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Casi todo en Lugones, la “nueva” novela de César Aira, huele a excepción. Para empezar, los años que median entre la publicación del libro y su escritura. En Aira hay una vocación de novedad perpetua que recuerda un poco al alcohólico de Deleuze. Si al alcohólico sólo le interesa la última copa, que en realidad es la penúltima porque es la que le permitirá seguir bebiendo al día siguiente, para Aira —en su tren frenético de producción— lo que cuenta siempre es el último libro, que en realidad sabemos es el penúltimo porque otro vendrá inmediatamente después; quizás ahí radique la renuencia del autor a reeditar muchos de sus títulos del pasado. Pero qué pasa cuando la novedad es un texto escrito hace treinta años. Es el primer desajuste al que nos enfrenta la lectura de Lugones. ¿Qué lo habrá llevado a Aira a rescatar esta novela y publicarla justo ahora?
Desde sus inicios, Aira se propuso establecer series con la literatura argentina. Sus dos primeros libros —Moreira (1975) y Ema, la cautiva (1981)— remiten a dos textos fundacionales del siglo XIX: Juan Moreira, de Eduardo Gutiérrez, y La cautiva, de Estaban Echeverría, respectivamente. Pero en Lugones se invierte la apuesta: el centro ya no está puesto en los argumentos y los personajes de ficción sino en la figura del autor. Aunque en La liebre (1991) Rosas sea un personaje como también lo es Rugendas en Un episodio en la vida del pintor viajero (2000), pareciera que, al menos en materia de literatura argentina, el paso del siglo XIX al XX le exigiera a Aira esta clase de viraje hacia el autor, que además contiene otra inversión en sí misma: en nuestro país la literatura va a dejar su carácter programático y comenzará su romance más estricto con la ficción sólo una vez que el siglo XIX haya quedado atrás. Es como si para Aira, al desembarcar en el siglo XX, indefectiblemente nos tropezáramos —igual que Lugones al llegar a la isla del Tigre— no con la ficción sino con su urdimbre. “Hay cosas que sólo pueden pasar en la realidad”, se advierte al comienzo.
Y hablando de tropiezos y comienzos, Lugones empieza como termina El juguete rabioso: con un tropiezo. El final de un personaje de ficción (Astier), creado por Arlt (un paria literario como el narrador secreto de la novela de Aira), se traslada al principio del fin de nuestro escritor nacional (Lugones). Como es sabido, el 18 de febrero de 1938 Leopoldo Lugones se suicidó en un retiro del Delta llamado El Tropezón. Aira vuelve explícito este significante y se vale de un tropezón “real” para trastocar la historia. En principio, el Lugones de Aira planea quitarse la vida con un revólver en lugar de con cianuro, pero no bien pone un pie en la isla, tropieza y el arma se dispara junto con la acción. A diferencia de otras novelas de Aira en las que la narración más o menos realista es atacada por el delirio, en Lugones el desborde está al comienzo, junto con ese tiro de largada. Lo que sigue es la dilación indefinida de ese suicidio que, por supuesto, nunca sucede o sucede por otros medios. “Lo elástico siempre busca el espacio disponible para realizar su elasticidad, es decir para ser”, se dice del patito imaginario con el que Aira pone a jugar a su Lugones en una bañadera. Es el principio constructivo de esta novela que hace del elástico suicidio de Lugones su condición de posibilidad.
César Aira, Lugones, Blatt & Ríos, 2020, 184 págs.
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