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Elevando levemente el tono

POESÍA

 

Las ruinas del progreso justifican el nihilismo. Las artes del reciclaje hablan de transformaciones. Hace ya mucho que la poesía argentina se precave de cualquier engaño respecto al futuro. En dos libros recientes, sin embargo, retoma un legado antiguo para salir refaccionada a lo abierto y lo público.

 

La velocidad con que la Argentina acumula pruebas materiales de cálculo errado es casi una poética. En 1907, la guía Baedeker de nuestro país exhortaba a los europeos a visitar Bahía Blanca, ejemplo de que la modernización podía abonar los espacios más chatos. Duplicación anual de las importaciones, agroexportaciones por millones de toneladas, tres líneas de ferrocarril, cuatro puertos, central de iluminación a gas: la Liverpool del sur. “En medio de una actividad sorprendente, asombra a los viajeros la facilidad con que corre el dinero. Lo que en 1828 era un fortín para combatir a los indios, hoy es una gran ciudad con edificios lujosos y un comercio destacado.” Veintiséis años después, en Radiografía de la Pampa, un nativo de la ciudad demolía las bases de aquel alborozo. Para Martínez Estrada la máquina, expresión del carácter multiplicador del capital, terminaba destruida cuando se oponía a las fuerzas naturales. La máquina no creaba un hábitat; lo necesitaba como base, e introducirla precipitadamente en la Argentina había sido un disparate. Las máquinas industriales importadas no se aclimataban; las rurales languidecían, porque lo cultivado no daba para repararlas; había que desmontarlas, las vacas se comían los rodajes y el alfalfar empastaba las dínamos. Cuando los fenómenos de la civilización no brotaban de lo más hondo de un estado fijo, eran simples sustitutos de realidades, puentes para unir dos extremos. “Por debajo de los puentes siguen circulando los ríos, y por debajo de las construcciones ficticias prosigue su marcha la realidad.” En tres décadas más el impulso modernizador refutó a Martínez Estrada. Otras tres décadas y de lo que fuera un desarrollo incipiente quedaba el reguero de chatarra que hoy intentamos reconvertir.

Pero la inadaptación es también una realidad. Todo proyecto que no cuaja deja un vestigio, a veces incluso vivaz (como la Reserva Ecológica de Buenos Aires), en general mortecino (como las fábricas desmanteladas), cíclicamente asediado por hombres deseosos de durar y reproducirse. Esta gente es, en cada momento, el futuro ya advenido que el pasado no previó, y de ella habla Sergio Raimondi en Poesía civil (2002). Es un libro imprevisto: canta a la desolación con un aplomo que, se diría, sólo da la indiferencia ante el fracaso. Llamemos a ese aplomo temple poético.

Raimondi toma Bahía Blanca, su ciudad, como caso argentino y cada poema del libro enfoca un objeto. El último de todos se titula justamente “En el puente Negro”. Conviene citarlo entero: “Hay que estar de muy buen ánimo para suponer / que existe, a ambos lados de este puente, / una ciudad. Se dan, si se quiere, dos atenuantes: / ni la luz lunar ni la municipal cumplen, / esta noche, un papel siquiera decoroso. / Abajo, un monarca sale de su palacio / y en mitad de una senda de antorchas / reúne ante sí con gesto soberano / seis o siete pointers que se reclinan / con ansiedad a esperar, al parecer, / la llegada de los caballos y los cortesanos / e iniciar así la cacería deportiva. / Pero de pronto por la avenida un patrullero / se mete en la escena para encandilar, / con su sirena y sus faros, otra cosa:/ un vagón a medias incendiado, el reseco / pastizal en llamas, el hijo de remilputa / de siempre con sus perros de mierda”. Todos los elementos de la postal pulverizan el optimismo de la guía Baedeker: oscuridad, persona indefinida sin casa, delirios de grandeza, policía peligrosa, perros asilvestrados, ferrocarril y naturaleza bajo el fuego. Es cierto que cosas muy semejantes dejó el progreso en muchos países; pero no en todos el balance coincide con la brusca clausura de un porvenir auspicioso. No obstante, donde no se ve el futuro puede verse la nada, e incluso el deseo de nada, o bien simple pobreza y una incertidumbre en donde podemos adentrarnos. Estas disyuntivas también se plantean a la poesía. Si el poeta no va a callarse, ¿cantará la pura extinción, el apocamiento del sujeto, la inanidad de las ilusiones, o seguirá escribiendo sobre lo que se manifiesta, como si la voz presente erigiera una posibilidad, al menos un lugar? Todo poema realiza, o al menos prefigura: es una fatalidad del lenguaje, y más vale tenerla en cuenta para no caer en la farsa. Respirar, dijo Michaux, ya es dar consentimiento.

