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Una antropología de lo fugaz

NARRATIVA

 

Acerca de Ómnibus, el reciente libro de Elvio Gandolfo, y su peculiar forma de interrogar lo habitual.

 

En un lejano 1998 (para el lector con problemas de adicción literaria nueve años de espera son demasiados), Elvio Gandolfo publicó su último libro de cuentos, Cuando Lidia vivía se quería morir, que incluye, entre otros tesoros, el mejor espécimen del género “mi padre y yo” que se haya escrito dentro de la literatura argentina. “Filial” es una celebración de la excepcionalidad del padre, de su historia, sus talentos y hasta de sus manías, que el hijo escribe desde la afirmación de su propia rareza, asumiendo en el estilo, en la forma y el tono que le inventa a la narración, la metamorfosis de lo heredado en algo nuevo y desconocido. El hijo primero se reconoce y se proyecta en la imagen del padre (la conmovedora imagen del comienzo, la del hombre de más de setenta años caminando con la bolsa de hacer los mandados, en la que la fascinación del narrador descubre una calidad muy especial de belleza melancólica, mezcla de elegancia y fragilidad), para poder aventurarse después, cuando la intensidad de la mirada revele los contornos secretos de esa presencia familiar, en la exploración de un imaginario sin autor ni límites definidos, su vida como posibilidad. Con la sobriedad justa como para que la emoción contenida se transmita al lector sin degradarse en sentimentalismo, la prosa de Gandolfo sintetiza este recorrido existencial en las dos últimas frases de la narración. Del gesto maduro de la reconciliación pasamos a la autopercepción en clave de relato de aventuras: después de reconocer que padres e hijos sólo hacen, los unos por los otros, “necesaria y estrictamente lo que pueden”, el narrador se observa por última vez y decide que el ómnibus que lo lleva a Buenos Aires con el manuscrito del último libro de su padre partió, como una nave pionera, “rumbo a lo desconocido”.

La equivalencia entre relato y viaje se remonta seguramente a los orígenes del arte de narrar. En la literatura de Gandolfo la encontramos, antes de pasar por las últimas frases de “Filial”, en el comienzo de otro cuento notable, “Ferrocarriles argentinos”, en el que un tal Estévez realiza su vocación literaria, sin necesidad de escribir una línea, a través de los juegos de observación y reflexión que se adueñan de su conciencia ni bien se sube al tren que lo lleva, dos veces al mes, de Rosario a Buenos Aires. Esos viajes sustituyen a las historias policiales que alguna vez pensó escribir porque la posibilidad de disfrutarlos depende, como en aquellas, de la felicidad con la que se articulen durante su desarrollo las secuencias estereotipadas con los detalles irrepetibles. Aunque Estévez no lo sabe, la calidad literaria de esos viajes es un efecto, antes que de la estructuración de las acciones, del punto de vista desde el que se las presenta: el estado de atención propio del ser en tránsito, una combinación potente y peligrosa de suspensión y receptividad (en uno de sus “Argumentos” Saer escribió que “se viaja siempre al extranjero”, para darnos a entender que incluso en los desplazamientos hacia un destino cercano y familiar, por lo mismo que nos abrimos a los placeres de lo posible, corremos el riesgo de perdernos en el descubrimiento de algo extraño de nosotros mismos si la atención viajera se contamina de irrealidad).

La figura del viajero frecuente entre Rosario y Buenos Aires capaz de vivir cada desplazamiento como una aventura literaria reaparece, pero ya sin la máscara del personaje, en Ómnibus, una incursión de Gandolfo por los dominios de las escrituras autobiográficas que se publicó el año pasado. No es fácil (tampoco interesante) nombrar directamente el género al que pertenece este libro, sobre todo porque al leerlo se nota que el autor disfrutó mucho con esa indeterminación. En el arranque hay un claro gesto ensayístico: Gandolfo dice que se decidió a escribir sobre las decenas de viajes que hizo a Rosario en el último par de años para tratar de comprender por qué, si antes detestaba trasladarse en Ómnibus, ahora no sólo lo tolera, hasta lo disfruta. En este misterio módico se envuelve y manifiesta otro de resonancias más amplias, “un tema más general” que no se sabe bien en qué consiste pero que parece estar ligado al espíritu de los tiempos que corren en la vida del escritor-viajero. La presencia esquiva de eso que se adivina esencial es lo que convierte ahora el antiguo suplicio de viajar en Ómnibus en una experiencia serena “pero a la vez maleable, densa, cargada de algo”, algo real. Podríamos decir, abusando del lugar común, que Gandolfo escribió este libro para provocar o acechar la revelación, que presentía inminente, de ese misterio, con la confianza en que, no importa con cuánta perseverancia y lucidez lo contornease, sin embargo no ocurriría. Lo que más acá de su improbable atribución genérica le da a Ómnibus un estatuto literario definitivo es la intensidad con la que el estilo de Gandolfo, ese estilo que oscila entre el lirismo y el golpe de humor deceptivo, como para que las fuerzas de la emoción y las de la inteligencia no se subordinen unas a otras, explora detalladamente los caminos que se abren a partir del diálogo con lo incierto sin imponerles una dirección convencional. (Este libro no es testimonio más que de la voluntad y el deseo de que se lo escriba. Dicho de otro modo: el misterio que recorre lo que pasa durante los viajes de Gandolfo entre Buenos Aires y Rosario los excede, pero no los convierte en símbolo de alguna otra cosa.)

