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Marcas de objetos furiosamente locales y giros de uso restringido caracterizan a una corriente importante de la poesía argentina de hoy que intenta, no hablar de la experiencia, sino hacer que la diga el poema. Este artículo sostiene que, cuando el Estado tiende a implantarse en los músculos de la lengua, de nada vale sublimar el “lenguaje de la gente” ni buscar correlatos exteriores a las emociones del poeta. Sólo se sobrepone al conflicto el poema que es un objeto en sí, tal vez intraducible, hecho con partes del rumor que nos rodea.
En El gran furcio, de Miguel Ángel Petrecca, hay unos versos que dicen: “¿Fue en el verano del boom / de las canchas de paddle?”. La primera tentación es “descalificar” estos versos por localistas. Sin embargo, eso que a primera vista resulta un rasgo negativo, leído más de cerca –o de otro modo–, aparece como el rasgo más interesante del libro y como su marca de contemporaneidad.
Son versos que, de antemano, resignan buena parte de la posibilidad de ser interpretados universalmente o, dicho en otras palabras, por todo el mundo: contravienen la idea de que la poesía debe aspirar a ser universal. Esto, otra vez a simple vista, sería una marca negativa. Pero no lo es tanto si uno lee en contra de la corriente. En todo caso, el que lea estos versos –una vez traducidos– en, por ejemplo, Luxemburgo, se tendrá que regodear con su exotismo. Verdaderamente hubo en la Argentina un boom de canchas de paddle. Primero existió la palabra “paddle” (una palabra extranjera que se infiltró en el habla del lugar) y, después, el autor la usó en su poema. Este ejercicio tiene poco que ver con escribir de forma coloquial, sobre todo porque en estos versos la palabra “paddle” se usa con una leve carga despectiva.
En Petrecca hay un trabajo con el habla que no es coloquial. Este es un ejemplo puntual, tomado de El gran furcio, pero sirve para sostener el argumento: la cuestión del habla está presente en un libro de poesía contemporánea cuya marca más alta de sofisticación es, justamente, el trabajo con el habla. Pero ¿con qué habla?
El habla es el tema que interesa a Ricardo Zelarayán en el posfacio a La obsesión del espacio, su libro de poemas publicado en 1972, que al año siguiente se convirtió en la preocupación de todo el grupo Literal. La propuesta de Zelarayán es: un escritor debe trabajar con el habla que lo rodea, el habla del lugar donde vive. Es una cuestión que Zelarayán aborda en pocas páginas y a mano alzada: algo que pone su posfacio en sintonía con el espíritu de esta época. En esta coda, Zelarayán no tiene aspiraciones de declarar una generalidad como, por ejemplo, que la materia para un poeta argentino es el habla nacional o el habla criolla. Y con todo, de alguna manera, es eso lo que se infiere. Además Zelarayán declara: “la única realidad es el lenguaje”. ¿Qué lenguaje? El lenguaje de la gente que está a su alrededor. Dice:
Mi agradecimiento es para la gente que habla, para la gente que se mueve, mira, ríe, gesticula… para la gente que constantemente me está enviando esos mensajes fuera de contexto, esos mensajes que escapan de la convención de la vida lineal y alienada.
Zelarayán no es prepotente pero sí bastante extremista, a punto tal que después afirma: “No existen los poetas, existen los hablados por la poesía”.
Ser un hablado por la poesía y no un poeta es una definición que le calza justo a Juan Desiderio, autor del poema La zanjita. (Algunos tomarán como ofensa la afirmación de que Desiderio no es un poeta. Pero, usando la terminología de Zelarayán, pretende ser un elogio.) Desiderio es tan “hablado” por los personajes de La zanjita que parece que estuviera poseído por ellos (tanto cuando lee el poema en voz alta como en el texto mismo). El texto, como quiere Zelarayán, capta de manera no alienada el habla de la gente que lo rodea. Para Desiderio no se trata de escribir como se habla en general (una tarea platónica), sino de escribir a partir de un habla específica. Para describir determinada tribu, parece decir Desiderio, se debe saber cómo habla esa tribu:
—sí, eran piojo
—no, loco
eran dragone en serio
—espok
no digá boludece y decile a tu piba
que compre faso y gayetita.
En La zanjita, el habla es la materia prima con la que se hace una máquina verbal. Leyendo textos como este uno puede arriesgar: después de las atrocidades del siglo XX, no es que no se toleren “más poemas’’, como dice una cita conocida; lo que se vuelve intolerable son los poetas universales.
