Otra Parte es un buscador de sorpresas de la cultura
más fiable que Google, Instagram, Youtube, Twitter o Spotify.
Lleva veinte años haciendo crítica, no quiere venderte nada y es gratis.
Apoyanos.
Todas las novelas de Kazuo Ishiguro están escritas en primera persona. La impronta es gramatical, pero las implicaciones son de orden moral y dramático. Dramáticamente, Ishiguro les presta atención a las trampas del yo, los deslices del habla y la distancia entre lo que uno percibe y lo que los demás perciben de uno. Ian McEwan, en la memoria breve “Mother Tongue”, cuenta que al principio escribía en primera persona “obligando” a sus personajes “a confesar”; metafóricamente, dice, buscaba acercar los labios “al oído interno del lector”. En Ishiguro, en cambio, la primera persona no solo evade las recompensas fáciles del intimismo, sino que se presenta como el vehículo de una gran incertidumbre. Los narradores ishigurianos viven ajustando los términos de su identidad presente y los puntos de fuga de su memoria; obsesionados consigo mismos, no comprenden la historia de la que forman parte o la comprenden demasiado tarde, de manera que terminan por agregarle un descubrimiento o una desilusión. Desde Stevens, el mayordomo de Los restos del día, pasando por Christopher Banks, el detective de Cuando fuimos huérfanos, hasta Kathy H., la mujer que cuenta la nueva Never Let Me Go, todos llevan a cabo un austero –aunque laborioso– revisionismo autobiográfico.
Por motivos personales o histórico-políticos, estos narradores se encuentran además fuera de lugar y, como cualquier persona fuera de lugar, se vuelven penosamente conscientes de sus actos. Ishiguro se mantiene siempre alerta a la comedia del extrañamiento y al absurdo de los malentendidos. Ya en su primera novela, Pálida luz en las colinas, hay diálogos enteros que parecen sacados de Harold Pinter. El gusto por el absurdo alcanza su apogeo o, según se mire, su nadir, en Los inconsolables; pero en versión moderada informa incluso los trastornos domésticos de Un artista del mundo flotante. Hay mucho humor en Ishiguro, pero es como en Pinter un humor oblicuo y calculado. Un buen ejemplo aparece al principio de Los restos del día. Stevens acaba de recibir una carta de la antigua ama de llaves, Miss Kenton, en donde cree entrever el deseo de Miss Kenton de volver a la mansión que él regenta: “He releído, debo aclarar, la carta reciente de Miss Kenton varias veces, y no hay posibilidad de que me esté imaginando estas insinuaciones de su parte”. Es un chiste bastante sutil a costa del narrador: de soslayo, la oración revela menos la impavidez de Stevens que una ansiedad mal disimulada, es decir lo contrario de lo que él supone. El autor le guiña el ojo al lector por encima del narrador. Un pasaje así, y hay muchos, revela también una notable habilidad técnica. Ishiguro sabe montar verdaderos festivales de ironía dramática.
Los contornos de esta ironía se definen por una estética mixta. Aunque Ishiguro no es un escritor realista, sus libros albergan observaciones materiales y verosímiles, lo que hace que su tendencia a la alegoría sea tan exitosa. En sus novelas hay un juego de ecos entre el poder sugestivo de las historias y las interacciones inmediatas de los personajes. Dicho de otro modo, la narración se trasciende a sí misma, mientras que el drama, como en el realismo, depende de lo concreto y lo incidental. No es una combinación exclusiva, por supuesto. Los grandes alegoristas modernos –Gogol, Melville, Kafka, Buzzati o Bulgakov– poseen una imaginación de un realismo penetrante. La descripción de la colonia penitenciaria es realista. O pensemos en la famosa guarnición de montaña, tan detallada como el Yonville de Madame Bovary, que mira al “desierto de los tártaros”. La alegoría moderna es además, a diferencia de la medieval, una alegoría abierta, diferida (¿cuál es el sentido final de la ballena en Moby Dick?); no cristaliza sino en lo que Ishiguro llama un “marco metafórico”, un espacio nocional que contiene, amplifica, potencia los significados posibles. Teniendo esto en cuenta, es interesante notar que la prosa misma de Ishiguro se resiste a la metáfora. Pero la moderación verbal parece apropiada. La metáfora introduce siempre una expansión problemática –saltos perceptivos, categoriales– y es como si Ishiguro no quisiera perturbar la estabilidad ganada en la superficie de sus novelas. Nada más ajeno a esta estética que el carnaval retórico de, digamos, Martin Amis.
