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Las calles en suspenso de los suburbios moscovitas por los que deambula la jauría protagonista de Perros espaciales parecen el escenario arrasado por un cataclismo indefinido. El prodigio cinematográfico de ponerse a la altura de esos perros vagabundos se basa en una especie de instinto para comprender sus movimientos, para anticipar sus reacciones, para descifrar su estado de ánimo. Acompañarlos es vivir su vida, y el grado de compenetración con su punto de vista logrado por Elsa Kremser y Levin Peter es tal que, cuando alguno de los animales levanta la vista hacia el cielo, el fantasma de Laika, la perrita cosmonauta cuyo fantasma vemos caer a la Tierra al iniciarse el film, reactiva su destino grandioso y terrible de volverse un dios errante en el viento.
La condición casi muda de Perros espaciales proviene de una inusual consagración del silencio. Sus protagonistas no hablan con nosotros pero sí entre ellos, y la narración en off no está para explicar hechos o subtitular emociones, sino para señalar suertes cruzadas: la del primer perro lanzado al espacio, la de aquellos que fueron capturados en las calles de Moscú para alimentar los sueños de grandeza de toda una nación, y la de esos otros que todavía las recorren muñidos, apenas, de un instinto de supervivencia hecho a partes iguales de ferocidad, recelo y compañerismo. El montaje suave, como de crepúsculo náutico, nos obliga siempre a reponer sentido en las imágenes, pero no para descifrar la conducta animal, sino para entender una realidad sobre la que no tenemos control. Cuando los seres humanos intervienen esa realidad, los perros cosmonautas recogidos en las calles (que las imágenes de archivo muestran con sequedad de laboratorio) tienen los ojos llenos de miedo, y su agonía ni siquiera encuentra espacio para la sonoridad. Los vemos volver a la Tierra y salir de sus cápsulas espaciales, aprender nuevamente a caminar y jugar, y en ese momento la raza humana se abrevia, como atrapada entre las ondas potentes y ominosas de las maravillas estelares a las que todavía no puede acceder, pero cuyos reflejos se propone espiar en esos ojos caninos rebalsados de espanto. La mera idea de un animal muerto perdido en la inmensidad del espacio, flotando indefinidamente entre fuegos galácticos, es tan cinematográfica que la crueldad de los laboratorios y sus espantos científicos no hacen más que confirmar la raíz de un error. Entonces comprendemos que el cine documental no documenta nada, y que cuando está hecho con talento y sensibilidad se limita a hacer pasar la realidad entre dos espejos paralelos: el de todo lo que fue y el de todo lo que nunca debió haber sido. Ese ruiseñor que, hacia el final, canta y anuncia el fin del mundo, es la cuerda musical con la que estos perros del espacio nos cuentan la nostalgia por esos confines del universo que sólo unos pocos miembros de su especie llegaron a ver. Y ese secreto les pertenece a ellos y únicamente a ellos.
Space Dogs (Austria / Alemania, 2019), guion y dirección de Elsa Kremser y Levin Peter, 91 minutos, disponible en MUBI.
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