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Circunscribir, circunvolar

IDEAS

 

Un examen del poder manipulador del tópico, pero también de su poco considerada necesidad social.

 

I. La historia social siempre se trama de forma parecida. Ya en los comienzos lo que nos rodeaba era pavoroso: la noche y sus peligros, bestias salvajes, la violencia ejercida por el amo, desastres de una naturaleza fuera de goznes. Bien mirado, las noches de hoy día siguen siendo mortales, en callejones mal iluminados o en los ojos espantados de quienes esperan ver llover misiles o golpear tsunamis. En cuanto al amo de turno, nunca fue tan avezado y panóptico. Motivos no nos faltan para sentir un terror que otros fomentan. Pero el instinto de conservación nos empuja hacia adentro, en compañía de los demás. Lo que nos espera en el núcleo de la frágil condición humana es, una y otra vez, lo social, en forma de disposición a compartir un lenguaje, depositario de la esperanza de seguir vivos y en contacto con lo viviente.

La sociedad se reúne y se conforta al rescoldo del lenguaje. Este proporciona una explicación primitiva de la sociedad, pero una que seguimos cultivando en la era tecnológica. Claude Lévi-Strauss recuerda que no existe distancia infranqueable entre los salvajes y nosotros. La realidad la sabemos menos mensurable que nunca. Ello nos aterroriza, instaurando un movimiento centrípeto que realimenta la vida social. Lo que nos reúne es aquello mismo que nos serena: la ficción de significaciones comunes sobre hechos básicos de una vida que no acabamos de entender. Importa que dichos significados sean concordantes, incluso más que ciertos. Tenemos poco conocimiento de la realidad, interna o circundante. Pierre Bourdieu solía decir que lo poco que sabemos de las cosas son islotes en un mar de ignorancia. Entre ellos tendemos puentes urgentes de comunicación, clasificación y concordancia. Las islas minúsculas pasan a llamarse archipiélagos: Polinesia, Melanesia, Micronesia. Mediante mecanismos similares nacen los grandes tópicos de la vida social: familia, fratría, heredad, apellidos, clanes, sociedades.

El lenguaje constituye la resultante de un pacto de verosimilitud entre seres humanos que continúan siendo pobladores ignorantes y morosos de un planeta que los supera. A tal punto que el lenguaje, sin dejar de ser ajeno y esquivo, acaba ofreciendo una solución pragmática. Es nuestro bien, tanto más extensible y democrático cuanto más tópico lo hacemos. Porque eso es tópico: “perteneciente a determinado lugar”. Las palabras cumplen tal condición cuando son usuales, por frecuentes, y convergentes por triviales, conducentes a un lugar donde se juntan los caminos. Lugares comunes: manera denostada, y feliz, de designar salvavidas lingüísticos. Honran su función si son ordinarios y sabidos por todos. Están allí porque contribuyen a crear un imaginario capaz de ser compartido. Estructuran nuestra vida, auspician acuerdos aparentes sobre diversos asuntos, brindan una lingua franca insoslayable, permiten vivir simulando tener –o confiando en conseguir– los mismos sentimientos que todos. No es poco.

 