En Never Let Me Go, la voz es de nuevo concreta, algo alambicada, aunque más distendida que en novelas anteriores. El tono ishiguriano resulta igualmente inconfundible. Narrada por Kathy H., la historia indaga en lo que en Cuando fuimos huérfanos se denominaba “la idea de una misión y la futilidad de tratar de escapársele”. (La observación de Julian Barnes de que los novelistas no escriben “acerca de” ciertos temas, sino obsesivamente “alrededor” de ellos, alcanza plena pertinencia en el caso de Ishiguro.) Al principio, la narradora se presenta como una “cuidadora médica” a punto de “retirarse” tras doce años de servicio. Sus pacientes o “donantes” “siempre se comportaron mejor de lo que se esperaba”. En sus propios términos, Kathy cree llevar una vida envidiable: durante los últimos seis años, por ejemplo, le han “dejado elegir” “donantes”. Pero el mayor de sus privilegios es haberse criado en Hailsham, uno de los mejores “internados del país”. Estos eufemismos burocráticos –todos tomados de las primeras dos páginas– suscitan un primer desconcierto. Por mucho que se nos diga que estamos en “Inglaterra, a fines de los noventa”, y por mucho que la superficie coincida con la de la Inglaterra real, es evidente que nos encontramos en un mundo paralelo, moralmente desplazado.
Hailsham, vamos descubriendo, es una institución donde se crían clones humanos que de adultos donarán sus órganos. Al terminar su educación, los “estudiantes” se convierten en cuidadores médicos que les prestan asistencia a los donantes, hasta que estos “completan” sus “cuatro donaciones” (mueren); más tarde los cuidadores pasan a su vez a ser donantes. La sordina de lo familiar amortigua la moral repulsiva de Hailsham. Gran parte de la historia es reconocible; más aún, el recuento de la adolescencia e infancia de Kathy en el internado, donde conoce a sus amigos Ruth y Tommy, adhiere de manera bastante típica a la novela de educación. Y en un segundo movimiento, se concentra en algo tan mundano como un triángulo amoroso. Kathy estuvo enamorada de Tommy más o menos toda su vida adulta, mientras que Tommy desperdició varios años en una relación de desgaste con Ruth, la mejor amiga de Kathy. Para cuando el triángulo se da vuelta en favor de esta última, es casi demasiado tarde: Tommy se prepara para su tercera donación. Kathy hace así un recuento de oportunidades perdidas. Abundan las frases como “Esto no se me ocurrió en aquel momento”, o “nunca me di cuenta en aquellos días”, o incluso “nunca se me ocurrió que nuestras vidas, hasta entonces tan imbricadas, podrían desenredarse y separarse”.
Esta retrospección asfixiante da pie a uno de los dramas característicos de Ishiguro. En Pálida luz en las colinas, la narradora decía: “La memoria, me doy cuenta, puede ser poco confiable; a menudo está muy teñida por las circunstancias en las que uno recuerda”. En Cuando fuimos huérfanos aparecía un problema complementario: “Mis recuerdos me preocupan más y más, una preocupación agravada por el descubrimiento de que esos recuerdos –de mi infancia, de mis padres– últimamente han comenzado a esfumarse”. Haciendo equilibrio entre dos precipicios, la memoria que engaña y la memoria que falla, Kathy intenta construirse una identidad presente. Pero no es fácil despejar las incógnitas del pasado. El título de la novela, sin ir más lejos, conjuga una de ellas. “Baby, baby, Never Let Me Go” es el estribillo de una canción que Kathy escuchaba de chica, creyendo que se refería a una madre hablándole a su hijo. Con el tiempo corrigió el significado, pero una escena relacionada con la canción le sigue pareciendo misteriosa. Un día que cantaba “Baby, baby…”, acunando una almohada como quien acuna a un bebé, descubrió que una de las jerarcas de Hailsham, “Madame”, la observaba desde la puerta. “Y lo extraño era que estaba llorando.” A los lectores no se nos escapa la causa del llanto: es obvio que Madame reacciona, no ante el juego de Kathy, sino ante la ironía de su inocencia: a esta nena clonada, que por lo demás no puede tener hijos, un día deberán “dejarla irse”, morir. Pero Kathy, hasta bastante entrada la trama, parece cognitivamente cerrada a estas sutilezas. Kathy tiene que aprender a pensar en metáforas, enlazar lo particular y lo general, ver la figura y ver el tapiz, identificar lo falso.
