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A Mary Oliver, poeta norteamericana nacida en 1935 y muerta en 2019, le gustaban los poemas de animales. En este libro hay varios dedicados a ellos: tortuga, gansos, polillas. Hay también poemas sobre plantas y sobre elementos (fuego, olas, tormenta). Su poética hace de la relación con la naturaleza una cuestión filosófica: el ser humano es tal a condición de ocupar un lugar humilde, ser uno más, y no el más importante, en el conjunto de los seres vivos. Hay también en su poesía otra dimensión de lo animal: la poeta es la que está al acecho, observa, mira y espera, ejerce su paciencia para poder atrapar el instante en que el poema surge. Visión efímera, casi epifanía, captación de una escena y de su significado, el poema se construye siguiendo esa misma dirección: descripción y conclusión que da cuenta de una visión.
El yo del poema valúa, ecuánime, los elementos que presenta y la conclusión es, la mayor parte de las veces, una celebración de la vida. Se podría decir entonces que se trata de una poesía afirmativa: lo viviente es un valor por sí mismo, y con esa actitud corroe la estereotipada connivencia entre poesía y sufrimiento. Pero no es banal; incorpora el dolor como parte de esa experiencia de la vida, ya sea en el transcurso del mismo poema, o del libro, que puede pasar sin contradicción de un poema de violación infantil en primera persona a una celebración del instante, porque es un punto de llegada: “mientras reposaba sobre las rocas, alcancé / algo en la oscuridad, aprendí / poco a poco a amar / el único mundo que tenemos”.
Incorporar el dolor individual o la herida histórica del nazismo como parte de una forma de estar en el mundo, sin heroísmo ni moraleja, abre en el poema el espacio para apelar a una responsabilidad personal sin coartadas: ni dios ni la naturaleza aseguran por sí mismos nada, cuando dios no responde y el jardín expande su belleza tanto sobre Mengele como sobre la poeta. Es sólo el profundo respeto por el dolor, por los otros seres vivos y por uno mismo como parte de esa vida lo que el poema trama, en un lenguaje accesible, con imágenes cuidadas y claras, una sintaxis precisa y un orden de exposición amable. Así, la poeta accede a ser parte del mundo, acerca palabras para esa pertenencia, la celebra, escribe poemas, los deja rodar, reuniendo visión y reflexión, palabra y experiencia. Decanta así lo que se ha vivido (es un libro de mitad de la vida) y, sin volverse sentenciosa, deja traslucir aprendizaje y sabiduría, como en el poema “La tortuga”: “Ella no puede verse / distinta del mundo / o el mundo no es más que / lo que ella hace cada primavera. // Arrastrándose, hasta lo alto de la colina, / luminosa bajo la arena que ha cubierto su piel, / no sueña / sabe que es // parte de la laguna en donde vive […]”.
El estilo de la traducción de Natalia Liederman y Patricio Foglia, que apuesta por la sencillez y la precisión léxica y sintáctica, hace justicia a estos poemas.
Mary Oliver, El trabajo del sueño, traducción de Natalia Liederman y Patricio Foglia, Caleta Olivia, 2021, 110 págs.
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