El modo de hablar argentino –el habla argentina– es un asunto que se trata en El arco iris de gravedad de Thomas Pynchon. Hay un pasaje de la gigantesca novela posmoderna del norteamericano que abunda en referencias a la Argentina y a personajes argentinos. Esto sería anecdótico si no fuera porque Pynchon revela un conocimiento bastante profundo de la Argentina, por ejemplo, cuando describe los matices políticos y literarios de las distintas partes del país. Cada personaje argentino de la novela parece representar una visión ideológica del país. En un momento, Pynchon describe así el modo de hablar argentino:
La conversación de aquella noche en el espacio de acero estaba llena de eses y de íes griegas palatales, llenas de la peculiar y renuente amargura del español argentino, moldeado por los años de frustraciones, de autocensura, por prolongadas evasiones indirectas de la verdad política, a fuerza de hacer que el estado viviera en los músculos de la lengua, en la húmeda intimidad de los labios …, pero ché, no sós argentino …
La última frase –“pero ché, no sós argentino”– está en castellano en el original. La lengua, entonces, es el músculo con el que se habla. Y según Pynchon la lengua argentina es una lengua en conflicto. Acá cabe hacerse una pregunta: el neobarroco y el objetivismo argentino ¿trabajaron este tema a fondo? Tal vez pueda decirse que Néstor Perlongher lo hizo en Cadáveres. Pero, de hecho, Zelarayán –que sí trabaja estos temas– no es ni neobarroco, ni objetivista argentino, ni coloquialista. Parece ser, en desmedro de las etiquetas, las tres cosas a la vez.
Ahora no se trataría de trabajar con el mo do de hablar argentino en general (de forma idealizada) sino –tal como señala Zelarayán– de ir a lo específico, al habla que a uno lo rodea sin ignorar, a la vez, las peculiaridades idiomáticas más generales que Pynchon detecta en la lengua argentina.
Si en este país, como dice Pynchon, el Estado vive en los músculos de la lengua, la misión de la poesía contemporánea (ejemplificada en el caso de La zanjita) es soltar esa lengua.
En la Argentina, el Estado siempre fue básicamente policial, al extremo de que, por ejemplo, pretende que sus ciudadanos porten dos documentos de identidad: uno emitido por el gobierno y otro por la Policía Federal. En La zanjita, los personajes viven huyendo de la policía. Si Desiderio es deudor del objetivismo y el neobarroco, como dice Martín Prieto, también lo es de Zelarayán. O, siendo más drástico, lo que profesa el posfacio a La obsesión del espacio parece mucho más fuerte o mucho más aplicable a La zanjita que los sustentos del objetivismo argentino y el neobarroco.
Lo cierto es que hay otros –aparte de Desiderio en La zanjita– que trabajan en la misma clave. Un ejemplo es el de Lucía Bianco, en Etiquetas de dulces:
Seguro vienen las naranjas
preciosas redondinas
a minar tu propiedad
con el cuento de llegar
bien por la tarde
se quedan días enteras.
No hay en este texto un intento de registrar el habla sino de trabajar con registros específicos del habla (“a minar tu”, “con el cuento de”, “bien por la tarde”) para crear un objeto verbal. El yo lírico del poema, la voz del poema, Bianco se la encarga a un frasco de dulce (algo que puede llegar a entretener, y mucho, a la academia).
Aquí vuelve a haber una labor formal con el habla que no es deudora del coloquialismo. Y, como quiere Zelarayán, no hay un poeta en el sentido antiguo de la palabra. Lo que hay es alguien que trabaja con las palabras y las frases de su tiempo y su lugar de pertenencia. Así, a partir de la experiencia personal con el habla, logra revelar un mundo que no es una glosa del lenguaje (entendido acá como el modo de uso más o menos establecido del idioma en determinado momento histórico).
Cuando la actitud es esta, lo que menos importa es subrayar la autoría de los textos. A las etiquetas de dulces las escribe alguien, pero una vez adheridas al frasco son anónimas. Nadie firma lo escrito en una etiqueta de dulce. En el libro de Bianco este rasgo se acentúa: cada página viene troquelada como para que sea fácil sacarla y pegarla, por ejemplo, en un frasco. “Los poemas de este librito se editaron primero en frascos caseros”, dice Bianco en una nota al principio, “elaborados y devorados durante más de dos años”.
De modo que el verdadero poema-objeto eran esos frascos. Pero hacer una exhibición de los frascos habría sido demasiado: los dulces eran para comer. ¿Qué puede ser más fugaz que un objeto poético comestible? (Los frascos etiquetados, en tanto, tendrán otro significado una vez vacíos.)
Bianco, por otro lado, se vale de maneras de construir frases, de modismos y de locuciones que remiten a manuales argentinos de la primera mitad del siglo XX a través de los cuales, retomando la cita de Pynchon, el Estado –de alguna manera– entrenaba los músculos de la lengua de la población. Leído así, el poema de Bianco es una burla, casi maliciosamente cariñosa, al Estado argentino (subrayada por el fino juego de palabras del final).
la eme, un libro de Guillermo Daghero, también gira alrededor de estas cuestiones:
mi hermano
maxwell smart
mi hermana
mujer maravilla
el más chico
no sé,
meteoro.