En Hailsham, los alumnos no saben sino someramente qué les espera; viven, de hecho, sumidos en lo que Kathy llama “un acogedor estado de suspensión”, un estado irreflexivo que les permite aceptar un destino inhumano y llevar una vida casi convencional. En la segunda mitad de la novela, ya adulta, Kathy decide investigar uno de los rumores que circulaban en Hailsham: se decía que las parejas de clones que comprobaran que estaban enamorados podrían obtener una prórroga a sus donaciones. Esto no es una cursilería narrativa de parte de Ishiguro. Es una dramatización de la ingenuidad desesperada en la que viven los personajes. Una vez más, lo que está en juego es un problema de interpretación. Las expresiones de deseo suelen interpretarse metafóricamente (“siempre”, en “siempre te amaré”, es una mera palabra enfática); pero el espacio de maniobra imaginaria de estos personajes es tan exiguo que las interpretan al pie de la letra. Así, Kathy y Tommy, que necesitan creer en algún tipo de fábula, rastrean a Madame y a una profesora de Hailsham en busca de respuestas. Los rumores, desde luego, eran falsos. La resignación que permea el final de la novela es menos trágica que amarga: es la resta de la inocencia. No hay rebeldía, sino que los personajes aceptan “la futilidad de tratar de escapar” a su “misión”, su “destino”. Tampoco hay moralinas. La novela es tan pertinentemente concreta, tan atenta al retratar las minucias del mundo imaginario, que su dimensión alegórica no nos afecta sino como un eco, o un fármaco que se disuelve lentamente en nuestro metabolismo.
Margaret Atwood, una excelente alegorista, sostiene que Ishiguro ha elegido un tema difícil, “nosotros mismos, vistos a través de un cristal, oscuramente”. Y el autor, sin proponérselo, le da la razón. “Hay cosas que me interesan más que el tema de los clones”, ha dicho Ishiguro. “De qué manera intentan encontrar su lugar y darle sentido a sus vidas. Hasta qué punto pueden trascender su destino. A medida que se les acaba el tiempo, qué cosas de verdad les importan. La mayoría de las cosas que los afectan a ellos nos afectan a todos.” Las dos son lecturas lícitas (“ellos nos representan”), aunque a posteriori e innecesarias. Y son innecesarias porque la novela misma triunfa de manera alegórica. De hecho, Never Let Me Go expresa una de las paradojas fundamentales de la literatura: al crear un mundo irreductiblemente particular convoca lo universal. En esta empresa, como nota James Wood, la alegoría “se hace indistinguible de la narración misma” y lo fantástico y lo realista comparten sus propósitos. Cuando Flaubert dijo “Mi Bovary llora en cada pueblo de Francia”, estaba apostando por la lumbre alegórica del realismo; porque si leer Madame Bovary solo en clave sería un suicidio estético, leerla solo como un juego de significantes sería asesinar su universalidad. De manera similar, mediante un “marco metafórico” fantástico, Ishiguro logra una máxima resonancia, sin abandonar la individualidad de sus personajes. Imaginando la “densidad vital” de un mundo incierto, les da a varios de nuestros dilemas, en la frase de Shakespeare, “una morada local y un nombre”.
Lecturas. Kazuo Ishiguro publicó seis novelas; Never Let Me Go es la más reciente (Faber, Londres, 2005). Sobre su obra y su generación vale la pena consultar The Modern British Novel de Malcolm Bradbury (Londres, Penguin, 1993, edición revisada de 2001). Hay excelentes análisis del uso y el problema de la alegoría moderna en The Broken Estate de James Wood (Jonathan Cape, Londres, 1999); la reseña de Wood de Never Let Me Go apareció en The New Republic. La de Margaret Atwood puede verse en https://slate.com/culture/2005/04/kazuo-ishiguro-s-creepy-clones.html/. La memoria de Ian McEwan, “Mother Tongue”, está recopilada en On Modern British Fiction (edición de Zachary Leader, Oxford, Oxford University Press, 2002). The Guardian es siempre una fuente confiable de entrevistas y reseñas.
Las historias improbables de Kelly Link: un realismo infiltrado por lo sobrenatural.
La querella entre vida política y vida poética no deja de...
Yuri Herrera, Señales que precederán al fin del mundo, Cáceres, Periférica, 2009, 128 págs.
Pese a que atraviesan las iniquidades más estridentes del México contemporáneo,...
Luiz Ruffato, Ellos eran muchos caballos, Eterna Cadencia, 2010, 160 págs.; Estuve en Lisboa y me acordé de ti, Eterna Cadencia, 2011, 96 págs.
En...
Send this to friend