Al contrario que la mayoría de sus contemporáneos, Raimondi, que nació en 1968, decidió elevar moderadamente el tono. No hasta el tono del bardo, pero sí hasta el del poeta sin escrúpulos: el del poeta con una tarea; el poeta, digamos, latino. Esta decisión lo previene además contra el autoengaño. Programáticamente, el primer poema del libro discute el destino de la poesía tal como lo concibió la segunda generación del romanticismo inglés. El título bilingüe es ya drama entero: “Ante un ejemplar de Defense of poetry con el sello ‘Pacific Railway Library, B.Bca., nº 815 (to be returned within 14 days)”. El ejemplar de marras es una reliquia de cuando las empresas ferroviarias tenían bibliotecas. Con el tiempo la línea Pacific fue nacionalizada y vuelta a privatizar. Maltratadas por los manijazos del capital, adaptadas a los cambios de la “civilización”, las generaciones de obreros dejaron de leer. La energía que hoy tienen la aplican a veces a rebelarse, sin gran perspectiva dado que el lenguaje de sus consignas es el doble inverso del lenguaje eficaz de los patrones. Shelley había vislumbrado esta trampa. En su sueño de volver a la Atenas de Pericles se conjugaban belleza, nobleza, filosofía, vida y libertad política, sexual y religiosa. Nada menos. En 1928 escribió Defensa de la poesía con un doble propósito: primero, explicitar los pasajes de la República de Platón que aluden a la “inutilidad” de la poesía; segundo, responder a Thomas Peacock, para quien la poesía no era para las épocas de razón y conocimiento, sino para las de oscurantismo o visión intuitiva de la realidad. Era un momento neurálgico: con el auge del maquinismo se uniformaba el espacio y se aceleraba el tiempo. Parte de ese impulso se consumaba en la formación de las naciones.

Y mientras la modernización inventaba un mundo a su medida, los románticos preveían las calamidades ocultas en la voluntad de dominio y asumían la responsabilidad de imaginar, por encima de las fronteras y la inversión provechosa, una eternidad redimida de mezquindades. El poeta contemplaba el presente tal cual era y descubría leyes según las cuales debían ordenarse los asuntos del día: “Sus pensamientos”, escribía Shelley, “son el germen de la flor y del fruto de los últimos tiempos”. El poema de Raimondi comenta estas ideas como sigue: “Oh, legislador del mundo, / no fuiste ignorado en absoluto, / es sólo que fuiste considerado / como exigías: se te dio el reino / preferido, el invariable, intangible / y perfectamente ideal; / el otro quedó para tus lectores, / dueños y destinados a regir / territorios más concretos del planeta”.

Según la visión romántica, la poesía no puede poseer nada mundano. A cambio le es concedida la visión, el universo eterno. Sólo que entretanto, en “los territorios más concretos del planeta” los hombres siguen debatiéndose con el lenguaje instrumental, las herramientas del dominio y los desechos que la civilización deja en el suelo. Y, si al poeta lo guía el deseo de reparar los abusos del lenguaje hecho por el hombre (el de la posesión), su desgracia es que opera en el mismo plano. Esta condena es uno de los grandes temas de Bataille. La poesía lleva de lo conocido a lo desconocido, intenta emancipar el lenguaje alejándolo de la acumulación, el conocimiento interesado, el proyecto. Pero para eso debe hacer un sacrificio, precisamente el sacrificio del lenguaje, que se ha vuelto herramienta: tiene que socavarlo, aniquilar en él la avaricia que oprime al hombre. El poeta tendría que derrochar su lenguaje (como derrocha un amante su amor cuando se da sin condiciones); claro que no puede prescindir totalmente de las relaciones eficaces que introducen las palabras entre los hombres y las cosas. De Baudelaire en adelante, el empeño por arrancar el lenguaje del productivismo burgués dio a la poesía moderna un aire de delirio febril, y hacia el fin del camino, con Beckett, con Celan, con Ungaretti y los demás, un manifiesto deseo de consunción. El carácter de la lírica se fue fijando en la reivindicación de su inutilidad para conocer y su renuncia a toda conquista. Y contra el proyecto modernizador, cada vez más persuadido de que podía controlar el Tiempo, se afirmó en la aceptación de que el Tiempo es lo desconocido, lo inasible y disolvente, un fluir del que sólo somos ondas pasajeras.

