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¿Izquierdos Humanos?

MÁQUINABLANDA

 

La noción de copyright tiene su fundamento en un avance tecnológico. Fue la imprenta de tipos móviles inventada por Gutenberg en el siglo XV la que dio a luz la posibilidad del ‘‘autor’’ profesional. La nueva profesión se desarrolló paulatinamente a través de los siglos, aumentando la cantidad tanto de autores como de lectores y creando nuevas formas de distribución (el diario, el folletín, la novela por entregas, etc.) y un marco jurídico que le sirviera de sustento. Los escritores no fueron los únicos en vislumbrar los beneficios que auguraba la imprenta. Era tal el rédito que podía obtenerse de la impresión y venta de ejemplares no autorizados de los bestsellers del momento, que ni siquiera las maldiciones antaño estampadas en los libros tenían suficiente efecto moral para detener la expansión del mercado negro. Los autores, por su parte, se vieron obligados a buscar nuevas maneras de defender la autoría e integridad de su obra: no existe ejemplo mejor que el famoso encuentro entre el Caballero de la Triste Figura y un tal don Álvaro Tarfe. No todos podemos ser Cervantes.

Pero sí podemos convertirnos en un Avellaneda (si no, pregúntenle a Pierre Menard). Por tal motivo nació el copyright moderno, bajo el nombre de Statute of Anne, en 1710 en Inglaterra. Al principio, el copyright protegía los derechos del autor de una obra literaria otorgándole el monopolio sobre su creación por un plazo de 28 años. Transcurrido ese período, la obra se convertía automáticamente y sin excepción en una pieza de dominio público.

Trescientos años después, pasada la era de la reproducción mecánica y la proclamación posmoderna de la muerte del autor, nos encontramos en una situación muy distinta. El copyright actualmente designa sólo una porción de un concepto más vago y general llamado propiedad intelectual (PI). La PI actualmente comprende, además de los derechos del autor, los derechos de las editoriales.

Asimismo, los campos en los que un ‘‘autor’’ puede ejercer su actividad intelectual se han expandido más allá de lo literario: la música, la pantomima e incluso el software, por citar algunos. Igualmente, los límites temporales del monopolio se han extendido; para dar una idea: si el crítico literario Roland Barthes fuera argentino, él y sus herederos gozarían de un derecho inalienable sobre su célebre ensayo “La muerte del autor” –según la ley 11.723– hasta el año 2050.

Obviamente, cuando Barthes y Foucault decretaron la muerte del autor, no estaban pensando en la propiedad intelectual tal como la define el ADPIC (Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio). Tampoco tenían en mente la idea de un científico-autor que “escribiera” la vida de un organismo biológico, o de una empresa de biotecnología que hiciera valer su patente para defender el uso exclusivo de su Frankenfood.

Muchos ya habrán oído acerca de las infames “semillas de la muerte” (terminator seeds), creadas por D&PL, que se vuelven estériles después de la primera cosecha, para obligar a los agricultores a comprar nuevas semillas cada año. Este caso, que yo sepa el primero en intentar adaptar la idea de planned obsolescence en el plano genético-biológico, supone no sólo una arrogancia científico-corporativa sino también una locura estructural. En todos los supuestos de PI de alimentos, existe una negación total de otros modos del saber. Por generaciones los indios americanos perfeccionaron los diferentes tipos de maíz y tomates que luego comieron los europeos cuando llegaron al continente en el siglo XVI. Resulta que ahora vienen los Monsanto del mundo, cambian un par de genes, y pretenden defender sus derechos de “autor” hasta la muerte.

El actual esquema de PI es incapaz de reconocer este saber producto de la labor intelectual de civilizaciones enteras; por el contrario, saca violentamente ese esfuerzo colectivo del patrimonio cultural con el objetivo de mercantilizarlo. Quizá si los incas hubieran vestido uniforme de laboratorio, hoy podrían reclamar a la OMC.

Este ejemplo destaca la gravedad de la situación actual. Pero la solución no pasa por llevar a los tribunales a las empresas biotecnológicas por supuesto “robo” del saber indígena. Nuestra tarea es la de proteger el saber universal de la humanidad evitando el saqueo del dominio público. Ya hay algunas herramientas disponibles; la mayoría de ellas se desarrollaron en el movimiento free software. Concretamente, este movimiento creó varias licencias –GNU FDL y Creative Commons– para impedir la inclusión de software desarrollado en forma colectiva y orgánica, tal como el GNULinux, dentro de una obra propietaria que otro pueda vender para beneficio personal. En otras palabras: emplean el copyright no para privatizar el conocimiento, sino para garantizar su libertad. Por eso, la idea de copyleft, literal y conceptualmente opuesta a los “derechos” de autor.

Esta noción de “izquierdos” de autor se trasladó fácilmente a la producción científica y cultural. En el caso de Creative Commons (CC), por ejemplo, en vez de reservar todos sus derechos (tal como plantea el copyright), un autor puede decidir qué derechos quiere reservar. Una escritora puede autorizar el uso de sus personajes en obras derivativas. Un músico puede consentir de antemano que sus colegas “remezclen” un tema de su autoría, siempre y cuando los resultados de esas combinaciones musicales se mantengan en el mismo estado de libertad para ser modificados y reproducidos (share and share alike). Un científico puede asegurarse de que los datos de su investigación estén disponibles para la comunidad científica sin restricciones. Como destaca Ariel Vercelli, quien ha traducido y adaptado las numerosas licencias de CC al sistema legal argentino: es hora de dejar de pensar en la industria cultural y empezar a defender la cultura misma. No tiene sentido estructurar la normativa que regula la creación, difusión y protección de la cultura (un concepto amplio) basándola en las demandas de la industria cultural (un concepto sesgado y, según algunos, podrido).

Como plantea Lawrence Lessig –responsable norteamericano de CC– el ambiente que generan las leyes actuales que gobiernan la PI es una cultura de permiso. La piedra angular de la creación, sin embargo, es el pensamiento libre. Y para pensar, no está de más decirlo, no se necesita autorización. La meta del copyleft, tal como la describe artlibre.org (otra organización dedicada al tema), es sustituir la actual lógica restrictiva y mezquina por una invitación a colaborar, de “dar acceso abierto a la obra y autorizar el uso de sus recursos por una mayoría, multiplicar las posibilidades de disfrute para multiplicar sus frutos, y fomentar un nuevo marco de creación que posibilite una creación nueva. Todo ello, dentro del respeto, reconocimiento y defensa de los derechos morales de los autores”.

No se trata aquí de la mera cuestión de la descarga no autorizada de canciones. Están en juego la definición y el reconocimiento cultural de conocimientos y el destino de la cultura. Sólo a través de una conciencia de commons (o bienes comunes, como lo traduce Vercelli) podemos combatir la locura que implica la comercialización y privatización del saber. Eso es lo que plantea el copyleft: inculcar un respeto cultural por el dominio público; crear un espíritu de intercambio y creatividad tanto en las artes como en las ciencias.

1 Sep, 2007
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