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Ariel Farace escribió Un día El mar durante una residencia en un monasterio en Francia en 2019. Él la define como una novela-río y es un texto-manifiesto sensible y desconcertante que se resignificó al momento de su estreno, durante la pandemia. Siempre un texto es un anhelo de encuentro futuro en unas condiciones impredecibles. Pero el texto escénico contiene además el potencial del encuentro entre cuerpos. Y era esto lo que no estaba permitido durante el confinamiento, y lo que dio lugar en la escena contemporánea mundial a un sinfín de cuestionamientos y pensamientos sobre el hecho performativo en sí.
La única obra escénica que vi que asumía la crisis del covid me resultó forzada. ¿Qué sentir, qué pensar y cómo asumir tan rápidamente esta crisis sin que resulte vieja al instante, o superficial e ingenua? Y al mismo tiempo, ¿qué hacer con eso que se impone y que es la materia del teatro, este presente de los cuerpos?
La vuelta al teatro me resultó por un lado emocionante y por el otro me abismó a una experiencia de lejanía. Había algo de sentido que me costaba encontrar en las obras cerradas en sí mismas, escritas, ensayadas y representadas. Necesitaba una permeabilidad con el afuera, con lo vital de alguna forma, que me costó encontrar. Necesito cada vez más experiencias que acompañen o asuman lo precario, lo impredecible y lo abierto. Para muchas artistas con las que hablé se volvió un tiempo de transición en el que no es tan claro por dónde volver a hacer. Por eso quise escribir sobre la experiencia de Ariel Farace. Un día El mar es para mí la posibilidad de un grupo de artistas investigando la forma, la literatura teatral y las posibilidades de encuentro en la urgencia de un tiempo.
El texto de la obra ya llevaba en sí mismo la desintegración formal: ya estaban ahí las voces llenas de preguntas, de afirmaciones abiertas, estaban también el filo y la contundencia, y una atmósfera suspendida y energética, parecida a la que tienen los momentos de clarividencia. El texto es una sola voz sin personaje que Farace eligió repartir entre diez estudiantes de actuación para el Proyecto de Graduación de la Licenciatura en Actuación de la Universidad Nacional de las Artes. Es un texto de madurez y agite emocional puesto en cuerpos jóvenes. Se estrenó de manera virtual cuando los teatros estaban cerrados y se hizo varias veces después en una modalidad mixta, es decir, con gente en el teatro y también espectadores virtuales. Las pantallas estuvieron siempre. Les interprétes nunca estuvieron todes en el mismo lugar. La puesta estaba plagada de citas, de invocaciones diversas a algunas contemporanéas y a otras muertas hace siglos.
Vi el montaje en julio desde mi computadora, un sábado a la tarde, y fueron casi dos horas y media de una deriva que me dejó la sensación de haber pasado tiempo junto a otras personas y también conmigo misma. Era una convivencia de textos y personas y espacios. A veces había muchas pantallas y escenas activas al mismo tiempo, y otras veces era una sola persona cantando de manera hipnótica. El tiempo estaba expandido y el ritmo estaba dado por la velocidad del decir, los silencios y también el frenesí o el vacío de las pantallas. Era una partitura. Se generaba un ritmo que habilitaba la escucha y también la fuga. Había escenas que sucedían en la calle incoporando lo que allí sucedía como parte de la dramaturgia. Como si la poesía del texto fuera la poesía que se le pretende devolver a la vida, en cada segundo. Y como si lo escénico, lo teatral, lo coreográfico, lo performativo no fuera algo separado, sino algo que es entre la vida, con la vida.
Compartiendo lo que me había pasado al volver a las salas, Ariel Farace me dijo que no le interesaban las preguntas sobre si algo es o no teatro. “Esas preguntas tienden a cerrar y son obvias y conservadoras. Me pareció muy extraño que surgieran esas preguntas durante la pandemia. Cuando voy al teatro y se repite el rito como si nada hubiera pasado, hay algo que se me rompe adentro. Quiero ver la huella, esa huella en la obra o en el modo de vincularnos que esa obra me propone. Me parece que algo de eso cambió con la pandemia, la escena se expandió al cuerpo de cada quien”.
Farace tira una piedra al mar de las artes performativas locales para que la recojamos en conversaciones y trabajos, en mesas y salas de ensayo. Porque no se trata solamente de volver al teatro, de exorcizar el deseo de hacer y de ser parte, sino de seguir pensando e imaginando juntas. Volver a lo mismo es algo que temíamos y que terminó sucediendo, aunque no dejo de confiar en que lo que se mueve ya no puede volver a ser como era.
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