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Sobre la teoría de las probabilidades hay un chiste maligno. Un científico le dice a un millonario que si pone cien monos con tizas y libros frente a un pizarrón durante treinta años, es probable que tarde o temprano alguno escriba algo. El hombre encierra los monos y se dedica a sus negocios; a los dos meses se pregunta qué estarán haciendo y al entrar, aunque los encuentra tan monos como siempre, ve que en el pizarrón hay una frase: “Durante mucho tiempo me acosté temprano…”. No es un gran chiste, pero viene a la memoria cuando uno busca explicarse el año 1922, no sólo porque en 1922 murió Proust (el autor de la frase), sino porque sugiere que ninguna teoría abolirá nunca la Obra Maestra. Menos si las Obras Maestras son aluvión. La verdad, 1922 deja al intérprete a la deriva entre la razón argumental y la fe en el misterio. Por eso se puede empezar el cuento por cualquier parte. Por ejemplo, con idas y venidas.
Entre los desplazados que vagaban por la Europa de los veinte, atónitos por las fracturas nacionales y el trauma de la Primera Guerra Mundial, estaba el judío galiziano Joseph Roth, narrador cumbre de la caída: la del Imperio Austrohúngaro en la disgregación, la del filisteísmo burgués en el vértigo. En un pasaje de La cripta de los capuchinos, el expetimetre Francisco Trotta vuelve del frente a la casa familiar. No basta con que Viena sea ruinas y él sienta culpa por no haber muerto: encuentra a su madre viuda, incólume en la dignidad, tocando un piano que no suena porque ha vendido las cuerdas para comer. Por suerte la señora no sufre porque, aunque se obstine en negarlo, está sorda.
No muchos consiguieron tanta concentración simbólica. Y sin embargo no bastaba. La Primera Guerra fue mucho más: ratas en las trincheras, cielo de zepelines derramando fuego sobre iglesias, trizas de las dieciséis culturas que aunaba la corona de Francisco José. Durante la guerra los bolcheviques instauraron el socialismo en Rusia y los dadaístas dinamitaron la gramática en el Cabaret Voltaire de Zúrich. Durante la guerra Kandinsky pintó el primer cuadro abstracto y los expresionistas ajustaron una estética de sombras para vérselas con la desaparición de Dios. “Un mundo ha llegado a su fin”, dictaminó Walter Gropius. Pero el drama excedía lo mundano. Los físicos decían que el observador modificaba la experiencia, que la luz era a la vez onda y partícula, que la materia no era sustancia sino energía; Freud describía al Yo como un improvisado mediador entre dos inconscientes; la técnica creaba artefactos sobrehumanos; Bergson decía que somos tiempo en flujo. La Ciudad se coronaba como arena fantástica de la disolución del sujeto en un tapiz de sensaciones. El atonalismo de Schönberg carcomía la majestuosa fábrica de la música germana. En 1922 Spengler haría capote entre los pesimistas con La decadencia de Occidente. Era un problema suyo. El lenguaje que había dado potestad suprema al positivismo no servía ya más que un ramo de crisantemos agusanados.
Pero de golpe pasó otra cosa. Algunos se dedicaron a moler los secos pétalos del lenguaje para llevarlo a una potencia que, en vez de representar la realidad según la razón positiva, creaba algo más vigoroso, transido por la cercanía de aquello que el lenguaje no podrá poseer nunca. El lenguaje era una jaula, sí, pero extensible al tamaño del universo. Y el proceso de extensión empezó prácticamente con el año. El arrogante James Joyce se había desentendido de la guerra en Zúrich, enfrascado en mantener a su familia y escribir un libro en que la historia de la humanidad se condensaba en un día de la historia de un solo hombre. Ulises: seguidilla de sincronías en la conciencia del prototípico Leopold Bloom, judío de Dublín timorato y sensual y, como Odiseo, “hijo, marido, compañero de trabajo y padre, superador de pruebas por el sentido común”. Amalgama entre la ecuanimidad de Bloom, la lucha de Stephen Dedalus por librarse de la Historia y el poder germinativo de Molly Bloom. Minucia, espesor, sexualidad y polifonía del lenguaje en la Ciudad cambiante. Ezra Pound, promotor de innovadores en apuros, no se quedó dormido. Convenció a Joyce de establecerse en París. “¿No es fantástico haber entrado en una ciudad descalzo y terminar en un departamento de lujo?”, diría Joyce. Pound le consiguió zapatos, vivienda, muebles, relaciones y editor: Sylvia Beach, expatriada norteamericana y dueña de la librería Shakespeare & Co. El libro que ningún país anglosajón había querido editar por recalcitrante y escabroso salió el 2 del 2 de 1922, el día en que Joyce cumplía cuarenta años. Se vendieron mil ejemplares y pronto dos mil más; la vanguardia era una poderosa red de difusión opcional.