II. En las sociedades de hoy día no tenemos sólo mandamientos. Ni únicamente proverbios sueltos o hagiografías edificantes. Disponemos de verdaderas cadenas de pensamiento práctico. Gozamos de exhaustivos diccionarios, refraneros muy anotados y codificados, exigentes manuales del buen hacer en materia retórica, militar, política, religiosa. Tamaño instrumental nos sirve para tender puentes entre lo (poco) conocido. Hasta que lo (mucho) ignorado queda cubierto por opacas o brillantes líneas de comunicación. Impulsados por la búsqueda de protección y las ansias de devolución, trabajamos para que todas las circunstancias se transformen en casos de un discurso difuso que se va configurando a fuerza de ensayar enlaces lógicos entre territorios alejados y mal comunicados. George Lakoff da una pista para entender el lugar común. Dice: “Todos disponemos de lo que ciertos sociólogos denominan folk theories”. Sugiero tenerlas por teorías ad hoc o teorías prácticas. Son racimos de comprensión implícita sobre cómo funcionan muchos aspectos de la vida: normas de higiene, reglas matrimoniales, usos de la autoridad. En estos y otros casos se da una fiel adecuación entre procedimientos valorativos y fórmulas lingüísticas que se transmiten (y hasta se contagian) de idioma a idioma. De forma que el tópico instaura conjuntos complejos que llamamos escuelas, estilos, lenguajes corporales: buenas o malas maneras para identificarnos y comunicarnos con rapidez, con o sin palabras, aquí y allá, hoy, mañana o pasado. El sistema de casos encadenados resueltos (zanjados acaso porque enlazados) funciona como tópico, medicamento externo al servicio de un siempre precario y problemático restablecimiento del cuerpo social. Dice Velden Rosezno Jr., hijo del ocurrente maestro de igual nombre: “Infelices los que denigran el tópico. Porque el tópico es un don compartido, lo que la fantasía de las generaciones nos legó como punto de partida”.

¿Habrá entonces algo, en el lugar común, de refugio o posible residuo de una verdad del caso? Eso rumiamos al escuchar al juez de paz que nos casa, desgranando el rosario de virtudes cívicas sin las cuales nuestro connubio fracasaría, debilitando de paso el tejido social. Lo oímos distraídos, pensando en la parranda. O sofocados de calor, sumidos en la extrañeza de vestir traje y corbata. Pero atendemos con paciencia y seriedad, porque sabemos que dice lo que tiene que decir: verdades de Perogrullo, cierto, aunque necesarias para que los asuntos privados prolonguen la marcha ordenada de los públicos. El discurso se repite de una boda a la siguiente porque tiene que repetirse y así conviene. Al hilo de toses, murmullos y clic-clic de fotos, el funcionario nos recuerda lo obvio: lealtad, seriedad, generosidad, valentía, madurez, paciencia. Ni un gramo de religión para este retrato robot del héroe civil republicano. Pero sí un quintal de comprensión del trasfondo de las cuitas comunes. La situación acaso no concite especial adherencia por parte de los oyentes. Tal vez nadie se sienta más motivado tras la ceremonia. Ni reconocería profesar la fe que allí salmodian. Sin embargo, si no son obtusos, los asistentes callarán y acatarán, porque el discurso moviliza y ejecuta (aquí: en el caso del matrimonio y la familia) la llamada corrección política. En casos como este, no dudo en apoyar lo tópico. El juez casamentero nos recuerda que el imperio de la ley democrática (cuando se aplica, claro) es la menos mala de las férulas posibles. Igual hace, en su terreno, el director de escuela hablando a las familias con ocasión de la clausura del curso escolar. Y el presentador del pronóstico del tiempo, reiterando relieves, nombres y características del territorio de todos. Y el profesor de historia nacional, por patriotero que nos toque. Y el presidente, cuando abre la sesión anual del Congreso de la Nación. Toda sociedad es un proyecto ambicioso y sostenible para concordar (dentro de lo posible) con miras al desarrollo de un producto, la democracia, patentado en Grecia hace 25 siglos y objeto de incontables avatares, siempre en pos de lo mismo: la plasmación de un lugar común civilizado. ¡Qué duda cabe de que buenos lugares comunes como estos se prestan como pocos a la inflación retórica, pecan de reiteración, abundan en peticiones de principio y a menudo son vagos y de talante abstracto! Aun así, los mantenemos y extendemos. Seguimos necesitando que repitan con fuerza lo básico, que expresen con claridad la estructura (racional y emocional) de lo que nos vuelve ciudadanos.

 

III. Los lugares comunes son, al mismo tiempo, cenagosos territorios de la obligación. Salvo casos aislados (estadísticamente insignificantes) de comunas agrícolas, tribus amazónicas y sectas enclavadas en la precordillera, el común de los mortales se concentra en los sitios que señala el devenir de la humanidad, crecientemente el espacio reducidísimo de las ciudades. Es difícil imaginar un éxodo masivo del escenario de la vida común. ¿Cómo romper, entonces, el continuo de la repetición?

