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La segunda novela de Matías Capelli, ganadora del primer premio del Fondo Nacional de las Artes en 2019 y publicada exactamente diez años después de la primera, es, como el Quijote, una novela episódica. Una suerte de novela picaresca del siglo XXI en la que Milton, el pícaro —un periodista argentino que está viviendo temporariamente en Ámsterdam junto con su novia Rut, una música argentina—, atraviesa una serie de peripecias en las que muchas veces se comporta, ventajeramente, como un auténtico pícaro de siglo XVII.
Extremando el procedimiento de Trampa de luz, en el que la novela, antes de apoyarse en el entramado y el giro de los incidentes, se articulaba sobre todo a partir de cuidados leitmotivs que reaparecían cada tanto, al modo de los puntos de una costura, acá, en El mar interior, la trama ha desaparecido. Al menos en el sentido clásico. Hay acontecimientos, sí, unos cuantos; pero el relato es mínimo; minimalista, como suele decirse. La pequeña historia que narra la novela se construye a partir de variaciones, nunca demasiado estridentes, en torno a la monótona vida de Milton en Ámsterdam. Rut va diariamente al conservatorio en el que está becada y Milton, ocioso, sin trabajo, oficia por su lado de amo de casa: limpia el departamento, hace las compras, cocina, riega una planta “monstruosa”, etcétera. Escribe, a veces, sobre todo por la noche, trata de vender sus artículos a medios argentinos, busca trabajo como profesor de español (o de lo que sea), conoce a un par de personas que podrían ayudarlo a sobrellevar la vida holandesa, va a nadar a “la pileta de Singel”. También anda en bicicleta por ese “mar interior” construido con tenacidad, en una larga batalla contra el agua, por los neerlandeses —los famosos “‘Trabajos del Delta’, una de las mayores obras de ingeniería de la humanidad”—, escuchando música con sus auriculares, distraído, en la suya, a veces fumado, motivo de un par de accidentes, de choques tragicómicos —contra un tranvía, contra un coche de alta gama, contra otro coche en un estacionamiento; este último no con la bicicleta, sino con una camioneta prestada— que se narran en la novela. Eso es casi todo. Hay más, por supuesto, pero ese más, ese plus que hace de El mar interior una novela singular, no proviene tanto de la anécdota, de lo que se narra, de aquello que dice el texto, sino de todo lo que, en cierto modo, corre por debajo. O por detrás. Toda una opacidad, en primer lugar, que se manifiesta en el cuidado en que, sin dejar de abrevar en las convenciones contemporáneas del realismo, son dispuestos los materiales narrativos. Una suerte de precaución, de laboriosidad, de tímido artesanado, digámoslo así, que da como resultado una novela que parece estar sutilmente cubierta —y protegida— por un velo. En segundo, el mundo propio, íntimo, el “mar interior” de su protagonista, regido fundamentalmente por la incomunicación, la soledad, la indefensión propia del extranjero que no sólo ignora la cultura del país en que reside, sino también el idioma. Fragilidad sentimental, introspectiva, que no le impide a Milton, sin embargo, interesarse por la historia de los Países Bajos, y sobre todo por un episodio en particular, ocurrido en agosto de 1672, el del ahorcamiento y posterior despedazamiento de los hermanos Johan y Cornelius Le Witt, “una escena de barbarie en los orígenes de la nación”, episodio que vuelve —obsesivamente, como un ritornelo— a lo largo del libro. El final en suspenso, irresuelto, después de la visita a Joachim Jansen, poseedor del supuesto corazón (en un frasco con formol) de Johan de Witt, con Milton pedaleando en la noche neerlandesa con su Sparta (la bicicleta) sin saber si llegará a alcanzar el tren que lo llevará de vuelta a casa, está a la altura de esta bella novela de contornos deliberadamente indefinidos.
Matías Capelli, El mar interior, Sigilo, 2021, 192 págs.
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