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Hasta ahora inédito en Argentina, Manoel de Barros (1916-2014) fue calificado como el poeta más grande de Brasil por Carlos Drummond de Andrade, quien era sindicado en paralelo por la crítica con ese mismo título, cuenta José Ioskyn en su introducción a Memorias inventadas (2010), volumen que contiene tres poemarios: La infancia, La segunda infancia y La tercera infancia. Desde el retorno a esa “patria” —el ser morando su pasado—, Manoel de Barros postula criterios fundantes de una concepción o “filosofía” de la (su) mirada poética. Lo planteó también en una buena mayoría de sus libros; como en Materia de poesia (1974): “Todo aquello que nos lleva a ninguna cosa / y que no podés vender en el mercado / como, por ejemplo, el corazón verde de los pájaros / sirve para poesía // […] Todo aquello que nuestra / civilización rechaza, pisa y mea encima, /sirve para poesía”, y en Livro sobre nada (1996): “Es en lo ínfimo que yo veo la exuberancia”. Desde una narrativa —de intencionalidad poética— autobiográfica (“Hoy cumplí ochenta y cinco años. El poeta nació / de trece”, dice en “Fraseador”) se concentra la mirada y la imaginación, la reflexión por, en y desde los detalles.
Existe lo pragmático, funcional, utilitario, que une las palabras y las cosas en el trajín cotidiano de las mayorías, en el rutinario y siempre-igual día-a-día. Esa dinámica, ese proceso, se modifica cuando hay un sujeto que lo interviene/modifica desde la poesía. O mejor, desde una poética. (Que es una sensibilidad, como se ve en “Obrar”: “mi abuela me enseñó a no despreciar las / cosas despreciables. / Ni a los seres despreciados.”) La de Manoel de Barros la constituye una mirada directa e intensa, aguda y fresca, renovadora, sobre la naturaleza y los objetos de la vida cotidiana. Contra el descuido y la superficialidad de la mirada habitual (rutinizada) de cualquier mortal, De Barros exalta, con una poesía de tan potente como sensible imaginación, “la insignificancia” de objetos y seres vivos —plantas y animales—, al calor del retorno constante a los núcleos de la infancia y la juventud: moradas y ambientes, familias, amistades. Anécdotas de vivencias: episodios hogareños, experiencias estudiantiles, momentos individuales de observación concentrada, y toda clase de ocurrencias, de la “abstracción filosófica” a ingeniosas y sutiles humoradas e ironías.
Se lee en las Memorias, en “Melenudo”: “Comencé a no gustar / de la palabra encajonada. Aquella que no puede cambiar de / lugar. Aprendí a gustar de las palabras más por cómo / suenan que por lo que informan”. Y en “El cosechador de desperdicios”: “Uso la palabra para componer mis silencios. / No me gustan las palabras / fatigadas de informar. / Respeto más / a las que viven con la panza en el suelo / tipo agua piedra sapo. / Entiendo bien el acento de las aguas. / Respeto a las cosas insignificantes / y a los seres insignificantes. / Valoro a los insectos más que a los aviones. / Valoro la velocidad / de las tortugas más que la de los misiles”.
Hay un juego poético, que es una apuesta, un “método” o modus operandi similar al de los niños, su “a-lógica” o “contralógica”, a su invención de insólitos e inéditos ángulos de mirada y usos y extensiones, “conclusiones”, frente a todo lo externo. Es la actividad lúdica y el imaginario unificados ante el mundo de “lo real”, con sus infinitas-insignificantes maravillas. Dice en “Manoel por Manoel”: “Porque si hablamos como chicos, hacemos / comunión: del rocío y su araña, de una tarde y / sus garzas, de un pájaro y su árbol. Entonces traigo / de mis raíces niñiles la visión comulgante y / oblicua de las cosas.”
Manoel de Barros, Memorias inventadas, traducción de José Ioskyn, Griselda García Editora, 2021, 128 págs.
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