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La fantasmagoría fue uno de los conceptos clave de Walter Benjamin. Con él propuso una interpretación sobre los desarrollos capitalistas e industriales que se estaban produciendo en la Europa del siglo XIX. El término tiene su origen en 1802 en Inglaterra, en el contexto de una exhibición de ilusiones ópticas producidas por linternas mágicas. Da cuenta de una manipulación de los sentidos por medio de desarrollos técnicos. La emergencia de las exposiciones universales, la construcción de los conocidos pasajes parisinos, la exhibición de mercadería y la creciente utilización de la publicidad multiplicaban los efectos fantasmagóricos. Como señala Susan Buck-Morss, “estas formas decimonónicas son las precursoras de los grandes centros de compras, parques temáticos y pasajes de videojuegos de la actualidad”. Concebidas en su amplio espectro podrían ser consideradas como protocine, debido no sólo a la utilización de imágenes —que tienen la apariencia de movimiento— sino también a la inmersión sensorial completa que proponen.
Ahora, esta inmersión no se plantea como una realidad otra, como podría pensarse a partir de la utilización de drogas alucinógenas, sino como tecnoestética que deviene norma social. Quizá podría pensarse Intervalo de confianza, la primera muestra individual de Mercedes Irisarri en la galería Quimera, con curaduría de Verónica Gómez y textos de Verónica Gómez y Camila Carella, como una muestra que recupera la fantasmagoría para reinterpretarla como categoría central de finales del siglo XX y principios del siglo XXI. Irisarri, que vivió gran parte de su vida en Estados Unidos, recupera una variedad de imágenes y objetos propios de la cultura de consumo norteamericana para desarrollar una pintura que se caracteriza por la paleta de colores utilizada: una amplia gama de grises y rosas. El formato de lienzo utilizado responde, por otro lado, al 16:9 propio de las pantallas de cine, con lo que refuerza la mediación de las imágenes en la producción de deseos de consumo. Las pinturas de un interior de supermercado, con su carrito de compras y las heladeras con distintas marcas de comida, constelan junto a imágenes de cafeterías, máquinas de pochoclos, bandejas de comida al paso y un hospedaje donde se resalta la palabra “food”. Además de estas obras de gran formato, Irisarri propone una instalación compuesta por doscientas treinta y tres pequeñas pinturas de pochoclos, que realizó cada uno de los días que duró el aislamiento social preventivo y obligatorio durante 2020. Dos conjuntos de objetos completan esta sección: cuatro planchas de madera realizadas de manera manual y exhibidas como si estuviesen en venta en un supermercado —por lo que se apunta a la producción de deseo hegemónica de la mujer hogareña del siglo XX— y un conjunto de latas, entre las que se encuentra la de la famosa sopa Campbell, en las que Irisarri reemplaza las etiquetas originales por otras realizadas con su paleta de colores.
Más allá de la variedad de imágenes de consumo y de alimentos, nada tiene la apariencia de ser comestible. La técnica de la artista parece haberle quitado todo el potencial publicitario a las imágenes originales sin necesidad de apelar a sensaciones negativas como la repugnancia, a veces utilizada como contraparte de las imágenes de consumo. Es por esos intersticios por donde se filtra la fantasmagoría. La encuentro manifiesta en una serie de pinturas de pequeño formato en las que Irisarri recupera las drogas diseñadas luego de la Segunda Guerra Mundial, momento de auge de la industria farmacéutica. No se trata, como mencionamos arriba, de drogas alucinógenas de las que se podría esperar un potencial transformador, sino de ansiolíticos, pastillas antidepresivas y estimulantes, anestésicos que pretenden integrar los cuerpos al desarrollo del sistema capitalista —sea en su impronta industrial o neoliberal—.
Mercedes Irisarri, Intervalo de confianza, curaduría de Verónica Gómez, Quimera, Buenos Aires, 11 de mayo – 25 de junio de 2021.
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