Menos palabras. Ambición cero. Risa sarcástica, si acaso. Un éxtasis al que sólo se accede mediante el desprendimiento, la entrega, la ignorancia de sí mismo. Bataille no se hacía ilusiones. Todo lo poseído (hasta el “pedazo de tiempo en estado puro” que obtuvo Proust) pasa a la órbita de la acumulación; en cuanto aprovechamos una experiencia (aunque sólo sea para lograr calma), volvemos a esclavizarnos al proyecto, es decir a nosotros mismos. Al morir dejaremos una herencia inservible y gravosa. Denunciar este círculo malsano es el trabajo del poeta. “La poesía no es más que una depredación reparadora. Devuelve al Tiempo roedor aquello que una estupidez vanidosa quiere arrebatarle. Disipa las máscaras de un mundo ordenado.” De donde el poeta contemporáneo, que conoce los extremos viles del mercantilismo, depone incluso la esperanza de encontrar una epifanía entre las cosas. Ve cómo se disgregan los estereotipos. Estimula en sí mismo el instinto de la pérdida. Donde hay una construcción (una industria, una persona, un estilo) adivina la ruina, la aguarda. No reconoce a la poesía ni el honor de separarse del principio de propiedad.

Ahora las ruinas son multitud, y son las ruinas del progreso, como si el Tiempo le hubiera ganado de mano al poeta que no se atrevió a matar en sí la poesía. La desolación es muy aguda en la Argentina, suntuoso y vasto corralón de heces del capitalismo. Es lógico que abunde una poesía de fina morbidez, un sarcasmo contra la lírica del yo: intimidad escéptica, sólo segura de que la realidad se le escapa. Hay una gravedad del nihilismo, incluso una cinética (versos ligeros, gran visibilidad), y una nostalgia de la oración religiosa. Al otro lado del espectro hay una risueña identificación con el barro, con la confección barata, reciente y ya caduca, y hay risas de comedia negra en la espiritualidad de Leónidas Lamborghini o de Fogwill. Cierto que lo mismo pasa en todas partes. El nihilismo es un arte sin fronteras. Como fue universal el empuje de la modernización y el espacio resultante es uno, universal es el pánico ante las secuelas de la marcha miope hacia adelante. Pero el Tiempo embebe especialmente a la poesía argentina, que, desconfiada de su actual lucidez estética, prefiere bajar la voz. El susurro de la lírica es un hartazgo de todo esfuerzo por ser o tener.