Una vez conseguida cierta necesaria estabilidad gracias al pegamento de la lengua, es frecuente que el tópico cambie abruptamente de signo. Si es cierto que el tópico constituye nuestra rueda de la vida mental y social, el juego político bien podría ser entendido como el uso legitimado de la persuasión colectiva mediante la fabricación, difusión e inculcación de tópicos convenientes para la estabilidad de las instituciones gubernativas vigentes y, como colofón, para la continuidad del elenco de funcionarios que las encarnan. Incluso visualizando políticos con buena intención, la práctica política no nace siempre por una pretensión de veracidad u objetividad (moralidad) sino, de forma preponderante, por afán de resolver problemas (utilidad). En democracia, la ciudadanía ha de apoyar (votar o vetar) las medidas que invita a adoptar el político. Para que todos le entiendan bien, este facilita al máximo sus mensajes, mediante eslóganes o clisés: pleno empleo, derechos humanos, identidad nacional. La ciudadanía devuelve esos piropos en forma de ratings que gotean de continuos sondeos de opinión. Existe igualmente la periódica liturgia de las elecciones, que entroniza al más popular. En el producto democracia, hoy la asamblea es invisible, telemática. El hecho es que la política exacerba su función comunicativa: procura establecer una relación en tiempo real entre dirigentes y dirigidos. Y del ámbito de la comunicación acentúa la faceta comercial: vender (programas, medidas, candidatos). Si el ágora se muda en mercado, señal de que el ciudadano se tornó consumidor, cliente. Los contenidos enflaquecen, menudea la imagen. La política se vuelve capítulo de la actividad publicitaria.

Lo dicho antes es más que metáfora. La actual pedagogía publicitaria (común a derecha e izquierda) busca la máxima persuasión posible, basándose en una serie encadenada de supuestos: la experiencia perceptiva, las necesidades emocionales, la capacidad deductiva, la confianza que el emisor consigue despertar en nosotros. Los publicitarios no se cansan de recordar que un anuncio es simple persuasión. Ahora bien, dada la situación preeminente del jerarca, de su consejero político y de su agente publicitario, muy lejos por encima del votante, ¿quién lograría separar la persuasión de la manipulación?

 

IV. Es un hecho que la pedagogía político-publicitaria a la que me refiero codifica el lenguaje común en palabras que suenan bien, que parecen positivas, que llaman la atención, pero ocultando intenciones que pueden ser opuestas a lo que dicen manifestar. La manipulación publicitaria ha sido un arma contundente en manos de políticos de todos los tiempos. Tomemos el pan y circo de los romanos. Consistía en tirar unas migajas de pan y emoción compartida, a fin de activar la adrenalina de los cuerpos y dejarlos lasos y repletos. Recuerda a las actuales democracias de emoción de las que habla Paul Virilio, o a la sociabilidad de estadio analizada por Peter Slöterdijk. Miremos también la doble moral de Maquiavelo. El príncipe se impone con mano de hierro. Pero la oculta en el guante de seda de un discurso demagógico, humanista, hecho a la medida del deseo. A veces el manipulador es tomado por héroe, como ocurrió hasta el cansancio con Napoleón o Mao. Muchas otras, el político malamente cínico se muestra vulgar y se torna villano: Bush Jr. y Menem están ahí para ilustrarlo.

Tan antiguo y abundante como la manipulación por jerarcas poco escrupulosos es, sin embargo, el desmontaje de tópicos pervertidos, emprendido por quienes no aceptan razón de tales jefes. Conviene no perderlo de vista: si el tópico parece inevitable, no lo es menos la decodificación de sus procedimientos. Este continuo vaivén ocupa un lugar estelar en el desarrollo político moderno. La obra escrita por Marx antes de El capital brinda equipamiento argumental con vistas a la lucha ideológica de clases: en su estela, y de forma convincente, otro tanto hicieron Lenin, Gramsci, Mariátegui o Adorno. Identificar lobos escondidos bajo piel de cordero define el objetivo mismo del trabajo crítico. Sin distinciones ideológicas. Theodor Reich y Herbert Marcuse, Pierre Clastres y Armand Mattelart, Theodor Roszak y el Foro de Porto Alegre, Roland Barthes en sus Mitologías: ¿qué otra cosa hacen sino desatornillar, con minucia y tesón, abstrusos engranajes de lugares comunes, a fin de ventilar la libertad del pensamiento y la acción?

