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El pasado 21 de septiembre estuve de paseo junto a mi familia por la universidad. La Torcuato Di Tella es una institución hermosa a pesar de su fría construcción. Me cuesta sentirme cómodo en ese tipo de edificios y, sin embargo, entre las paredes grises, las impresoras a color en perfecta-alineación-paralela y los diferentes carteles de señalética pulcra de color pastel conseguí sentirme a gusto. Entiendo que semejante comodidad resulta del contraste con años de experiencia en la Universidad de Buenos Aires. Sus varias facultades devastadas a afiches de colores cálidos, sin ningún tipo de rigurosidad sanitaria ni organización plausible, han logrado en mí un hartazgo que se resignifica con romanticismo cuando entro en un baño como el del Di Tella, que cuenta con tapa y contratapa en el inodoro, un papel higiénico apenas usado y azulejos relucientes.
Mi sonrojada fascinación por el marco teórico y mi voraz necesidad de interacción con algo más que un espejo negro me produjeron una ridícula atracción por la chica que nos guió por la Bienal fantasma y la obra de Ariel Baigorri. El cuarto piso, un enorme desierto de cemento, es el lienzo para su obra y, al verla, me pareció sentir en la frente una penetración simbólica, como si de munición de bazooka se tratara. La chica que nos guio por la Bienal fantasma tenía su guion, pero de lejos se notaba que su trabajo no era mecánico. Cuando alguien mencionó que ella también era artista, un poco entendí por qué sus comentarios sobre cada obra tenían cierta jugosa charlatanería de envergadura. El barbijo que vestía me obligó a prestar atención a las expresiones de sus ojos y con eso me bastó para entender que, si bien estaba haciendo su trabajo, ahí había algo más. Su lectura de las obras tenía el brillo de quien interpela y no de quien explica. La combinación de la mirada de la chica que nos guio por la Bienal fantasma con la obra de Ariel, con mi voracidad, con la pulcritud de un escenario en el que se sucedieron coreografías deportivas, con las travesuras de un par de niños de cuatro y ocho años, entorpeció mi eje y me nubló la vista de una forma que sólo consigo con drogas blandas.
Recorrer la universidad a la caza de la siguiente artista como en una snobista búsqueda del tesoro creativo ha sido una de las experiencias más entretenidas que he vivido en años. El constante intercambio de roles identitarios por los que uno atraviesa a medida que recorre el suelo que pisan futuros profesionales adinerados es tanto o más importante que la envergadura de las obras de la Bienal; de a ratos uno se siente espectador de un salón de arte, pero también un poco alumno, un poco voyeur de lujo y un poco ratón de laboratorio. La idea de recorrer el edificio de la mano de un montón de artistas es genial. La idea de saber que ese espacio que habitamos durante unos instantes con una curiosidad voraz en unas semanas ya no existirá pues se resignificarán los suelos, los revoques y los huecos de hormigón para que a los alumnos les transmitan excelencia académica es genial, simplemente genial.
Ariel Baigorri lee su época y encuentra en los desperdicios de la “tecnología de la salvación” las herramientas necesarias para hacer flotar belleza y perversión. La utilización de cajas de PC de escritorio como esqueletos que se unen a través de una danza apocalíptica deja en evidencia que la belleza no tiene un parámetro previsible. El estaño en forma de filamento vegetal, una treintena de espejos negros, pequeños botones sin utilidad alguna expresan el fin de la humanidad toda y transmiten una tristeza blanca que hace sistema con la arquitectura de la institución y la calculadora emocional que rige este enorme nosocomio de ideas. Esta fascinante instalación muestra el glamour que habita el desierto de cemento, el glamour que nace de la muerte de “la función”, el glamour escondido en objetos inanimados que, en total y absoluta fragilidad, defienden el concepto de belleza y trascendencia. Baigorri creó una puesta que me partió en pedacitos que de a poco estoy tratando de rearmar, no de la manera que concebía frente a un espejo, sino de una manera nueva en la que también pueda mostrar el glamour que me habita escondido en mis propias funciones, escondido en el notorio paso del tiempo que me transforma, y siento que este rearmado es esperanzador, no ya para vencer a la muerte sino más bien para vencer el rebuscado entramado que se agita entre la solemnidad y la imbecilidad de algunos de mis actos.
Ariana Beilis, Ariel Baigorri Theyler, Camilo Elia, Catalina Oz, Catalina Pérez Andrade, Daniel Chernov, El Pelele, Florencia Sadir, Francisca Somigliana, Julián Brangold, Karen Bendek, Maggie Petroni, Manola Aramburu, Noelia Correa, Rodrigo Barcos, Sofía Kauer en colaboración con Nicolás Licera, Tamara Goldenberg y Triana Leborans en colaboración con Matías Tomas, Bienal fantasma. Exposición final del Programa de Artistas Universidad Di Tella 2020 – XII edición, curaduría de Carlos Godoy, Eugenia González-Mussano, Gaspar Núñez, Macs Zimmermann, Sofía Tarditti y Sol Echevarría; aArtistas invitadxs: Laura Códega, Santiago Colombo, Marcelo Pombo y Georgia O’Keeffe,. Universidad Torcuato Di Tella, Buenos Aires, 6 de septiembre – 22 de septiembre de 2021.
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