Ómnibus también nos hace pensar en un ensayo por la forma en que su desarrollo, tentativo y fragmentario, se desvía de lo que fue el proyecto originario del autor (escribir algo con “la unidad y la contundencia de un cuento”) y, a fuerza de digresiones, se prolonga bastante más allá de lo previsto, en busca de una textura y un ritmo que convengan a la configuración de lo misterioso. Como la retórica que modela esa búsqueda es la que corresponde a un ejercicio de “autoinspección” insistente pero discontinuo, siempre en estado de recomienzo, la sintaxis narrativa de Ómnibus nos hace pensar también en las secuencias de un diario íntimo, ese género que produce un efecto de vida incomparable porque presenta la sucesión de los días como un proceso sin origen ni fin determinados, puro transcurrir que hoy adopta la máscara rígida del cumplimiento de un destino y mañana la más ligera del acontecimiento azaroso. Durante varios años Gandolfo viajó con frecuencia (una frecuencia entre mensual y semanal, según los compromisos laborales) de Buenos Aires a Rosario, ida y vuelta; en algún momento también indeterminado de ese ir y venir comenzó a “llevar” un libro en el que se propuso registrar todo lo que pasaba en los viajes dentro y a través de las ventanas de los Ómnibus, desde la distribución de los asientos al estado de los baños, pasando por el humor de los choferes, las comodidades de los servicios especiales y el espectáculo o el fantasma de los accidentes trágicos. Para poder cumplir con ese programa de “interrogación de lo habitual”, según la consigna que encontró en un texto breve de Georges Perec, le exigió a su arte la precisión necesaria para fijar, o al menos señalar, los matices imprecisos de algunas realidades triviales y la belleza fugitiva del paisaje en los días de otoño. A sus ya probadas y eficaces destrezas de narrador les reservó el registro de algunos encuentros y algunas conversaciones con otros viajeros (dentro de este libro que esquiva la linealidad del relato, porque quiere darse una forma semejante a la de la vida, se pueden encontrar algunas historias extraordinarias, como la del hombre del granizo, que seguramente se fijará en la memoria del lector como la huella de un sobresalto). Ómnibus también nos recuerda el discurrir espiralado de los diarios íntimos, en los que se vuelve siempre más o menos sobre lo mismo, la fuga del sentido de la vida, porque su andar reflexivo está pautado por la alternancia entre el deseo de continuar y el de abandonar la escritura que se posesionó de Gandolfo apenas comenzó a “llevarlo”. Los saltos temporales que quedan registrados sin una explicación que los justifique (entre la escritura del segundo capítulo y la del tercero pasó más de un año; entre la del tercero y el cuarto, varios meses) señalan claramente que cada recomienzo ha sido un triunfo sobra la más peligrosa y placentera de las voluntades que mueven a quienes llevan un registro periódico de sus vidas, la de diferir. Como todos los diarios de escritores, cuando Ómnibus expone, sin revelarlas, las razones secretas de su composición, porque alimenta en el lector un deseo de sentido irrealizable (¿qué pasó entre una secuencia y otra?, ¿por qué el proyecto vaciló de tal manera?), se deja leer también como una novela.