Como vaciado en escritura, cerca del otro extremo del año, el 18 de noviembre, Marcel Proust moría después de murmurar la palabra Madre. Semanas antes se había agotado la reciente edición de Sodoma y Gomorra, el cuarto de los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido. Así, se ha dicho, el crepúsculo de una era literaria coincidía con el amanecer de otra. Pero no: si la novela de Proust parece la última palabra del siglo anterior, romántico y temporalista hasta el paroxismo, su monódica exploración del sentimiento prefigura la nueva época analítica. Porque ahora sabemos que el arte de Proust no consistió tanto en recordar como en atender al recuerdo para iluminar con gracia dolorosa, no sólo la generalidad de la pena, sino el trabajo fecundo del espíritu sobre sí mismo; en un desdoblamiento del yo para obtener un poco de tiempo en estado puro. Esta pureza no es amoral, pero sus leyes no son naturales.
Rilke lo sabía: “El arte es la inversión más apasionada del mundo, un viaje de vuelta desde el Infinito en que todo lo honrado se encuentra con uno avanzando en dirección contraria”, había escrito. Sin embargo ese viaje inverso no le impedía ser ídolo de la insomne juventud alemana de la República de Weimar. Rilke era el Vate. Daba consejos, adoraba las perspectivas vastas y urgía al amante a tomar al amado como plataforma hacia la intemporalidad. Aunque sabía que no hay revés del lenguaje, Rilke pensaba que el canto es consonancia con el Otro Lado y por eso amaba a Orfeo y llamaba a acoger la muerte para completarse. La comprensión cabal de que la entrega aniquila le llegó… en febrero de 1922. Recluido en el castillo de Muzot, junto al Ródano, terminó las Elegías de Duino y en el mismo rapto escribió la primera parte de los Sonetos a Orfeo. En este punto el relato del año 1922 empieza a volverse irreal. “Todo ángel es terrible”, dice un famoso verso de las Elegías. Pero los ángeles de Rilke no son muy cristianos; son un mito de factura humana que mira al hombre desde todo lo que el hombre no es; el resguardo de un anhelo sin el cual las palabras nos aplastan. “Estar aquí es glorioso”, escribió, y con una paciencia apasionada reconfiguró el alemán para que acogiera esa gloria.
Pasión y aplicación dominaban el clima. Eran los Años Locos, era la Revolución y la Idea avasallante, y eran la penuria, la morbidez y la farra. La humanidad sólo podía regenerarse en el arte, porque el arte sabía usar los materiales para destruir más atinadamente que los cañones y construir mejor. 1922. En la humillada Alemania hacía falta una carretilla para cargar el dinero de un sueldo; Las consecuencias económicas de la paz irritó a muchos, porque Keynes decía que la inflación podía alentar el desarrollo. Lejos, en Chicago, King Oliver incorporó a la Creole Jazz Band la trompeta flamígera de Louis Armstrong y empezó el baile. Publicada la épica de una generación de chicas pizpiretas y galanes torturados —Cuentos de la era del jazz—, Scott Fitzgerald marchó a emborracharse a París. Ahí ya estaban Hemingway aprendiendo el arte de la elipsis en los cuentos de Maupassant y Louis Aragon trasladando a la novela el collage de visiones urbanas inventado por Picasso y Braque. Todos se cruzaban en París: Stravinsky, Diaghilev, las inquilinas del burdel Le Sphinx, Gide, Cocteau, Gertrude Stein, Picasso, Pound y Josephine Baker. André Breton, empeñado en transfigurar la vida por el azar objetivo, propuso un congreso nacional para la regulación del arte moderno. El estreno de la versión teatral de Locus Solus, financiada por el propio Raymond Roussel, fue una trifulca. Cada madrugada el remoto Paul Valéry se levantaba a las cuatro a escribir su diario: El que piensa se observa en lo que él no es; con todo ese año publicó Charmes, donde estaba “El cementerio marino”. En Berlín, Theodor Däubler comparaba el expresionismo con la síntesis de toda una vida que percibe el que va a morir ahogado. Sintetizando dialectos, jerga de cabaret y parodia de textos religiosos, Bertolt Brecht creaba un teatro anticatártico. En Moscú, Lenin ascendió a Stalin a secretario general del Partido. Los poetas rusos se la veían venir. Formalistas