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Luego de una serie de libros en los cuales exploraba las paradojas de la peripecia argumental hasta liberarla de sus goznes, en Amado señor Pablo Katchadjian despoja la escritura de referentes precisos revelando un esqueleto desnudo a contrapelo de la narración. Como un San Agustín afiebrado, Katchadjian escribe epístolas que bordean un agujero, se aproximan a él, tantean, se asoman y retornan transmutadas, puesto que la escritura invoca una presencia que recursivamente constituye a quien escribe. Aquí no hay fantasmas que intercepten los besos de las cartas, como tampoco hay algo previo que decir ni un destinatario inicial a quien dirigirse. Katchadjian, claro, no es un místico. Y ese otro indefinible, “apenas algo que aparece entre las palabras”, se escabulle, adquiere múltiples formas o diferentes modos de existencia: “Amado señor”, “Amada señora”, “Amado escarabajo”, “Amado punto”, “Amado Brillo Invisible”, “Amada Sedimentación”, “Amado Ruido Verdadero”, etcétera. Porque no se trata de una presencia creada de una vez y para siempre, sino de la performatividad de un acto enunciativo renovado una vez y otra y que pone en marcha la metonimia del significante: “no es lo que es ni tampoco lo que no es sino otra cosa”. Nada hay bajo el disfraz, pero el disfraz es siempre verdadero.
Las formaciones paradójicas tienen una trayectoria propia en la escritura de Katchadjian y trazan, en Amado señor, el andamiaje hacia la abstracción. Si se cuelan historias escuetas de gitanos, brujas o artistas, o argumentos de películas o libros, es para arrebatarles la atmósfera, su efecto y sentido; como si su razón de ser fuera resaltar el contraste —el movimiento, la tensión, dice el autor— entre la ausencia de tema y el relato al borde de su extinción. Es la misma tensión que puede leerse entre improvisación e invención de una estructura ad hoc. No encuentro una manera menos opaca de decirlo: parece un texto escrito a medida que se lo lee.
De un tiempo a esta parte, Katchadjian parece haber trocado las operaciones conceptuales sobre textos canónicos —como el desbarajuste de un clásico fundacional (El Martín Fierro ordenado alfabéticamente) o la dieta impuesta a Borges (El Aleph engordado)— por la implosión genérica: primero fue novela de aventuras, luego la fábula con visos de leyenda épica y ahora el registro epistolar. Podría también considerarse que no se trata de campos disímiles, sino de polos en un mismo espectro y en tal caso el despojamiento y la abstracción apuntan hacia lo mismo: la búsqueda de la libertad total.
Pablo Katchadjian, Amado señor, Blatt & Ríos, 2020, 172 págs.
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