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Semillas de agua propone una poética del pliegue: en la superficie del silencio, en la planicie de lo dicho y lo supuesto, una pequeña arruga. La sensación que poema a poema se despierta en el lector es la del encuentro de un relieve; realce que puede provenir tanto de los sentidos como del intelecto, y opera como punto que convoca a la presencia, al aquí y al ahora del uso de la lengua que retoma y rehace la poesía. Epifanías mínimas y fugaces se disuelven no bien son percibidas: “la marea / cuando / se retira / deja heridas // cortes en que respira // el futuro / antes / de llegar”.
En “Fuerzas”, la primera de las cuatro partes del libro, cobra protagonismo el blanco de la página. El espacio no ocupado se convierte en un reflejo del vacío, y la cesura obra a modo de precipicio por el que las palabras caen en él. Las imágenes emergen de la impersonalidad del universo, sopesando la relación de las energías que se encuentran en permanente cruce. Lo que el poema busca es un instante de equilibrio: “quiere ser / lo que no es / pero al llegar // es otro / él / y su querer // así, nunca / se alcanza // porque / en verdad / quiere // el entre / de todo / lo que es”.
“Nudos”, en cambio, rastrea un recorrido corporal. Del universo, la voz pasa al mundo. Sin cronologías, sin individuaciones, nos adentramos en la vivencia. Sólo que esta aparece, decidida y conscientemente, en un plano residual. El verso actúa como combustión del momento que lo empujó a nacer: “la mariposa / antes de verse // la siente / el pensamiento // después / pasa / ante los ojos // y se va, // toma su lugar / la imagen, // entonces / intento // recobrar / su vuelo / en el papel”. Y el poema releva así la transformación del estímulo en imagen, entregándose el poeta a la pasividad de ser el sitio donde ello ocurre.
La tercera parte (“Voces”) entrama recuerdos enrarecidos. Se instala la duda de que no todos se desprenden de la misma memoria. El recorte, la omisión del detalle que hilvane una misma personalidad, colabora a sacudir el pensamiento. A través de la multiplicación de las voces, lo propio se vuelve accesible en una arista desconocida: “en mi aniversario hice fuego / en el viento // entre los árboles el rugir de las hojas / y el presente // dispersas en el humo y las cenizas / partes de mí me buscaban / para formar parte del mundo // entonces respiré hondo / el aliento de los árboles // y me sentí en lo alto / con la luz de las llamas // que se elevan un instante / y se pierden en la noche”.
En la última sección, titulada “Lluvias”, se reanudan el tono y la sensibilidad que en la primera flotaba en un espacio cósmico-mental, pero desde un yo que a veces se revela y otras se articula por detrás de sus sentencias. El libro, entonces, se espirala sobre sí mismo, en términos, si se nos permite, dialécticos, y al mismo tiempo traslada el rasgo de su poética a una imagen ampliada, en tanto corpus de lectura. Así, el pliegue se distingue en ese sujeto fantasmático que se asoma por detrás de la trama de lo real; un cuerpo opaco, sí, difuso también, pero que aborda la lengua “como agua / que toca la orilla / suavemente”.
Hugo Alazraqui, Semillas de agua, Paradiso, 2021, 144 págs.
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