En este linaje crítico se inscribe Unspeak, del británico Steven Poole. El adjetivo unspeakable designa en inglés al mismo tiempo (observen bien): indecible, inexpresable, inenarrable, incalificable. Unspeak, término de nuevo cuño, define una forma de mostrar (hablando) que se las ingenia para ocultar (omitiendo) lo que no se puede o no conviene decir. Equivale a proyectar luz pero de tal forma que encandile, impidiendo distinguir el foco que la proyecta. Así es, para Poole, el habla de los políticos. Podríamos traducir to unspeak como implicitar. Siguiendo la huella del citado Slöterdijk (a quien no menciona), Poole se dedica a explicitar lugares comunes que pretenden “persuadir a hurtadillas”. A la operación de unspeak, opone su speak out, un hablar con claridad y en voz alta. Entre muchos términos que analiza está bienestar social, inscrito en el programa electoral de los conservadores de David Cameron, quienes ganarán, según las encuestas, los próximos comicios de Gran Bretaña. La inclusión sorprende: ¿no remite acaso a un progresista Estado de bienestar? Si así fuera, implicaría que la esfera pública imaginada por los tories piensa asumir la responsabilidad de aliviar situaciones urgentes, contribuyendo con fondos públicos a mayor equidad. Pero no. Significa lo contrario: a juzgar por declaraciones recientes de Duncan Smith (posteriores a la aparición del libro y que, sin querer, lo ratifican), de lo que se trata en realidad es de ahorrarle dineros al Estado, transfiriendo numerosas preocupaciones sociales a organizaciones de voluntariado, ONG y otras. Poole ilumina la letra pequeña del contrato conservador haciendo notar que, si bien no hay en él nada estrictamente falso, lo engañoso es la forma en que se vierte en eslóganes llenos de disimulo, como el comentado. Poole llega más lejos: se detiene ante la teoría escondida que sustentan numerosas fórmulas políticas actuales, denunciando el propósito de imponer la prefiguración de un modo de gobernar meramente administrativo (saintsimoniano, diría) y de un Estado separado de la sociedad, poco dispuesto a distraerse con minucias como la pobreza y esas cosas. Revisa buena parte del catálogo disponible de lugares comunes de la política contemporánea, por ejemplo: carga fiscal, derecho a la vida, comunidad, proceso de paz, terror, etc. Cuenta cómo y quiénes fabrican los tópicos de las grandes potencias o cómo se urdieron, milimétricamente, ciertas modificaciones en la terminología oficial de las Naciones Unidas suprimiendo, por ejemplo, el urticante calentamiento global por un deslavazado cambio climático. Poole se pregunta: “¿Hay realmente pequeños hombres grises, aposentados en despachos secretos, decidiendo las palabras precisas para embaucar a la gente?”. Poole afirma que sí. Su obra es una requisitoria de grueso calado.

 

V. No basta con denunciar. Siendo muy valiosa (en ocasiones lo único posible), la de-construcción completa un círculo demasiado habitual, demasiado férreo, cuyos segmentos hemos revisado:

  • el tópico nace de la necesidad de acuerdos;
  • es amplificado con buenísimas intenciones para uso de todos;
  • es capturado y desviado por unos pocos con aviesos propósitos;
  • finalmente lo denuncian algunos que están cerca (socialmente) para comprender la tramoya, pero lejos (moralmente) de aceptarla.

Ahora bien, ¿cómo romper un círculo que parece vicioso cuando no podemos cambiar de escenario? Anotemos al menos un par de ideas.

