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Las volubles piezas que conforman Mundos del fin de la palabra, el reciente libro de la inglesa Joanna Walsh, postulan una realidad taimada en la que no se termina de hacer pie. Y no porque enrarezcan la atmósfera o recurran a una percepción extrañada, sino porque la omisión de un elemento funciona en ellos como motor del relato. Giran, así, alrededor de un vacío que no buscan reponer sino ahondar, si cabe, aún más.
Mientras tantea, vacilante, que el sentido de las palabras no escape a sus intenciones, una vendedora ambulante aguarda el momento en que se desprenderá de su indefinida mercancía. Tampoco sabremos acerca de qué objeto trata aquel relato que detalla las vicisitudes de un traslado que obra una transformación tal en su naturaleza que pasa de tener una forma contundente y voluminosa a ser apenas migajas. Aunque coqueteen con ella, las historias se detienen un paso antes de la alegoría.
Walsh abreva en la ambigüedad, la indeterminación y los múltiples sentidos de las palabras. Como hija dilecta de Lewis Carroll, ese deslizarse por la superficie del lenguaje le permite crear criaturas que acechan en nuestras bibliotecas y que han leído todos aquellos libros que hemos dejado a un lado por falta de tiempo o desinterés. Puede también dar cuenta de la amistad entre dos amigas como la relación existente entre una estrella orbitando alrededor de un agujero negro.
Como una variante de Carta a Lord Chandos, de Hugo Von Hofmannsthal, el relato que da título al volumen trata de la imposibilidad de comunicación debido a la pérdida progresiva de la lengua y su reemplazo por una serie de gestos y gruñidos. La ironía consiste en que, para dar cuenta de ello, debe servirse de esas mismas palabras que ahora faltan. Por supuesto que una nueva aproximación a la transitada distancia entre el mundo y los signos distaría de ser original. El sello de Walsh, sin embargo, no radica en constatar ese divorcio inmanente, sino en postular la contingencia de un lenguaje fuera de sí. Y para ello recurre a múltiples juegos de palabras que la encomiable tarea de la traductora Vanesa García Cazorla apunta en minuciosas notas al pie.
A la preceptiva que restringe el formato del cuento a un puñado de variantes, la autora de Vértigo prefiere socavarla mediante el laxo amparo de la experimental Christine Brooke-Rose o la gracia escurridiza de Flann O’Brien. El riesgo está en que algunas piezas no terminan de cuajar y decantan en meros ejercicios de ingenio. Pero es un riesgo que bien vale correr para no quedar sujeto al apretado decálogo que ciñe la imaginación del relato actual.
Joanna Walsh, Mundos del fin de la palabra, traducción de Vanesa García Cazorla, Periférica, 2020, 136 págs.
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