Poesía civil da un paso atrás. Renuncia al “reino intangible” y emprende el intento de poseer las ruinas. Despega del fondo un buen surtido y las dispone en forma de instalación. En ese marco preserva y adopta la vida indefectible que pulula por ahí. Hongos, ratones, cangrejos, instaladores de tuberías, metalúrgicos, cirujanos y cirujas. Ve la transformación de la materia y al hombre haciéndose en el trabajo, por necesidad, a despecho de que los proyectos ajenos lo maltraten. Regresa al punto en donde se malogró el diálogo entre Shelley y el materialismo histórico. Hacer poesía civil es entrar con el canto en la contingencia, sabiendo que la contingencia se desmorona y el canto se perderá. Claro que poseer ruinas es desdichado, dice Bataille, pero no es poseer nada. Raimondi prefiere la poesía a la desposesión. En vez de flirtear con el silencio, imposta un tono agórico, discursivo y argumentativo, de versos largos, dactílicos, que se encabalgan en períodos amplios de sintaxis y puntuación rigurosas. Este neoclasicismo austero, persuasivo, consciente de una leve demagogia, se atreve a ser señalado como una nueva impostura con tal de sondear la viabilidad de un futuro: como si apelara a la poesía para crear un espacio donde se produzca algo fortuito. Pero no pone la atención en el producto, sino en el trabajo, y no olvida que también hay una mecánica en el verso. Como gran conector maltrecho, el ferrocarril es el ítem que más recurre en el libro y le da su épica y su bucólica. Así termina un poema sobre el cambio de la alimentación (del carbón a la leña) de una locomotora importada: “Pero la llama no era la misma y ascendía / por la chimenea el humo, y una embriaguez / conocida se apoderaba de las aves del lugar / que volaban y parecían acompañar en torno / y numerosas, irregulares, la marcha regular”. Aquí la poesía ampara la coexistencia entre naturaleza y trabajo. Ciclos y procesos, guerra y comunidad entre máquinas y organismos, momentos detenidos de la metamorfosis constante. Un presente para la nación rota: taller de fragua, catering amarrete para operarios de un gasoducto, cómo se prepara una torta sin leche, artesanía e industria de la pesca, la imprenta de campaña de Sarmiento, lengua gramática y lengua bruta, grillos del hogar que no cantan, trilladoras como huesos junto a un río: Poesía civil es un popurrí de chatarra, de copias fallidas hechas por el “modélico destino liberal”, y de la carne y la sangre que las engalanan: como el vago dormido que parece una estatua griega o el pelador de camarones que ve llegar a la vecina. Como no es un libro sistemático, ningún término estorba su elocuencia: paquete accionario, toxinas, refulado, turbogenerador. Se esfuerza por poseer lo que la poesía había resignado, despliega un paisaje y, para que no se desvanezca enseguida, trabaja con materiales duros. “Se trata de poner en tela de juicio la literatura / con criterios no creados por ella; o sea: / de tensar los versos ante la acción del fuego / y de calificarlo no con el lápiz sino con el cuchillo, / por ejemplo, o una sierra cariada…” La prueba es necesaria porque de hecho, escribe Raimondi, el arte no puede exponer un paisaje: lo fragua. El verso no existe porque venga de la experiencia: “el verso es la vida y lo intolerable”. Ya no hay peligro de importar mal. Poniendo en mellados metros antiguos las palabras de la producción y las de la lengua hogareña, las ruinas de un proyecto de nación se hacen lugar habitable. Otro libro reciente trata de la recolección y el reciclaje, aunque lleva materiales parecidos en otra dirección. El carrito de Eneas, de Daniel Samoilovich, asimila la Argentina expoliada a la caída de Troya en diez cantos que parodian la épica augusta y la elegía. Un poeta elocuente guía a un amigo por el paisaje de los residuos: “–Mira, Marforio, allá abajo, / en el aire fosco, ácido… / Ésa es Troya, amigo, la que otrora / luciera sus almenas orgullosas / cuajada de soldados de jarana; si el aire / no fuera tan espeso se vería…/ no gran cosa, Marforio, no gran cosa, / no es mucho lo que queda. Empero, ¿ves /allí donde la niebla se adelgaza / cómo se agita un campamento / de desharrapados al pie de los muñones de la antigua muralla? Ha de estar por llegar el camión”. Lo que los asistentes sociales llaman “dignificar” se hace en este poema dando a los cartoneros carácter mítico. Es una actitud ligera pero carente de sorna; mira lo que hay sin remilgos. El carrito de Eneas hace del basural argentino un lugar de tiempo plegado donde se rozan naciones actuales y míticas, gemas y biyutería. El carro del cartonero es una confección fantástica, producto de Vulcano, labrado de alegorías de entrecasa. Donde estuviera Troya se apelmazan baterías, botellas rotas y jubones, desbordes de un consumo sin fin. En la cumbre de esta Eneida atrofiada está el papel, “príncipe de los desechos hogareños / comerciales e industriales…”.

