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Burning

Lee Chang-dong

CINE y TV

Burning cambia mucho a lo largo de sus casi dos horas y media de duración. Cambia tanto que parece una reflexión en tiempo real sobre su propio desarrollo, aunque el clasicismo y la sequedad de su puesta en escena la alejen de cualquier riesgo formal que no sea el de desorientar al espectador para conducirlo mejor hacia donde quiere llegar. Empieza como una comedia romántica leve, se reconvierte sorpresivamente en un melodrama sombrío y en su último acto se abisma en un horror gélido, sumamente abstracto y paralizante. La película nunca se resiente de esos cambios, como si el poder enervante de sus imágenes surgiera de los huecos dejados deliberadamente en la trama.

Podría decirse que la incomodidad de esa progresión (y la de la forma en que se la muestra) es la de su propio director, Lee Chang-dong, llamativamente ajeno, en términos estéticos, al cine internacionalizado de su propio país, Corea del Sur. Lee, afortunadamente, no es Hong Sang-soo (que filma, uno tras otro, soporíferos bodrios arty como buscando por el mundo espectadores que todavía ignoren que existió algo llamado nouvelle vague) o Bong Joon-ho (el de Parasite, que está muy ocupado tratando de hacer algo lo más parecido posible al cine norteamericano “oscarizable”, irremediablemente pésimo) y está, en cambio, mucho más cerca de las intimidades desguarnecidas de las vanguardias taiwanesas o las extrañezas aplicadas que llegan desde Japón.

Erradicada la empatía como variable de ajuste emocional con el espectador, Burning trata a sus personajes como si fueran las únicas criaturas vivas del universo, y eso lo obliga a mostrar cómo llevan dentro el gen enloquecido de su propia extinción, algo que sólo puede ocurrir en comunión con el paisaje. La película abunda en planos en los que los tres protagonistas, Jongsu, Haemi y Ben, se pierden en grandes extensiones pre o postindustriales, observados por la cámara a una distancia prudencial, como criaturas sedadas pero, aun así, sujetas con correas de seguridad. La perspectiva no es un recurso para aislarlos (aun cuando estén los tres juntos y conversando, ninguno de ellos podría estar más solo), sino para mostrar cómo su mente es progresivamente invadida por ideas que hay que adivinar como perturbadoras a través de las posturas del cuerpo y las miradas que van y vienen, porque casi nunca se verbalizan. Burning puede funcionar también como un policial sellado al vacío, cuyo enigma reside, precisamente, en saber qué están pensando sus protagonistas cada vez que pierden la vista en la inmensidad o en la lejanía, aun cuando la película no parezca conscientemente construida sobre esa incertidumbre. Lo que la vuelve siniestra y oscura, sin embargo, es esa insistencia en no dejarnos saber. Haemi conoce a Jongsu, parece que algo va a empezar entre ellos y entonces Haemi se va de viaje, le pide a Jongsu que cuide a su gata (que se obstina, también, en no aparecer) hasta que regrese, pero cuando vuelve lo hace en compañía de Ben, de quien sabemos poco y nada, apenas que le gusta incendiar invernaderos abandonados por el solo placer de verlos arder. La vida de Jongsu, que quiere ser escritor, queda en suspenso con esa revelación, y el drama entre los dos hombres por la conquista de la chica deja paso a una especie de juego hitchcockiano en el que un tipo observa extrañado cómo otro (con el que no tiene absolutamente nada en común) va volviéndose una amenaza para su propia estabilidad en el mundo. Del director de Psicosis, justamente, Lee Chang-dong aprendió (muy bien) que no hay casi nada más terrorífico que un hombre avanzando a ciegas hacia el horror que otro le tiene preparado.

 

Burning (Corea del Sur, 2018), guión de Lee Chang-dong a partir del relato “Quemar graneros”, de Haruki Murakami, dirección de Lee Chang-dong, 148 minutos, disponible en Netflix.

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