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Además de tratar de las sectas terroristas, el liderazgo psicótico y otros temas de la época, Salto mortal, la última novela de Kenzaburo Oé, es un monumental repaso de la ambivalente relación entre literatura y creencias. Oé explora los riesgos del fanatismo religioso pero también el poso de sensatez que hay en los que se inmolan por una causa; esto en un relato abarcador que funde la piedad y el furor, el recuento de la Historia y la invención de personajes y lugares, y desasosiega y transforma al lector como las grandes obras del género.
Entre los variados ejercicios de inmoralidad que practican los escritores, uno de los más estupendos consiste en usufructuar novelísticamente la serie incesante de catástrofes que ofrece el mundo actual. En 1995, una extravagante secta milenarista atacó la red de subterráneos de Tokio: Salto mortal, la última novela de Kenzaburo Oé, se sitúa cómodamente en la estela humeante de ese acto terrorista y es un caso asombroso de deglución literaria de lo real. Publicada con exquisito oportunismo al filo del siglo XXI, la novela es también un modelo de demiurgia narrativa, esa antigualla que muchos creíamos extinta. Ponderar sus virtudes y sus ocasionales defectos tal vez resulte oportuno algunos años después del pretendido fin del mundo.
En Salto mortal, Oé imagina una corporación religiosa similar a la secta Aum Shimrikyo y se dedica a realizar su crónica institucional con un fervor realista casi oficinesco. A esta iglesia imaginaria la lideran dos personajes intrépidos: por un lado, Patrón, un oscuro consejero espiritual devenido profeta; por otro, Guiador, un intermediario que traduce en palabras asequibles y contenido doctrinario las dudosas experiencias místicas de su compañero. La teología resultante de sus negociaciones es un sincretismo mesiánico que despreocupadamente recurre al Corán o a Kierkegaard, al monismo spinozista o a la mística sufí. Todo es difuso en el catecismo de Patrón y Guiador excepto la creencia en una deidad impávida y decididamente impersonal, y la insistencia en una división simplista entre aquellos que, ante el fin de los tiempos, se arrepienten, y los que, al rehusarse a la contrición, se condenan para el resto de la eternidad.
En el corazón de esa iglesia en ciernes surge una élite integrada por científicos y universitarios descontentos con el jerárquico academicismo japonés. El proyecto que los congrega es sanguinario y atroz, pero a la vez casi divertidamente razonable: supone desembarazarse de las ambiciones académicas, canjearlas por un plan de ocupación de centrales nucleares y provocar de ese modo una expeditiva destrucción del mundo. Una suerte de jacobinismo escatológico anima a los miembros de esta facción radical: están impacientes ante la flemática marcha del reloj cósmico y los carcome la ansiedad por apresurar un apocalipsis que parece no llegar nunca. A ellos se debe que, dos años más tarde, se produzca el tan mentado “salto mortal” de Patrón y Guiador: un confuso suceso en que los líderes desautorizan flagrantemente su propia doctrina. A esa apostasía pública, que los fieles vivencian con aflicción y que el periodismo explota con la complacencia insana que le es connatural, siguen diez años de hibernación. Entretanto, a los prosélitos despechados y a los rescoldos de la facción radical se suma un extraño grupo de mujeres que viven apartadas en una comunidad rural, aglutinadas por una extraordinaria intensidad de devoción e indisimulables impulsos suicidas. En una secuencia implacable, Guiador es secuestrado, torturado y finalmente asesinado por ex miembros de la facción radical: la novela es el relato minucioso del modo en que Patrón reedifica su iglesia luego de esa fase crítica. Como no podría ser de otro modo, el acontecimiento del salto mortal continúa suscitando interrogantes profusos (¿se trataba de la única opción?, ¿tenía la finalidad de proteger a los fieles y contener drásticamente la violencia de la élite radical?); asimismo, alienta la reflexión contrafáctica (¿qué habría pasado si esa retractación no hubiese tenido lugar?). El parsimonioso suspenso del libro resulta impensable sin la contribución de esa colosal máquina hermenéutica.
