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Padres, hijos, inmadurez, cálculo y el peso del tiempo sobre un mundo cerrado en el relato ático de Sierra Padre, de María Martoccia.
Entre los lugares comunes que me desalientan hay uno que merece distinción por su asiduidad. Se trata de “sólo quise contar una historia”, especie de coartada inconfundible que hermana a escritores, periodistas, cineastas –y hasta a filósofos– en el momento en que tienen que defender la insuficiencia de su desempeño con la escasez de sus argumentos. En el fondo de esta lastimosa acuñación parece afirmarse una culpa residual por el hecho de trabajar con las palabras y, eventual o milagrosamente, vivir de ellas. Un eco mezquino y amistoso recuerda otro imperativo disfrazado de modestia: “Hay que tener algo que decir”. En la medida en que estos requisitos miserables anulan las misiones más convencionales del arte, y borran de paso las fronteras entre la superficie verbal y la realidad a secas, se afincan como verdades indiscutibles. Estoy esperando –tal vez me lo haya perdido– al director técnico o al boxeador que, para justificar el triunfo o disimular la derrota, concluya: “Sólo quise contar una historia”.
Sierra Padre de María Martoccia deja oír una historia larga y otras breves, anécdotas previstas o imprevisibles del arte de contar, escritas con menos palabras que las que usaría para hacerlo la mayoría de los narradores locales. Y no es que falten o haya pocas palabras en esta novela sino que son tan precisas que ninguna parece ornamental. Sin embargo, como en los mejores tiempos de la literatura, los tiempos en que contar una historia era placer inherente y compartido, el lenguaje prevalece. Prevalece sin ocultar. Por un lado, una fluidez lacerante obliga a avanzar por senderos y direcciones evasivos, toccata y fuga que ayuda a considerar los artilugios intelectuales de la narrativa (como decía Auden de Joyce, comparándolo con Jane Austen) “tan inofensivos como la hierba”; por otro, la sencillez y la codicia de trama reducen la mayoría de los tratamientos subjetivos y los trajines de “contar una historia” a obstáculos insalvables de quienes nunca aprenderán a hacerlo. Como ejemplo de esas características cruzadas como destinos, una oración en la que el peso del tiempo se advierte sin ninguna evocación metafísica: “El niño reclinado en la silla con sogas es hijo de su nieto, el muchacho que tuvo un aro en la oreja izquierda mientras fue soltero y ahora espera domar el potro color ceniza”. El procedimiento de esa desarticulación que podría reducirlo todo al nonsense, si no mediara el oportuno balance del suministro informativo, no es del narrador sino del curso mismo del tiempo, homérico en su abundancia de causas sin efectos. El mérito del narrador es reunirlo entre un punto y el siguiente. No hay receta (fórmula eficaz de la gracia) sino una artesanía ejercitada con las ambiciones –y los poderes– del arte. Lo detectable: los hilos invisibles que ayudan a darle a una pieza de cámara una resonancia sinfónica: una suavidad (y una firmeza) asimilativa que consiente o adapta las formulaciones más especulativas del arte de la ficción en un idioma concreto, lleno de sustantivos comunes convertidos por falta de uso urbano en predicados perfectos de la naturaleza. Una confianza en esa suprema sugestión que autoriza el contagio en aras de la “espontaneidad” del relato: la modesta apropiación del narrador de usos coloquiales de los personajes para aliviar el vínculo del lector con el relato, la amistosa y correcta sumisión a la vibración simpática. Como si los lugares entraran en las novelas después de un prolongado ejercicio de rechazo, y salieran ventilados por el aire con que las ficciones los exhalan, en el libro de María Martoccia intriga y atmósfera pertenecen tanto a quien escribe como al que lee. Hay en la captura progresiva de escenas y en la capciosa urdimbre de Sierra Padre un principio de ingenuidad que proporciona, para sosiego de los lectores cómodos, un primer ejemplo cercano: Manuel Puig. Ese ejemplo bastaría si no lo corrigieran de inmediato una economía y una oportuna decisión estética completamente distintas. La economía obedece a una semejanza de propósito que sin embargo omite la neutralidad y la ligereza con que Puig observaba, o mejor, oía hablar a sus personajes. A menudo, ese propósito de transcripción urgente alcanzaba la desnudez ajena del script, con el aparte escénico abolido por la teatralidad del personaje parlante; en María Martoccia, el recurso resulta puerilizado por la tensión y la confusión entre escena y diálogo, como si una corriente impetuosa acercara, y hasta superpusiera, los planos –el del coloquio, el de la descripción–, y volviera de este modo “clásico” el relato, curado así –en doble acepción– de la artificiosidad voluptuosa y oportuna. (Qué próximo a Gudiño Kieffer parece hoy Sarduy, con sus ardides de liceísta tardío y sus lecciones aprendidas en la bienaventuranza del pop explicado a niños de todas las edades.) La dureza clásica, el aticismo de la prosa de María Martoccia, por lo demás, rehúsa toda gratuidad, los inalcanzables –y a menudo interminables– sueños que tanta servidumbre onírica agregan a Boquitas pintadas y Pubis angelical sin alterar su sustancia. En cuanto a la decisión estética, es más difícil de apresar.