Como los aqueos dejaron escombros, el ansia capitalista deja basura. La basura no es objeto de turistas ni arqueólogos. Pero el poeta, experto en ruinas, no puede retraerse frente a la basura cuando un sinnúmero de desposeídos hace de ella su ocasión de supervivencia. Porque la basura se recicla, y lo más provechoso de lo reciclable es el papel. En el carácter efímero del papel, soporte primordial de leyendas, Samoilovich ve un antídoto contra la mala conciencia. Nombra todos los desechos posibles, los dispone en un poema perecedero que también es papel y entrega ese conjunto a un futuro incierto que no tardará en reciclarlo. Es un ánimo opuesto a la aspiración de eternidad de los poetas latinos que le legaron su forma. Miren a los cartoneros, dice El carrito de Eneas: el fracaso del futuro que concibió nuestro pasado es tan palmario que engendra su propia superación. El reciclaje del papel recuerda que toda letra profética será presa de fracaso; pero entretanto habrá servido para sobrevivir. Con lo que sólo se librará del ridículo la letra desengañada. Por grosero que sea el papel reciclado, para unos cuantos toma aspecto de página en blanco: el conjunto de lo heredado en forma de vacío propicio. Por cierto que antes del reciclaje hay que meter la mano en la basura, saber cómo se salva el cartón propicio de entre cáscaras y tampones. Pero así como este trabajo sucio es una fase de la empresa autónoma, puede obtenerse una poesía para el momento, resistente y flexible, fibrosa de ideas, triturando surtidos elementos clásicos –troqueos, yambos, vocablos de alcurnia, tropos de Virgilio y Garcilaso–, junto con desechos culturales más recientes. “Mas no te aflijas, Marforio, / pensando que hemos de vivir lo que antes fuimos / […] / El futuro es lo que más rápido envejece / dejando una plétora de residuos excelentes. / Fíjate: octavillas, broyectos de ley, panfletos, / ensayos, manifiestos, divalirios/ […]: / el futuro está bastante limpio,/ noventa y nueve por ciento de papel y una poca / de telgopor…”

La parodia parasita el modelo sublime, lo escarnece un poquito y eleva aquello de lo que está hablando. Le falta pathos, es cierto; soslaya el dolor. Pero hablar de la desdicha elevando el tono no es un chiste. Es un intento de salir de la ironía defensiva sin caer en el sentimentalismo. También es concebir el poema como pequeña industria. “El futuro está bastante limpio” significa que la memoria, tan enaltecida, también caduca y se recicla. Una poesía sobria y soldada como la de Raimondi parece más lista para asimilar su destino de vencimiento y transformación. Pero algo iguala a estos dos libros, y es que del viaje a lo clásico obtienen sosiego. El sosiego, dice Peter Slöterdijk, no es mero rechazo del progreso ansioso. Es el fruto de una postura que, al correr del tiempo hacia la muerte, no opone la fuga hacia delante del capitalismo ni el viejo recurso a la eternidad. Es presencia, encuentro con las circunstancias, disposición a aparecer, producir y empezar. Siempre hay algo adelante, y lo que hay adelante no es el tiempo, no es futuro ni de hecho es espacio. Adelante está lo abierto: confusión e incertidumbre, los campos de fuerza de la vida en cada momento. Con esos campos de fuerza se las ve la poiesis, también llamada arte. Al contrario que la técnica, que gestiona la producción como resultado metódico, la poiesis simplemente pone aquí algo que no estaba, y lo pone en lo abierto y lo público.

Hace poco, en Entre Ríos, se encontró a siete metros bajo tierra una cantera de conchillas, caracoles fosilizados hace millones de años. Los lugareños los muelen y los venden como alimento para pollos y como relleno para baches. Nada que ver con la poesía, pero no tan reñido con una poesía de venir al mundo, de traer al mundo, de hacer de los rezagos un suelo para las generaciones.

 

 

Imágenes [en la edición impresa]. Fotos de Harry Grant Olds (ca. 1900), Caras y Caretas (1914) y Fernando Paillet (1922) reproducidas en Producción y Trabajo en la Argentina. Memoria Fotográfica 1860-1960, (Universidad de Quilmes, 2002).

Lecturas. Poesía civil, de Sergio Raimondi, fue editado en 2002 (Bahía Blanca, Ediciones Vox) y El carrito de Eneas, de Daniel Samoilovich, en 2003 (Buenos Aires, Bajo la Luna). El último y gran libro de Leónidas Lamborghini es Mirad hacia Domsaar; el más reciente de Fogwill, Canción de Paz; ambos en Buenos Aires, Paradiso, 2002. El ejemplar de la Baedeker de la Argentina a que se alude es de la 3ra. edición, impresa en francés por A. López Robert, Barcelona, 1907. Sobre la vocación de la poesía por las ruinas, el capítulo sobre Proust de La experiencia interior de Georges Bataille, Madrid, Taurus, 1973, trad. de F. Savater. De Defensa de la poesía hay una edición bilingüe de Ediciones Península, Barcelona, 1986, trad. de J. V. Selma. Para la actualización del concepto de poiesis, véase Peter Slöterdijk, Eurotaoismo, Seix Barral, Barcelona, 2002, trad. de A. M. de la Fuente.

 

1 Sep, 2003
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