La escritura de Ómnibus comparte con la del diario íntimo el enraizamiento en el presente, la continua revisión del pasado de acuerdo con los intereses actuales y el saberse abierto a lo desconocido. En este tiempo, o esta dimensión del tiempo a la que accede por el acto de escribir, Gandolfo procesa un saber sobre las cosas de la vida (que es, en principio, un saber cambiante, provisorio, sobre lo que ocurre en los viajes a Rosario) fundado en el reconocimiento del valor de la alternancia y la fugacidad. No importa cuán significativo sea un momento, el que lo sigue podría devolvernos la certidumbre de nuestra trivialidad porque, incluso si transcurre en su tiempo preciso, todo momento termina, o mejor, todo momento recuerda, al consumarse, su desaparición. Esta es la lección melancólica que Gandolfo aprendió mientras escribía “Filial”, la que dice –entre lo que dicen las palabras del relato– que la melancolía, la aceptación de la coexistencia de la vida y la muerte, es el estado propicio para que la atención pueda fijarse en ciertas realidades que de otro modo perderíamos, por incapacidad de notarlas o de soportar su futilidad. El espíritu del tiempo en el que transcurren y se escriben los viajes a Rosario, un tiempo de dispersión serena, regida por un equilibrio precario, es el de una apertura a lo que la vida puede tener de intenso (hablamos de una intensidad discreta, sin estridencias melodramáticas) en razón de su inesencialidad. El escritor-viajero se presenta, con humor, como alguien que acaba de entrar en “el otoño de la vida”, no porque lo abrume un sentimiento de decadencia, sino más bien porque en algo se identifica con los árboles otoñales que un día descubrió al costado de la autopista: como en ellos, la certidumbre de la muerte y el recomienzo de la vida a veces se enlazan en su espíritu con tranquilidad.

Hay en Ómnibus una imagen recurrente que remite al mundo del que el escritor-viajero tuvo que apartarse, al que tuvo que renunciar, para alcanzar la madurez que hoy le permite, no sólo tolerar a los otros, sino reconocerse en ellos, la de la adolescencia. El mundo de los adolescentes (Gandolfo piensa sobre todo en el que compartió con sus hermanos) es tan fascinante como terrible y mezquino porque está gobernado por el miedo a crecer. La figura que mejor lo representa es la del repliegue paranoico (por eso se puede decir que la ciencia ficción es un género “brutalmente adolescente, lo que constituye su límite y su encanto”). En contraposición, el estado de madurez, que se sabe y se quiere provisorio, está representado por la figura de la expansión serena, una disposición activa a dejar “entrar lo que llega” que nunca está dada, que hay que ejercitar. La escritura autobiográfica de Ómnibus es un ejercicio de impersonalidad que deja abiertas las puertas para que en el pensamiento estalle la evidencia –a veces tan difícil de admitir– de que todo destino es, de algún modo, colectivo, que las circunstancias en las que alguien viaja a Rosario una vez por semana no son más excepcionales que las que rodean el vuelo de un ave migratoria dentro de la bandada, en todo caso, no más excepcionales que las de otros tantos viajeros frecuentes en los años noventa.

Gandolfo incluyó como apéndice de su libro el ensayo en el que Perec esboza los fundamentos de una antropología de las “cosas comunes” a través de la cual podríamos aproximarnos a “nuestra verdad” con mayor fortuna que cuando interrogamos la espectacularidad de algunos “acontecimientos extraordinarios”. Es indudable que el llamado a interrogar lo trivial y lo fútil para acechar el corazón secreto de nuestros hábitos encontró respuestas en los ejercicios literarios y espirituales que recorren las páginas de Ómnibus. También, que Gandolfo tuvo que desviarse por lo menos en tres ocasiones de ese eje programático para que pudiesen entrar en el registro de sus vivencias de viajero los fragmentos de una experiencia amorosa. Se sabe: ninguna historia de amor puede escapar a la trama que construyen los hábitos sentimentales, pero el amor, que no sabe más que de recomienzos, sin ser espectacular, ni siquiera perceptible más que por sus efectos, es el más extraordinario de los acontecimientos extraordinarios. En esa irrealidad fugaz, que es al mismo tiempo fuente de encanto y perturbación, lo capturan las notas del escritor-viajero cuando nos dejan entrever los afectos sin nombre que pasan por la conversación en la que se sostienen, a veces con una naturalidad envidiable, otras con esfuerzo, un hombre y una mujer que hasta hace poco eran amantes y que ahora se reencuentran en el Ómnibus que los lleva a Buenos Aires. Sin adecuarse por completo a las convenciones de ninguno de esos géneros, el último libro de Elvio Gandolfo se puede leer como un ensayo, un diario íntimo, una novela, y también como una carta de amor. Una carta dirigida a “la mujer de ojos marrones” que, a favor del amor, para que pueda repetirse sin tentar siquiera la realización improbable, acaso no espera respuesta.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Lux Lindner, de la serie "Cabezas de Carácter de la Imaginación Ultrafinanciera".

Lecturas. Ómnibus fue publicado en la segunda mitad de 2006 por Interzona.

Alberto Giordano es profesor de la Universidad Nacional de Rosario. Algunos de los libros que ha publicado son: Razones de la crítica. Sobre literatura, ética y política (Buenos Aires, Colihue, 1999), Manuel Puig, la conversación infinita (Rosario, Beatriz Viterbo, 2001) y Modos del ensayo. De Borges a Piglia (Rosario, Beatriz Viterbo, 2005).

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