Hay, digámoslo ya, una exposición puiguiana que homologa la identificación y la parodia, como si un buen imitador lograra lo que los grandes imitadores logran: la suspensión emotiva entre el modelo y su mímica. Es una gracia y un epifenómeno de los setenta, aunque lo veamos hoy de acuerdo con la coartada con que Emir Rodríguez Monegal salvó las distancias (tarea reverencial pero no exclusiva del crítico): Puig era la verdad diferente, el pop entre los escritores, porque no establecía distancia alguna. No se reía culturalmente de sus personajes (como lo hacía Cortázar con la señora de Ferraguto, Gekrepten y la tripulación de Los premios) ni tomaba la oralidad como una broma gramatical y sintáctica, como Cabrera Infante (cosa que hoy parece menos un mérito que una imposibilidad). No, Puig abría con amplitud demótica la novela al público lector, eufemismo de lo que hoy se denomina, con menos gentileza cívica, mercado. Si observáramos de cerca la escena, advertiríamos que no hay mucho que agradecer. Contra su imprecisa limitación física, contra su imprecisable limitación conceptual, Sierra Padre incorpora a la narrativa argentina una visión conjunta de la inanidad social en el momento justo de su definición. Sin modelar ni moderar la angustia en un reclamo, Sierra Padre captura el tránsito o la cesura, la gesta –y la gestación– de una inmadurez que niega lo aceptable y lo aceptado. En términos de pacto entre padres e hijos, en términos de conciencia de clase, en términos de políticas correctas o incorrectas, parece traducir sin voluntad de pago (pero sobre todo sin sospecha de deuda) la misión de la burguesía en el territorio de las transformaciones. Todos perdieron, todos hemos perdido. El escepticismo que confía con clásica convicción en las fuerzas naturales como transmisiones del malestar en la cultura encuentra un atenuante básico: la cultura es incapaz de transmitir el malestar a menos que el malestar haya intervenido como tercero en discordia de esa transmisión. La civilización está haciendo masa y no deja oír, se llamaba, hace años, un filme o un happening. De otro modo, el malestar se asienta en un incumplimiento afable e interrumpido que Marx había detectado como prueba de su –de la persistente, recalcitrante– alianza contra el reclamo implícito –o estancado– en “las gélidas aguas del cálculo egoísta”. Todos se ejercitan en Sierra Padre, con helada identidad postrera, en este deporte de invierno. Hasta la solidaridad parece, en la notable ampliación de sus deberes cotidianos, un desenlace del “cálculo egoísta”. Habría que recorrer en extenso Sierra Padre, averiguarle a esa identidad toponímica bastante imperceptible en la novela su dulce antinomia, atestiguada de paso por una figura retórica que falta o que débilmente asoma: el oxímoron. El hombre cuyo hijo ha huido a la capital lleva a cuestas una presencia femenina, la joroba. La sierra, por lo pronto, es la que permite la hospitalidad estrecha de esos personajes desperdigados, hijos a la deriva o padres “por ausencia, por muerte, por cambio de costumbre”, tan parecidos al fantasma de la descripción joyceana. En Sierra Padre, la paternidad existe gracias a una ley de lejanía atestiguada por la desobediencia, la negación, el engaño. En este caso, la profusión de ejemplos bastaría para provocar una enumeración que se evapora cuando el silencio posterior a la lectura cancela el desmembramiento para atesorar la continuidad. No voy a dar nombres, para que la novela los mantenga en el secreto de su consumación. Sin embargo, hay tíos de billeteras abultadas y sobrinas de muslos gordos. Como corresponde a una narración de detalles afinados, nada se deja ver hasta el momento en que es necesario. No hay guiños ni muecas, salvo el aliento tácito de unas palabras de Jean Rhys que la autora acaso no había aún encontrado