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Agujas doradas

Michael McDowell

OTRAS LITERATURAS

En días en que las mesas de novedades de las librerías multiplican la oferta, uno puede sentirse un poco extraviado. Y entre tanto frenesí de volúmenes, quisiera atraer su atención hacia Agujas doradas, de Michael McDowell (Enterprise, Alabama, 1950-1999).

Desde el mismo epígrafe, no quedan dudas de que el tema de esta novela es la venganza, una venganza larvada, tramada con crueldad y eficiencia. La famosa ley del talión se fundaba en un principio de justicia retributiva: a tal daño, tal represalia igualadora. Pero en la Nueva York de 1880 eso es demasiado poco. La afrenta reclama una reparación mayor. Y sin cuartel.

Y esa es la razón por la que dos clanes se enfrentan sin ahorro de salvajismo. Los unos, miembros de una familia acomodada que, en nombre de la reputación, la moral protestante, el prestigio social y, sobre todo, los intereses políticos, llevan adelante una cruzada aleccionadora contra los habitantes del Triángulo Negro, un barrio cuya sordidez, degradación y criminalidad convierten la más abyecta postal dickensiana en un bucólico día de campo. Los otros, una familia dedicada al crimen que, en nombre de la supervivencia, maneja los hilos del bajo fondo con la precisión de un neurocirujano y el desapego de una araña venenosa. Los unos, acaudillados por el inclemente juez James Stallworth; los otros, por la despiadada matriarca Black Lena Shank. Una familia contra la otra. No es de extrañar, pues, como en todas las obras de McDowell, que la familia (norte)americana sea una verdadera pesadilla.

Esta esgrima vindicativa nutre un carnaval grotesco que se funde tras la piadosa humareda de los fumaderos de opio. De hecho, las agujas para calentar las bolitas de la droga dan nombre al libro (Gilded Needles, en inglés), que también es una referencia a la Gilded Age en la que se sitúa la novela, la Edad Dorada (1870-1891), en la que el progreso y la modernización suscitaron severos desajustes sociales. No es el único jueguito de significados. Nuestro escritor es un ajedrecista de las palabras y, entonces, en un ejercicio ilegal de la traducción, podríamos anotar que Stallworth es algo así como “posición o puesto que vale la pena conservar”, y que Shank es “caña o vara” (¿de castigo?). Si el nombre es el arquetipo de la cosa, el banquete está servido.

En suma, un libro admirable que ratifica la bien ganada fama del malogrado McDowell. Uno lee con inocencia de lector, pero también con ojo de escritor. Y cualquiera sea el tamiz, Agujas doradas es una pieza deliciosa. Quizás para una novela que no se priva de retratar la violencia, maldad y bajeza humanas, el adjetivo luzca poco feliz. Pero como también uno lee con ojo de estudioso del género, no queda menos que aplaudir la pericia en la estructura narrativa, la progresión dramática y la pródiga composición de los personajes para cuajar una historia memorable.

Tal como hiciera con Los elementales (1981), el autor confirma que posee un talento exuberante al tiempo que perturbador. Y eso que en esta novela el horror no tiene nada de sobrenatural. Bien por el contrario: es tan humano que espanta. Seguro que usted tuvo una abuela que, tratando de pacificar sus temores infantiles, le repetía: “No hay que temer a los muertos sino, antes bien, hay que temer a los vivos”. Le garantizo que los personajes cometen tantas tropelías que provocan más pánico que una horda de zombis famélicos.

Es lamentable que ya no le podamos preguntar, pero arriesgo que el disparador de la idea fue una travesura: ¿qué pasaría si se combinara el efecto mariposa con la máxima latina de Terencio en cuanto a que nada humano nos resulta ajeno pues, justamente, humanos somos? Sí, si el delicado aleteo de una mariposa en Extremo Oriente tiene capacidad para desatar una falla catastrófica en nuestras playas, es factible que un hecho trivial en un callejón de Manhattan irrigue una sucesión de calamidades dispuesta con rigor de relojero y devoción de santo.

Qué mejor que cerrar esta reseña con unas palabras del autor tomadas de una entrevista que le hiciera Douglas E. Winter: “Siento que el universo es un chiste. Y que somos el remate de ese chiste. Y el horror es una de las mejores formas de decirlo. De decir que hay algo allá afuera y que las fuerzas y vibraciones son simplemente malevolentes. El golpe sin aviso, sin razón. El golpe sin que seamos capaces de hacer nada para evitarlo”. En definitiva, de eso trata este magnífico libro.

 

Michael McDowell, Agujas doradas, traducción de Teresa Arijón, La Bestia Equilátera, 2021, 376 págs.

14 Oct, 2021
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