compañía (“Taj Mahal”), o hacerlos comunicarse con la voluntad de entenderse pero limitando su comprensión, y mostrar la soledad (“La capacidad de combinar”). Eisenberg hace lo que quiere justamente porque puede. Pero lo sorprendente es que es capaz de construir elaboraciones complejas que, en lugar de alejar, incitan al lector a involucrarse en sus narraciones, a volver sobre sus páginas.
Otro rasgo distintivo es que en sus cuentos repite frases levemente distorsionadas o ideas que reformula e incluso se cuestiona (la frivolidad, el cómo se nos ve, el manejo de la locura, cómo afrontar la ausencia, el envejecimiento, el misterio de los cuerpos, la función del lenguaje, la genealogía familiar, el mito y la carga de origen). A fin de cuentas, como se pregunta la narradora de “Tachar y seguir” cuando una de sus tías le dice que no tiene que obsesionarse con el pasado: ¿con qué cosas sí debemos obsesionarnos? Una obsesión es una obsesión.
Hebe Uhart decía que el arte de escribir es hacer una digresión y saber volver. Eisenberg es digresiva una y otra y otra vez, se va, parece que se va, en realidad, porque sin que nos demos cuenta de cómo lo hace —y aunque le sigamos las manos, no lo vemos—, vuelve, siempre vuelve.
Deborah Eisenberg, Taj Mahal, traducción de Federico Falco, Chai Editora, 2020, 236 págs.
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