Por otra parte, Salto mortal exhibe un universo superpoblado de personajes. Aunque algunos aspiren a protagonizar el núcleo de la acción, el régimen narrativo los somete de inmediato a un resuelto principio de igualitarismo. La trama los recluta a partir de lugares diversos y, si bien resultan difícilmente olvidables, carecen de espesor: Oé se desentiende de la fastidiosa causalidad psicológica y la suplanta por una lógica del exabrupto o la motivación inverosímil. Un pintor divorciado y enfermo, que vuelve a Tokio luego de una larga estadía en una universidad norteamericana, se entromete en la historia sólo por su affaire homosexual con Ikúo, uno de los creyentes más vehementes de la nueva religión. Algo similar ocurre con los jóvenes Ogi y Bailarina, empleados para la organización administrativa de la iglesia. Más tarde, se añaden otros personajes insólitos: Tachibana y Ásuka, por ejemplo, dos amigas provenientes de un foro de discusión sobre El hombre sin atributos integrado por sociólogos, psicólogos y amas de casa aficionadas a la lectura. Tampoco está ausente la inscripción autobiográfica: Tachibana tiene un hermano que, como un doble conmovedor del propio hijo de Oé, sufre una grave deficiencia mental atenuada por un talento musical que roza la genialidad.
(Que las amas de casas conjuguen la lectura de Musil con sus abrumadoras tareas domésticas puede resultar curioso. Nada más natural, sin embargo, en un mundo que se rige por la permeabilidad más incondicional entre la vida cotidiana y los rigores de la Alta Literatura. ¿Debemos asombrarnos de que en otra novela de Oé, Cartas a los años de nostalgia, merodee un silvicultor erudito en la literatura dantesca convencido de que una antología de Yeats es capaz de explicar la totalidad de una existencia? Los ejemplos podrían multiplicarse. En Salto mortal hay incluso un burócrata apasionado por una de las joyas más secretas de la Comedia Humana y un capítulo entero dedicado a discutir los alcances visionarios de la poesía del galés R.S. Thomas.)
Pero, desde luego, la clave bíblica no puede faltar en esa exploración de la paranoia religiosa que es Salto mortal. Fascinado por la figura de Jonás, Ikúo pretende continuar la historia del profeta, no sin antes transformar su malhumor en ira y su vago capricho xenófobo en certezas de aniquilación. La reacción de Jehová, compasivo ante la súbita conversión de los ninivitas, le parece demasiado humana; prefiere rendir culto a un Dios consecuente con sus promesas de destrucción y le entusiasma entrever la ciudad de Nínive carbonizada luego de un incendio fastuoso. Lo desconcertante es que, para Ikúo, la fascinación por Jonás se solapa con su culto a Gusukoo-Gudori. En uno de los episodios más bizarros de la historia fraguada por Kenji Miyazawa, Gudori apremia la erupción de un volcán con el fin de aumentar la temperatura ambiental y prevenir así un desarreglo climático que asolaría la región. Del héroe infantil, Ikúo retiene menos el propósito de la estrambótica empresa ecológica que su arrojada disposición al autosacrificio y, de acuerdo con los influjos paradójicos que el caos de las lecturas tempranas acaba proyectando sobre las ambiciones de la adultez, insiste en escrutar un improbable lazo secreto entre la historia de Jonás y la del vulcanólogo, entre la anunciada destrucción de la ciudad pagana y la programada erupción de un volcán imaginario.
Aunque la novela abunde en presuntos milagros sobrenaturales, el verdadero prodigio es de orden literario y ocurre hacia la mitad del libro: con el pretexto de la reedificación de la iglesia de Patrón, Oé traslada a sus personajes desde el escenario tokiota al brumoso y fantasmagórico paisaje del valle de Shikoku. Toda su obra gira en torno de ese tránsito a la Hondonada natal, y es algo que sus lectores reconocemos con un estremecimiento casi físico. No parece tratarse ya de un mundo creado frase a frase, o novela a novela, sino de algo ontológicamente más intenso: un mundo que provoca la ilusión perfecta de preexistir a la ficción que lo conjura. Al arribar a esa región, la historia de la iglesia de Patrón se confronta con todas la historias desplegadas en las novelas precedentes de Oé. Sedimentados estratos son la materia de un mundo narrativo regido por una ley de acumulación tan estricta como la balzaciana. Por si fuera poco, esa estratificación está ligada a una modesta teoría de las repeticiones históricas, repeticiones que no pueden no involucrar desvíos, ínfimos o desquiciados, respecto del modelo preliminar. (Al igual que Marx, Oé suscribe la distinción entre revoluciones prototípicas y farsescas: en El grito silencioso, Takashi intenta reeditar ridículamente una revuelta capitaneada por uno de sus antepasados; el enemigo, en plena década del sesenta, no es ya el despotismo feudal sino el yugo económico del “Emperador de los supermercados”, un enriquecido empresario coreano.) En la topografía del valle de Shikoku se sobreimprimen lo legendario y lo actual, lo ficticio y lo histórico, lo autobiográfico y lo fabulado. Personajes míticos, como el recurrente Demoledor que colonizó la Hondonada, se superponen a las rebeliones campesinas del siglo XIX; el movimiento de la Base Táctica, cuya historia se relata en Cartas a los años de nostalgia, a la organización tradicionalista de las Luciérnagas Infantiles. Es también el lugar donde se confrontan la Iglesia del Hombre Nuevo –reiteración desviada de la secta de Patrón postsalto-mortal– con los vestigios de otro movimiento religioso, el de la Iglesia del Verde Árbol Ardiente. Junto a ejemplares tan heterogéneos como la Yoknapatawpha faulkneriana, la Región de Benet, la Santa María de Onetti y hasta la infame Tierra Media de Tolkien, el valle de Shikoku enriquece el depósito que la Weltliteratur provee para el acopio de universos paralelos.
