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A Michel Houellebecq, Fogwill le dedicó una curiosa iluminación crítica. Decía que sólo había leído Las partículas elementales (1998) y que no pensaba leer ningún otro libro suyo porque sabía que Houellebecq era incapaz de escribir algo mejor. En ese caso, en el de la narrativa, tenía con toda probabilidad razón: lo anterior a esa novela es una prefiguración y lo posterior, un eco que tiende a apagarse. Pero es lamentable que Fogwill verosímilmente no conociera la poesía de Houellebecq; en ella, la relación de fuerzas es algo diferente: Houellebecq no escribió nada mejor que Sobrevivir, su primer libro, de 1991.
Sobrevivir es un manifiesto, una guía para la acción, y como efecto de esa misma condición, vuelve innecesaria y excesiva la obra que presagia. Se lee allí: “Aprender a ser poeta es desaprender a vivir”. Houellebecq parece confiar en que la poesía es una forma de conocimiento, la variedad más filosófica de la literatura; y lo es en la medida en que, como la filosofía, suspende las relaciones causales en la percepción de los objetos. También confía en la plena identidad de lo Verdadero, lo Bueno y lo Bello. La filosofía del arte tendría mucho para decir sobre esto, pero lo que importa es que semejante presunción resulta funcional a la manera en que Houellebecq concibe el acto poético: como última cripta de esperanza, como redención o consuelo del sufrimiento en un paisaje posthumano.
Formalmente, los poemas de El sentido de la lucha, La búsqueda de la felicidad y Renacimiento, aunque se resignan ocasionalmente al verso libre, no suelen ir más allá del alejandrino baudelaireano (versificación que los traductores de esta completa edición bilingüe renuncian a mimar en castellano). La recuperación de la rima tiene una explicación que estaba ya en las prescripciones programáticas de Sobrevivir: “Si no conseguís articular vuestro sufrimiento en una estructura bien definida estás jodido […] Creed en la estructura. Creed también en la métrica antigua. La versificación es una poderosa herramienta de liberación de la vida interior”. Uno podría pensar en Le Crève-cœur, ese volumen breve en el que Louis Aragon trató de embutir la experiencia de la Segunda Guerra en una cáscara estable, y que concluía justamente con una defensa de “la rima en 1940”. Pero el optimismo revolucionario de Aragon es sustituido aquí por el desencanto, por la desdicha adolescente, por el padre que odia al hijo, por la extinción del amor: “No existe ni el destino ni la fidelidad, / Sólo cuerpos que se atraen. / Sin sentir ningún apego ni, desde luego, piedad, / Uno juega, y después destroza”. La fuerza constituye el cumplimiento de la necrosis espiritual.
En el camino de ida que lleva de la ilusoria promesse du bonheur a la imposible poursuite du bonheur, Houellebecq canta su réquiem por lo humano.
Michel Houellebecq, Poesía, traducción de Altair Díez y Abel H. Pozuelo, Anagrama, 368 págs.
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