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Félix González-Torres, Somewhere / Nowhere. Algún lugar / Ningún lugar, MALBA, 5 de septiembre al 3 de noviembre de 2008, curadora invitada: Sonia Becce.
Félix González-Torres nació en Cuba, pero se formó y produjo toda su obra inmerso en la historia del arte norteamericano. En su breve carrera, logró sintetizar y resignificar de un modo personal y contundente la herencia del arte experimental de los sesenta, convirtiéndose en uno de los artistas más influyentes de los noventa. La exposición curada por Sonia Becce en MALBA brinda al público local la posibilidad de apreciar su trabajo en toda su dimensión, dado que algunos de sus aspectos centrales, como el uso del espacio o el papel participativo del público, se pierden en el soporte mediatizado de la reproducción fotográfica.
La impecable selección de la muestra incluye todos los formatos importantes utilizados por el artista: las pilas de papeles, las acumulaciones de caramelos, las tiras colgantes de bombitas de luz, la fotografía como instalación mural o como rompecabezas, los frisos de palabras, los objetos pareados, las cortinas. El montaje destaca un rasgo esencial: lo primero que percibimos al entrar en las salas es la presencia del espacio en sí mismo, que se nos revela enorme y que sin esfuerzo podemos imaginar completamente vacío.
Fueron los minimalistas, en los años sesenta, quienes sistematizaron el uso del espacio de exhibición no como continente de piezas sino como elemento activo de sus composiciones y puestas en escena. Y quienes descubrieron que, para aprehender este espacio con eficacia, no hacían falta grandes masas volumétricas, sino, por el contrario, la ubicación estratégica de elementos sutiles. Valgan de ejemplo los tubos de luz que Dan Flavin ubicaba a veces en el ángulo de intersección de las paredes, o las piezas horizontales de Carl Andre. Rápidamente algunos artistas se dieron cuenta de que esta conciencia del espacio (más tarde se denominaría “instalación” a esta modalidad específica) era el elemento realmente revolucionario de un nuevo arte, y desecharon el otro aspecto, más visible pero más limitado, la geometría serial. Liberados de la forma, materiales blandos y deleznables –tierra, arena, harapos– sirvieron para mostrar no ya una dependencia sino una verdadera simbiosis con el espacio dado. González-Torres utiliza y cita de modo recurrente estos formatos que van de los cubos minimalistas a las acumulaciones de elementos dispersos sobre el suelo. A diferencia de sus predecesores de los sesenta, que se concentraban en la experimentación formal, sus obras están cargadas de contenido, desde referencias políticas hasta vivencias personales, y sin embargo conservan una cuota de ambigüedad poética. González-Torres suele nombrar sus obras con un “Sin título”, seguido de un título entre paréntesis, como si privilegiase un primer lugar de sentido indeterminado, a cargo del espectador, para luego incluir una referencia autoral, a modo de inflexión secundaria. Este giro semántico operado sobre la herencia de los sesenta sintoniza con el clima artístico neoyorquino en el que vivió, desde 1979 hasta su madurez productiva hacia fines de los ochenta.
El modelo del minimalismo ortodoxo duró poco pero dio pie a un abanico de reacciones críticas y experimentales, un verdadero semillero de consecuencias aún no agotadas. Una de esas líneas empalma con las llamadas “políticas de género”. En 1990 Anna Chave publica “Minimalismo y retórica del poder”, donde resume la interpretación de la geometría de tradición moderna como un lenguaje masculinista y represivo. Ya en los sesenta, la “abstracción excéntrica” defendida por Lucy Lippard se esforzaba por volver a incluir las alusiones al cuerpo y al erotismo que los minimalistas habían expulsado como síntomas de “debilidad”. En 1967 Eva Hesse realizó un cubo de acero galvanizado y revistió su interior de un pelaje plástico. En 1968, Giovanni Anselmo ideó una escultura que come, un rectángulo de granito continuamente nutrido con lechuga, como un organismo vivo. En 1990, González-Torres presenta una pila de hojas rectangulares de color celeste, titulado “Joven amante”. Las hojas pueden ser retiradas por el público y el museo debe encargarse de reponer el material constantemente a fin de mantener su “altura ideal”. La institución del arte vela por el sostenimiento de una figura que por su propia naturaleza está destinada al desgaste y la disolución. El artista pone en juego la presencia del cuerpo, el erotismo y la muerte, prescindiendo de toda figuración anatómica.