Lo cierto es que la poética neodostoievskiana que parece cultivar Oé no puede prescindir de cierto moralismo humanista. Tampoco de cierta intensidad existencial que algunos juzgarán ligeramente arcaica. Sea como fuere, estamos muy lejos de ese momento en que Oé supo apropiarse convulsivamente de la filosofía sartreana y escribir novelas con una crispación estilística digna de Céline. ¿Debemos pensar que, después del Nobel, su pátina humanista se ha vuelto más espesa? Conocemos sobradamente las simpatías éticas de Oé: su defensa del constitucionalismo democrático, de la tolerancia, del pacifismo. Leída ingenuamente, ¡Despertad, oh jóvenes de la nueva era! es un manual de esa propensión pedagógica. Una lectura más detenida, sin embargo, revela de inmediato que la violencia familiar descrita sin remilgos, las cosmogonías estrafalarias de William Blake o una afición autobiográfica que frisa con lo obsceno son elementos que no pueden sino enrarecer el ideario, transfigurarlo, depravarlo casi. Felizmente, el escritor japonés acaba siendo siempre tan ineficaz en su pontificado humanista como Dostoievski en su panegírico del cristianismo. Basta considerar Salto mortal: aunque su sobriedad la expone al riesgo de pasar inadvertida, la suspensión del juicio moral que propone no podría ser más absoluta.
Como si el resguardo ético de la non-fiction le resultara un subterfugio inadmisible, Oé descarta de antemano los protocolos periodísticos que ensayó Haruki Murakami en su libro Underground –una aséptica serie de entrevistas a miembros y víctimas de la secta Aum– e indaga la lógica de los atentados con las estrategias equívocas del más rancio arte narrativo. La parábola que describe Salto mortal es ripiosa y enigmática: en un extremo, hay una pareja de líderes erráticos y una teología insostenible; en el otro, una religión sin Dios comandada por un ex asesino juvenil súbitamente apaciguado. Como en toda buena novela, suponemos que hay una moraleja, pero esa moraleja es ininteligible o desasosegante. La trama es abigarrada, el estilo asombra por lo desmañado, los personajes desconciertan por su discursividad psicótica: Salto mortal, sin embargo, permanece indemne como una enorme alegoría fallida sobre el problema del liderazgo. Es indudable que Oé se ocupa, como pretende cierta crítica filantrópica, de los riesgos del fanatismo religioso. Lo notable es su simétrica obstinación en explorar esos átomos de sensatez que exhiben aquellos que asesinan o se inmolan por mor de lo invisible. Como si se arriesgara a coincidir con lo que aborrece, a Oé lo arrastra una empatía perturbadora hacia sus personajes y, a pesar de toda su prédica contra la violencia, no cesa de reivindicar cierta dosis de furor sin la cual el mundo se volvería estéril, insustancial, horriblemente apacible.
Imágenes [en la edición impresa]. Daniel Buren, La Cabane aux céramiques – 6, trabajo in situ, en “Les Cabanyes de Ceramicà i Espill”, Espai d’Art contemporani de Castello, Castellón de la Plana, España, abril de 2006. © D.B. – ADAGP, p. 7 (Gentileza Estudio Buren); The Eye of the Storm, trabajo in situ en el Museo Solomon R. Guggenheim, Nueva York, marzo-junio de 2005, p. 9.
Lecturas. Salto mortal y ¡Despertad, oh jóvenes de la nueva era! fueron publicadas por Seix Barral, en 2004 y 2005, respectivamente. Anagrama editó, en 1995, El grito silencioso y Cartas a los años de nostalgia. Una reseña desenfadada de Salto mortal es la de Steven Poole: “The R.S. Thomas cult” (en The Guardian, 2 de agosto de 2003). Sobre el libro de Haruki Murakami (Underground, The Tokio Sarin Gas Attack and the Japanese Psyche, Nueva York, Vintage, 2000) puede consultarse el artículo de Ernesto Livon-Grosman “Para una histología de la violencia” (en milpalabras, número 3, otoño 2002).
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