Un lector haragán, no interesado en el oído del autor o en cómo corta sus versos, puede descalificar estos que cito como un “poemita”, un ejercicio coloquial de poco interés. Pero si uno se toma la molestia de leerlos otra vez –o desde otro ángulo– nota que también acá está ante un “hablado por la poesía”. Todo el poema parece estar sostenido por el “no sé” que Daghero detectó en el habla de su lugar. El lector que tenga ganas de hacer el esfuerzo podrá leerlo como un ideograma que forma parte del poema general la eme. (Para leer poesía contemporánea, el que debe esforzarse es el lector.) Siguiendo con el argumento, entonces, el poema de Daghero no es ni neobarroco ni objetivista; no obstante, como otros de su especie, está influenciado por aspectos del neobarroco y el objetivismo argentino (además del coloquialismo). Hay también una fuerte influencia de la poesía visual y concreta (especialmente la brasileña); con lo cual puede decirse que –si existe una lectura crítica del objetivismo y el neobarroco que dio sus frutos– también habría que volver a echar un vistazo crítico a la poesía concreta de los años ochenta publicada, por ejemplo, por la revista XUL (y actualmente, por tsé=tsé). Aunque (se adivina en la eme) este ejercicio ya fue hecho por Daghero.
Lo mismo que en la poesía de Desiderio y la de Bianco, la materia prima de la eme es el habla. Los recursos del concretismo están usados discrecionalmente, del mismo modo en que otros usaron el neobarroco y el objetivismo argentino. Daghero tampoco parece estar muy interesado en alardes de vanguardismo extremo ni en ponerse la máscara de poeta (al menos en este texto); como para dejarlo claro, cada ejemplar de la eme viene con un lapicito. ¿Para qué sirve ese lapicito? ¿Para intervenir el poema de Daghero según el gusto de uno? ¿Para marcar los poemas de otros “hablados por la poesía”? ¿Para subrayar, por ejemplo, los versos del principio del libro de Petrecca? ¿O para escribir uno sus propios poemas a partir del habla que lo rodea?
Para Zelarayán –lo dice en el posfacio–, las conversaciones entre borrachos son “fiestas del lenguaje”. Esta fiesta del lenguaje acepta yuxtaposición de significantes, acepta sonoridad y acepta eso que, despectivamente, se vino a denominar “juego de palabras”: por ejemplo, las aliteraciones de los versos de Daghero o la sonoridad intraducible en “Algunas posiciones consistentes”, un poema de Francisco Cantamutto donde, naturalmente, aparece un “hablado” por la poesía o –para usar una definición del objetivismo estadounidense– la captación de un “habla de nuestro tiempo lo suficientemente singular como para registrarla en un poema”:
Yo sé que
CEPAL en mano
a la postre
Marx a guardar,
pero Taragüí de casa
+ default = Mañanita pa’ matear.
El neobarroco (y pienso en su forma más extrema o en sus epígonos) buscaba alienarse del habla del lugar; el coloquialismo idealizaba la posibilidad de escribir como habla “el pueblo”. El programa del objetivismo argentino, tomándolo en su propósito histórico, consistía en servirse de un lenguaje directo para buscar en el mundo exterior un correlato objetivo de vivencias interiores del poeta. Los textos de Bianco, Cantamutto, Daghero y Desiderio que cité más arriba, en cambio, son objetos poéticos hechos a partir del habla de sus lugares de pertenencia. El habla es el objeto. El efecto poético de los poemas depende sustancialmente de la captación de hablas singulares. Esto los vuelve, como los de Zelarayán, inclasificables.
Los mismos autores se ocupan de quitarles gravedad a los asuntos formales que abordan. Ese gesto exime lo que escriben de todo populismo (otro enemigo declarado de Zelarayán y algo que también desagrada a Pynchon). Y por populismo se entiende acá toda pretensión política más allá del lenguaje.
Parece que, como dice Pynchon, la misión es soltar una lengua alienada por años de control a cargo del Estado policial. No se trata de imponer estos criterios por encima de otros: se trata, simplemente, de sostener que son criterios válidos para escribir, con la adrenalina que provoca correr el riesgo de estar completamente equivocado.
Lecturas. Las citas en prosa son de La obsesión del espacio, de Ricardo Zelarayán (Buenos Aires, Corregidor, 1972) y El arco iris de gravedad, de Thomas Pynchon (Barcelona, Grijalbo, 1978). Los fragmentos de poemas pertenecen a La zanjita, de Juan Desiderio (Buenos Aires, Trompa de Falopo, 1996); la eme, de Guillermo Daghero (Córdoba, Ingenio Editorial, 1999); Etiquetas de dulces, de Lucía Bianco (Bahía Blanca, El Calamar, 2004); Trayectos y circunstancias de emancipación, de Francisco Cantamutto (Bahía Blanca, El Calamar, 2004) y El gran furcio, de Miguel Ángel Petrecca (Buenos Aires, Gog y Magog, 2003). La cita sobre el objetivismo, al ensayo de Louis Zukofsky “Sincerity and Objectification” (1930) reeditado en Prepositions + The Collected Critical Essays (Hannover, University Press of New England, 2000). Martín Prieto, crítico y escritor, discute el legado del neobarroco y el objetivismo en una conferencia incluida en Lo que sobra y lo que falta (en los últimos veinte años de la literatura argentina) (Buenos Aires, Libros del Rojas, 2004).
Martín Gambarotta nació en Buenos Aires en 1968. Publicó los libros de poemas Punctum (Buenos Aires, Libros de Tierra Firme, 1996) y Seudo (Bahía Blanca, VOX, 2000). Es coeditor del sitio www.poesia.com.
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