como eran, languidecían por conciliar el igualitarismo de la Revolución con la revolución de las formas. El imaginista Esenin decidió casarse con Isadora Duncan. Antes de irse al exilio desde Moscú, adonde para su desgracia volvería en pleno terror estalinista, Marina Tsvietáieva llevó el lenguaje coloquial campesino al poema épico en “El Zar-doncella”, “Callejuelas” y “El muchacho”. Desde su exilio interior en Crimea, el más grande, Ossip Mandelstam, publicaba Tristia, una afirmación ovidiana de la poesía como medio universal de expresión: “Sólo un cuidado me queda, y es de oro: / liberarme de la carga del tiempo”. En la vetusta Viena, Robert Musil terminó Tres mujeres, Alban Berg la versión definitiva de Wozzek, y Freud recibió la exploratoria visita de Arthur Schnitzler, su doble literario, para conversar sobre los sueños. Murieron Solvay, el inventor de la soda, y Graham Bell, el falso inventor del teléfono. El acontecimiento del año en Italia no fue Los indomables —un flojo relato de Marinetti—, sino la marcha de los fascistas sobre Roma, que el 28 de octubre impuso a Mussolini como jefe de Gobierno. Ese mes, cincuenta mil personas habían escuchado a Adolf Hitler en Múnich. Los ingleses sólo tomaban ligera cuenta. En el seno del intenso grupo de Bloomsbury, Virginia Woolf conoció a su futura amada Vita Sackville-West y publicó The Common Reader, ensayos de una lectora inigualable que trataba los libros como seres vivos. Fernando Pessoa, un traductor comercial de Lisboa, avanzaba en la división de sí en diversos poetas mayúsculos. En Praga, Franz Kafka anotaba en su diario: “Todos me tienden la mano: los antepasados, el matrimonio y la descendencia, pero están demasiado lejos para mí”. Subrepticiamente vuelto de una misión diplomática en China, sin otra cosa que alabanzas para la marcha del mundo, Saint-John Perse contribuía al prodigio publicando Anábasis. Einstein recibió el Premio Nobel de física. El de literatura lo ganó Jacinto Benavente. Si el idioma español brilló en las circunstancias fue porque en América el mestizo César Vallejo publicó Trilce, rayano en ese lenguaje privado que Wittgenstein consideraba imposible, y Oliverio Girondo Veinte poemas para ser leídos en el tranvía. Pero en América Latina empezaba toda suerte de otras transiciones: entre los altos e irradiadores encajes del modernismo de Rubén Darío, López Velarde, Lugones, Huidobro o Herrera y Reissig y las alucinaciones de maravillas y tragedias que la técnica despojaba del rótulo de misterio. Horacio Quiroga, el uruguayo que había vivido años en la selva misionera argentina, uno de los primeros detractores de la oposición naturaleza-cultura, puntuaba sus conceptos sobre la narración en el cine en comentarios semanales para la revista El Hogar, donde años después Borges escribiría sobre libros extranjeros. El año de marras Quiroga —que había heredado la selva de Kipling y la inversión del horror de Poe, y había escrito un relato sobre una guerra de las serpientes a los inescrupulosos humanos ávidos de matarlas para mercar con el veneno— publicó el cuento “El espectro”, en el que el espíritu de un actor muerto irrumpe en el mundo material desde una película que protagonizó (un poco como décadas después en La rosa púrpura de El Cairo, de Woody Allen) para cortejar a una mujer o perseguirla. A menudo Quiroga iba al cine con su amiga Alfonsina Storni, la poeta que buscaba sin tregua una lengua que la redimiese no sólo de la torre modernista sino también del monopolio varonil de la poesía, de la fatua moralina burguesa y de la condena a un secundario papel de mujer caída. Un año antes Storni, madre soltera, despedida de varios trabajos por inmoral, había propinado en el libro Languidez un pionero codazo poético al tradicional cínico o canalla impune (“tú me quieres blanca…”). Quiroga se suicidaría años después. Storni se suicidaría años después. T.S. Eliot, después de psicoanalizarse en Suiza, lanzó en Londres el primer número de la revista Criterion, que contenía íntegro su poema La tierra baldía, tal como lo había pensado él con aclaración de referencias poéticas y mitológicas y corregido verso a verso por Ezra Pound.
