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En una de las secuencias iniciales de Apuntes para una Orestíada africana, Pier Paolo Pasolini captura una serie de rostros. Algunas personas miran a cámara mientras la voz en off del cineasta anota: “Éste podría ser Agamenón”; “Tras este siniestro velo negro podría esconderse la cara de Clitemnestra”. Frente a la creencia ingenua que supone que lo que vemos en cada retrato coincide con aquel que posó frente a la cámara, Pasolini explicita que lo visual no es sino la negación de esa certeza. De hecho, cada uno de los retratados está ahí, precisamente, porque podría ser otro. Pasolini descubre que el tiempo de toda imagen es el condicional.
El trabajo fotográfico de Alessandra Sanguinetti se inscribe en el espacio que abre este descubrimiento. Las imágenes que componen El sexto día –una serie de escenas rurales tomadas en el campo argentino– no monumentalizan el imaginario nacional ni documentan con simpleza la crueldad que subyace al acto de carnear una vaca o degollar una oveja. Se trata, más bien, de explorar las fronteras que es necesario cruzar para que otro ser vivo se convierta en nuestro alimento o de examinar –y desnaturalizar– el proceso por el cual el mundo se vuelve un campo de dominio de un sujeto. Porque para Sanguinetti, la fotografía no es tanto una prueba de la existencia de lo fotografiado, como un conjunto de hipótesis para su lectura. O, como advertimos en Dulces expectativas –una serie de retratos de niños de entre 9 y 11 años–, un rastro dejado en la estela de un movimiento.
El tiempo de Dulces expectativas es esa edad indefinida en la que ya no se habita el mundo de la infancia pero todavía no se vive en el universo de la adolescencia o la adultez. Las imágenes se instalan en el umbral de la doble negación –entre el ya no y el todavía no– que fascinó a fotógrafos tan diferentes como Lewis Carroll o Nobuyoshi Araki. Sin embargo, en los retratos de Carroll o en la colección de niñas de Araki el verdadero protagonista nunca es el retratado, sino la mirada del fotógrafo. En esas fotografías pareciera que asistimos a un robo en el que las retratadas resultan saqueadas juguetonamente por la cámara y posan para un ojo que no las mira donde ellas creen estar. Los retratos de Sanguinetti, en cambio, no colocan a los niños en el espacio del puro objeto. No atesoran la inocencia que se ha perdido, pero tampoco nos ofrecen un insospechado erotismo infantil. Van en busca del podría ser de una transformación que nadie –ni de un lado ni del otro de la cámara– conoce de antemano.
Así, el aparato fotográfico se convierte en una verdadera máquina del tiempo que superpone capas temporales, del mismo modo en que organiza los objetos en el espacio a partir de la profundidad de campo. En la niña que sube por la escalera de mármol y que, como la gran dama que podrá ser luego, se ajusta ahora el zapato de taco, advertimos un pasado que ya se está desvaneciendo y un futuro que todavía no se ha desplegado. El retrato deja el presente como espacio que nos arroja hacia dos direcciones: frente al niño con su saco abotonado es imposible decidir si el saquito anticipa el traje del futuro adulto o si los trajes de adultos recuerdan saquitos como éste usados en la infancia. En otra serie, Las aventuras de Guille y Belinda, Sanguinetti retrata en colores a dos niñas que ensayan el ingreso en la adultez al ritmo del intercambio de vestidos y poses. Pero en Dulces expectativas ese pasaje es mucho menos lúdico. Aquí, los modelos parecen entrar en diálogo con el blanco y negro de la imagen y posan para la cámara con la extraordinaria seriedad de quien espera el porvenir. Tal vez porque, sin saberlo, están siendo testigos del funcionamiento mismo de lo fotográfico. La fotografía –que no registra a alguien pasando por delante de la cámara sino aquello que permanece quieto ante ella– da cuenta, en su fijeza, de un movimiento mucho más esencial. Lo que contemplamos al mirar el trabajo de Sanguinetti pero también cada una de sus fotografías es un instante sustraído del tiempo, que nos invita a lanzar hipótesis sobre el antes y el después de lo que está frente a nosotros. Dulces expectativas advierte que la fotografía se parece al juego de las estatuas vivientes: un juego en el cual nos mantenemos congelados en una pose, idénticos a nosotros mismos y sin movernos del presente, sólo para confrontar en la eternidad de la imagen lo implacable de una transformación incesante.
Imágenes [en la edición impresa]. Dulces expectativas, fotografías blanco y negro, 1997.
Alessandra Sanguinetti nació en 1968, en Nueva York y vive en Buenos Aires desde 1970. Su obra se expuso en la Fotogalería del Teatro San Martín, el Centro Cultural Ricardo Rojas, el MAMBA, la galería Ruth Benzacar. Su obra forma parte de las colecciones del MoMA, NY, y del MAMBA.
Paola Cortés Rocca es Licenciada en Letras y docente de la UBA, y obtuvo un master en la Universidad de Princeton. Publicó Imágenes de vida, relatos de muerte. Eva Perón: cuerpo y política (Rosario, Beatriz Viterbo, 1988) junto con Martín Kohan y colaboró en Página 12, Inrockuptibles y Tres Puntos. En la actualidad investiga sobre historia y crítica de la fotografía durante el siglo XIX en la Argentina.
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