y que parecen regir sin reclamar literalidad el curso de los hechos: “Tan fugazmente como una cosa ha ocurrido, deja de ser fantástica, desde luego, y es inevitable. Es inevitable lo que hacés o lo que hiciste ya. Es fantástico lo que no hiciste. Esto nos concierne a todos”. Un padre se muere y deja entre los sueños inducidos un caballo real con nombre propio: Orión. La casa de “las pitucas”, refugio del que se fue para probar y probarse en otro lugar, trasunta menos los desajustes económicos de una clase ociosa que la penuria agazapada en los relatos morales de la infancia. Eso ocurre, es inevitable, no fantástico. Todos oímos, y no como efecto generacional, que vivíamos “la desaparición de la clase media”. El tío Min lo anuncia en algún momento. Sierra Padre lo refleja como si esa premonición sin siquiera un vago atisbo de cumplimiento fuera un imperativo del relato o una verdad convencional, aceptada para que la verosimilitud no rasguñe la tragedia. Así la pobreza es, en chozas o en cuartos de pensión, una pasión compartida, mientras la riqueza se convierte, en salas decrépitas o en palieres de lujo, en casas en las que retumba la hueca saciedad de su extinción, el dominio exclusivo del cálculo egoísta. Sí, eso también es inevitable, no fantástico. La simplificación, obediente a una mecánica, no a una dialéctica, agiganta los actos, los acontecimientos, y los jerarquiza a su vez en el desarrollo horizontal de la novela.
Sierra Padre cierra sobre sí, sin la necesidad de un final sino de una interrupción, el velado experimento sobre la variedad de los destinos desalentados por la psicología y la pedagogía de los que la novela se ocupa, y proyecta sobre la plana presencia de la página la sombra de una parábola. Especie de proeza y de desatino anacrónico, magia en suspenso también para lectores que aprendieron a desconfiar de ella en la infancia. Eso sí es fantástico. Desmanes predilectos de la sensibilidad y la inteligencia han convertido a la autora en un “secreto a voces” de las posibilidades del arte de narrar en esta zona del Plata. El pudor del secreto –espero, no la mezquindad de su retaceo– había eclipsado hasta hoy la dicha de su divulgación. Desde Caravana, su primer libro de relatos, María Martoccia eligió una alevosía y una distracción ajenas a las exigencias entre primitivas y dictatoriales de las cátedras y los talleres de escritura en ejercicio. Su rebeldía y su elegancia no hicieron escuela. Puede alegarse a favor de ese desinterés o desdén la discreción de una alumna de Letras que encontró en la experiencia personal y en un laberinto propicio de lecturas la salida a la emboscada tendida por una academia de errores vocacionales con los que, antes de impedir escribir, los institutos y establecimientos habilitados para lo contrario, impedían leer. Espero que quede claro que dije todo lo que tenía que decir sin querer contar una historia.
Imágenes [en la edición impresa]. Lux Lindner, de la serie “Cabezas de Carácter de la Imaginación Ultrafinanciera”.
Lecturas. Sierra Padre fue editado en Buenos Aires por Emecé en 2006. Otras obras publicadas de María Martoccia son: Caravana (1996), Los oficios (2003) y el ensayo Cuerpos frágiles, mujeres prodigiosas (2002), junto con Javiera Gutiérrez, todos editados en Buenos Aires por Sudamericana.
Luis Chitarroni, narrador y crítico, es autor de Siluetas (Buenos Aires, Juan Genovese Editor, 1992), El carapálida (Barcelona, Tusquets, 1997) y Los escritores de los escritores (Buenos Aires, El Ateneo, 1997). Con Raúl Brasca compiló una serie de antologías, entre ellas Antología del cuento breve y oculto (Buenos Aires, Sudamericana, 2000). Para 2007 se prevé la publicación de tres nuevos libros suyos: Peripecias del no, Ejercicio de incertidumbre y Mil tazas de té.
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