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Si una rata macho es encerrada en un recipiente con cuatro ratas hembras en celo, la rata macho se apareará con todas hasta quedar exhausto. Las ratas hembras entonces lo lamerán queriendo que siga, pero la rata macho no responderá. Ahora, si se introduce una nueva rata hembra en ese recipiente, ahí sí, la rata macho va a querer copular con la nueva compañera. A esto se lo conoce como el “efecto Coolidge” y es algo que a Irene, la protagonista de la nueva novela de Luisgé Martín, le cambió la cabeza porque convirtió al sexo en simple biología y, por un buen tiempo, en su materia de investigación. De hecho, el título, que sale de su boca, está ligado con esto: “El amor erótico entre dos personas dura como máximo cien coitos. Cien encuentros. Cien noches. A partir de esa cifra, todo es previsible y ordinario. No desaparece el deseo, pero sí la perturbación. No desaparece el placer, pero sí el asombro”. Irene, que experimentó con varios hombres, lo tiene probado: cien, ni una noche más, ni una noche menos.
Irene es, en la mayor parte de la novela, la narradora. Una mujer madrileña de familia acaudalada que a sus cincuenta y nueve años mira hacia atrás y repasa su vida: especialmente sus años estudiando psicología en Chicago, cuando fue joven y bellísima y tuvo a los hombres que quiso al alcance de su mano. Ahí conoció a Claudio, un traumático rockero argentino, y se enamoró perdidamente quizá por única vez. Pero el amor, como todo amor verdadero, duró poco, ya que Claudio es misteriosamente asesinado e Irene será quien deba resolver el caso. Sí, Cien noches se torna, bien entrada la novela, en un policial rápido y furioso, se abre y cierra en menos de veinte páginas para seguir con el revisionismo de la protagonista, que ya entrada en años lo único que quiere es saber si, a pesar de sus infidelidades, es una buena persona.
El objeto de estudio en Cien noches es, en efecto, el sexo y sus consecuencias. A partir de esa obsesión Martín estructura la novela, que tiene como trama principal la historia de Irene y como subtramas que la atraviesan el encuentro en presente con Adam Galliger, ex amante de la protagonista y excéntrico millonario que financia una investigación sobre la veracidad de la fidelidad, y unos expedientes secretos de esa investigación que prueban diversas infidelidades. Un detalle: esos expedientes, que podrían funcionar tranquilamente como cuentos autónomos, no fueron escritos por el autor, sino por escritores amigos (Manuel Vilas, Lara Moreno, entre otros). En la novela, como en el sexo animal, todo está permitido: se cruzan historias, se cruzan autores, en definitiva, la promiscuidad gana, la naturaleza se impone a la ley. Pero es justamente esa promiscuidad narrativa, esa naturaleza insaciable, la que, por momentos, enreda la novela, quitándole peso a la trama principal. Es decir, a diferencia de otras novelas de Martín (como por ejemplo La mujer de sombra, donde también hay sexo y muerte), la estructura aquí resiente a la historia.
En la indagación en el pasado que hace la protagonista, en sus reflexiones en presente acerca de la belleza, de la naturaleza química del amor (una sobredosis de sustancias que actúan como bloqueantes de dopamina durante un tiempo), de la conducta sexual humana, de la lealtad (el auténtico amor verdadero), de la felicidad, está lo mejor de la novela, porque, por más hermosa y exitosa que sea, Irene, como Madame Bovary, es infeliz. Aunque cuando se lo pregunten responda lo contrario, aunque mienta como mienten los que pregonan fidelidad. La felicidad, como la fidelidad, nunca está garantizada. Nunca sabemos en realidad quién nos ama. Nadie sabe nunca en qué piensan los otros. Nadie sabe quién es. Esto aprende Irene. La vida, como diría Galliger, nos vuelve feroces y vulnerables.
Luisgé Martín, Cien noches, Anagrama, 2020, 264 págs.
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