Lo que antecede es una especie de montaje, un aglomerado de retazos que no se pretende fehaciente. Antes de las vanguardias esta técnica casi no existía. La obra del artista clásico quería ser retrato vivo de una totalidad, un espejo del mundo. La vanguardia probó arrancar del contexto fragmentos de realidad, despojarlos de su función y reunirlos de modo que crearan sentido. La obra de arte se había vuelto artificial, pasible de ser interpretada por partes; pero hacía honor a la verdad, dijo Walter Benjamin, “admitiendo los escombros de la experiencia”. Serguei Eisenstein definió un nuevo cine creando el “montaje de atracciones”. Los collages de Max Ernst eran montajes, y en parte lo eran el Ulises y las novelas de Dos Passos. El montaje reunía en un solo espacio acontecimientos paralelos; era apátrida, veloz e impersonal. El montaje fue el fetiche de los vanguardistas, la sustitución del Yo por el infinito sincrónico. A Eliot le pareció que al presente de la lengua había que restañarlo con vestigios del pasado. El simultaneísmo de La tierra baldía fue el apogeo de la de la Alta Modernidad poética. “Abril es el mes más cruel; alumbra / lilas de la tierra muerta, mezcla / memoria y deseo, despierta / sosas raíces con lluvia primaveral”: esa ironía macabra que abre el poema y se devana en cancioncitas, himnos védicos, tercetos dantescos, órdenes de altoparlante y hastiados diálogos de alcoba, en imágenes de purgatorio, de reuniones frívolas y basura en el Támesis, se interpretó como una metáfora de la agonía de Europa; pero bien podía ser la cinta de una conciencia neurótica fecunda en mitos. “El lector más curtido no se preocupa por entender”, dijo Eliot. La poesía era una fusión entre emociones y una teoría de la escritura. Quizá por eso él había aceptado que el infalible Pound, a quien al fin dedicó el poema, le cortase cuatrocientos versos. De todos modos le agregó un aparato de notas explicativas y así completó ese regalo de las vanguardias que aún no hemos desenvuelto del todo: complejidad, dificultad, obras que suponen nuevas maneras de leer e incluyen directivas para la crítica. En La tierra baldía se encastran las dos utopías de 1922: exactitud de la imagen y divagación creativa. El arte como inductor de una percepción emancipada.
Quizá lo que pasó ese año deba explicarlo la numerología. A lo mejor un día pensamos que tampoco fue para tanto. En todo caso, el lenguaje había chocado contra sus ardides, sus distinciones tiránicas, sus letales repeticiones, y en el temblor de los añicos se detectaba la presencia de lo que escapa al dominio humano. El lenguaje era la forma fáctica de toda vida mental, y por lo tanto el campo de acción del artista. El vienés Ludwig Wittgenstein, que en el frente de guerra había concebido una respuesta final a todos los equívocos filosóficos, también publicó su libro ese año increíble, en Oxford, por intercesión de Bertrand Russell. Era el Tractatus logico-philosophicus y ahí Wittgenstein decía: “Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”. Proponía una filosofía hecha sólo de elucidaciones; comparaba las palabras con una escalera que se tira después de pasar al otro lado (lo místico). Hay una foto del denodado Wittgenstein con los ojos en llamas, como avizorando cuán poco puede decirse con claridad. Él había señalado la impotencia y el filo del lenguaje. Claro que en los mismos meses el gran Mandelstam refutaba la irrisión de la poesía con un aleluya por la reconciliación: “Soy el jardinero, y también soy la flor”. Después de él vinieron Stalin y Hitler. Pero en el cristal de la eternidad quedó la huella de su aliento.
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