  • Denunciar las falacias del lenguaje existente pareciera implicar la urgencia de forjar otro de recambio. ¡Nada más difícil! El lenguaje nuevo es infrecuente. A buenas sabemos cómo denunciar tópicos malos. Pero no sabemos, a veces ni sospechamos, qué poner en su lugar. Además, lo nuevo adviene muchas veces casi por casualidad, se impone mediante mecanismos obscuros, sucede fuera de la voluntad planificadora de la mente. Lo que en cambio tenemos a mano es la capacidad, inteligente y subversiva, de modificar las connotaciones y denotaciones de las viejas palabras comunes. Por caso: cuando el necesario tópico de la democracia se pervierte, no es bueno deshacerse de él (como suspira alguno) ni volver a sus meros orígenes griegos (muy imperfectos). Lo que hace falta es volver al impulso inicial del lenguaje, si hace falta a la etimología, y ponerla de acuerdo con una constelación de conceptos característicos de la mentalidad contemporánea: igualdad civil y laboral, derechos humanos, desarrollo sustentable, paz. La vieja lección de los buenos cínicos, los alejandrinos, sigue delante nuestro: paracharáttein tò nómisma, cambiar el valor de la moneda, de lo que se intercambia, en buenas cuentas de las palabras.
  • La actitud anterior no cosecha frutos si no consigue traducirse en acciones distintas. ¿Actuar dónde? Maurice Merleau-Ponty solía repetir: “La filosofía de Sócrates se contiene enteramente en su relación con la ciudad”. En un mundo cuyos dramas y esperanzas más y más ocurren en ciudades, el espacio urbano es idóneo para proporcionar nuevos lugares comunes, permitiendo el nacimiento de tradiciones y comportamientos. Las culturas se mezclan y progresan en las metrópolis, como parte de un movimiento social del que constituyen vastísimos ágoras. ¿Actuar cómo? Enquistarse en el espacio común, introduciendo dosis de experiencia personal. Obrar sobre lo microsocial, como hacen ONG, movimientos de base o el banquero de los pobres. Comenzando de forma inmediata, sin esperar reunir condiciones objetivas. Explorando espacios vacantes para ocuparlos (el poder tiende a concentrarse y abandona lo que no le proporciona rendimientos). ¡Atención!: se trata de volar, aclara Oliverio Girondo. Pero quizá hay algo que dé más satisfacciones que volar: ascender, encontrar un territorio que no está ni arriba ni abajo. Lo dice Rilke: “Vivo mi vida en círculos crecientes / que pasan por las cosas”. Desde las ciencias sociales, Dipesh Chakrabarty por su parte propone “habitar lugares que ya han sido habitados por otros”. Predica el dwelling:“crear moradas en vez de buscar raíces”. Aquí puede estar la hebra de un tópico apto para el siglo XXI. Renovador en sus palabras, íntegro en intenciones y comportamientos.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Lux Lindner, de la serie "Las Princesas Vivirán, Las Terroristas Morirán".

Lecturas. La cita de Dipesh Chakrabarty procede de Provincializing Europe: Postcolonial Thought and Historical Difference (Princeton, Princeton University Press, 2000). Ver también: Cosmopolitanism (Durham, Duke University Press, 2000). George Lakoff es autor del célebre Metaphors We Live By (Chicago, University of Chicago Press, 1980), pero la cita proviene de Framing is About Ideas and Values (NY Times Magazine, agosto de 2005), sobre manipulaciones conceptuales en el tema del aborto. Peter Slöterdijk centra su libro Écumes (París, Maren Sell, 2005; original alemán de 2003) en la noción de explicitación. Llega a decir que “la explicitación es para nuestro tiempo el verdadero nombre del devenir” (p. 77). De Steven Poole, Unspeak: How Words Become Weapons, How Weapons Become a Message, and How That Message Becomes Reality (Brown, Little, 2006). Se pueden consultar numerosas reseñas del libro en: http://stevenpoole.net.

 

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