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Instantáneas textuales de registro delicado, las entradas de Matías Serra Bradford en Diario de un invierno en Tokio se apoyan en párrafos breves para transitar un territorio de insularidad inabarcable. Rastro blanco sobre el negativo de una tradición enmarcada, desde el comienzo se tejen lazos con la disciplina fotográfica: el narrador viaja a Japón para entrevistar a Shōji Ueda —elegido como segunda opción tras el retiro de Hiroshi Hamaya de la vida pública—, de quien sólo recibe noticias esquivas a través de un asesor. Es esa trama mínima de espera trunca la que puntúa las andanzas impresionistas del paseante, repartidas entre el domingo 7 y el martes 23 de febrero de 1999. Complemento anacrónico de Diarios y miniaturas (1999), Diario de un invierno en Tokio añade unas notas al pie de febrero de 2009, señalando así una brecha no sólo espacial sino también de tiempo duplicado con la ciudad recorrida.
Esa elipsis desplazada en el afuera —que es también la manipulación tardía de una crónica que deviene ficción— se refleja hacia el interior narrado en la diseminación de un montaje aforístico: descripciones, sensaciones y pensamientos forjan un continuum de intervenciones aisladas, entrelazadas con suavidad y lindantes con el silencio. No sorprende que el narrador confiese un fetichismo por la nieve, a la que se permite invocar en escenas recurrentes: lo que parece buscar en sus precipitaciones contemplativas es una consustanciación de acallada neutralidad entre retrato y retratado, capa y superficie. Las fotos de Tokio interpuestas en el relato funcionan como acompañamiento refutador de lo que las palabras no alcanzan, aunque es un hipotético tercer arte el que viene a resolver el dilema: “Pero ¿no invita Tokio —sus líneas, sus instrumentos— más a dibujar que a fotografiar? Acaso el camino intermedio sean fotos de dibujos encontrados, inintencionados. Afilo dos lápices Mitsubishi para oler en su punta la madera de Hokkaido”, dice sensual el protagonista, esgrimiendo el arma anfibia de samurái con que delinea sus postales a ser recobradas.
Pero sí es posible divisar una silueta en la nevisca, pudorosa en su intencionalidad: ya sea en ironías (“Alguien canturrea en el lavadero. ¿Le dedica una serenata a la ropa que espera?”); atisbos antropológicos (“El japonés medio responde a órdenes de las que nadie ha sido testigo”); oscilares kafkianos (“Impulso por descalzarlos a todos, por examinar la forma de sus pies. Leve insomnio”); presagios de La biblioteca ideal (“Excelentes lectores de novelas malas (sospecha positiva)”); epifanías (“Jardines donde me ha sido revelada la imprecisa fórmula del color reflejado en agua casi inmóvil”) o desdenes (“Las gordas de Texas, con ese acento desconfiable que gobierna todos sus estados, y su irrefrenable voluntad de ser fotografiadas. Misterios banales del turismo prepago”).
Más aún, el narrador se reencuentra en el Lejano Oriente con los pasos espectrales de su cercana identidad occidental, cuando recuerda a la madre hablar sobre sus alumnos de colegio japonés a los que impartía clases en Buenos Aires en la década de 1970. De repente la distancia se reconoce espejismo, déjà vu: “Otra vez timbre. El timbre de mi casa en Buenos Aires, en el barrio de Ginza”, constata. Tokio —como ocurre con todo viaje, todo movimiento— se torna imposible, templo escurridizo del que Diario de un invierno en Tokio es eco cómplice y reproducción nítida.
Matías Serra Bradford, Diario de un invierno en Tokio, Minúscula, 2020, 80 págs.
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