Con las montañitas de caramelos González-Torres da un paso más, incluyendo materiales comestibles que pueden llevarse y que por lo tanto incorporan el cuerpo del visitante. Se trata de una dádiva que excluye el dramatismo sacrificial de la iconografía eucarística, y que incluso se mimetiza con la imaginería superficial del divertimento, como si el artista hubiese buscado voluntariamente una evocación infantil de lo dulce. Los caramelos funcionan a menudo a modo de retratos conceptuales; la obra que rememora al compañero de su vida, Ross, reproduce su peso exacto. Las golosinas de niños pueden asumir también un tono irónico, sobre todo cuando el artista las asocia a símbolos nacionales o bélicos, como los colores de la bandera estadounidense (“para un hombre en uniforme”) o los chicles Bazooka (“bienvenidos héroes”).
En el marco del posmodernismo norteamericano, el arte político se identifica casi exclusivamente con la crítica cultural y las temáticas de identidad sexual o racial. Hacia fines de los setenta, una nueva generación de artistas en la que predominan las mujeres empieza a cobrar visibilidad en Nueva York. A diferencia del primer arte feminista conceptual de los setenta, de mensaje directo y ascesis formal, estos artistas manipulan la apropiación fotográfica combinando el giro irónico y el diseño visual, nutriéndose básicamente de los medios masivos y el cine. Pictures fue el nombre de una exposición de 1976 que se convirtió en una etiqueta estilística. El marco teórico de estas producciones provenía de la importación y asimilación del pensamiento francés (Althusser, Barthes, Foucault). Un dispositivo de trabajo que tuvo un impacto visible fue el Programa de Estudios Independientes organizado por el Museo Whitney, del que también González-Torres participó. El llamado arte activista posmoderno sigue los mismos carriles de transformación, pero se diferencia de las anteriores estrategias agitprop y encuentra en la problemática del SIDA una temática de protesta característica. González-Torres también formó parte de uno de estos colectivos, Group Material, a partir de 1987.
Aún enraizada en su contexto, la obra del artista cubano se distingue de la retórica visual característica de la época por su ternura y sutileza. Esta distancia resulta notoria si comparamos su personal uso de la fotografía con el peso icónico asociado a la obra de Cindy Sherman, Barbara Kruger y los otros artistas de Pictures. Las imágenes de González-Torres son extraordinariamente despojadas: pisadas en la arena, un pájaro negro sobre un cielo gris, imágenes comunes que se vuelven metáforas de la fugacidad, un tema que involucra aspectos de la vida personal del artista como el exilio y su convivencia con el SIDA. Tanto en las pilas de hojas para llevar como en los rompecabezas, la imagen está sujeta a la amenaza de la dispersión, del olvido. Lejos de la teatralidad de obras como la de Christian Boltanski, esta preocupación por la fotografía como testimonio del vaivén entre la memoria y la pérdida evoca más el espíritu del arte europeo que el clima del posmodernismo norteamericano. También, la herencia del pensamiento conceptualista sobre el significante fotográfico, ya que el artista suele unir la naturaleza indicial instantánea del signo con iconografías de huellas efímeras. La más famosa es aquella cama que parece aún conservar el calor de los cuerpos recién levantados. Esta imagen fue concebida para el espacio urbano. Es un acierto del montaje reintegrarla al conjunto de obras presentadas en el museo situándola en la terraza, de modo que sea visible desde el interior sin perder conexión con el exterior.
Otra audacia destacable del montaje es la instalación de “Perfect Lovers” en el corredor transversal que domina el espacio desde lo alto. El artista proyectó esta pieza para sitios marginales: ubicarla en un lugar de visibilidad máxima implica señalarla como obra capital. Representar el homoerotismo a través de dos relojes de pared idénticos y sincronizados, prescindiendo de toda iconografía corporal, es en sí una idea brillante. El argumento visual infalible no invalida notar que, detrás de la imagen utópica del amor perfecto y eterno, subyace la tristeza de un lazo carcelario y mortífero, como el que afectó a Narciso. Un diálogo reducido al eco especular.
Una observación final merece el lugar que Nicolas Bourriaud da a González-Torres en su Estética relacional. La obra de este artista, a nuestro juicio, implica claros procedimientos de reobjetualización de las estrategias procesuales o de desmaterialización de los sesenta. Incluso hay cierto acento irónico en convertir el process art en una burocracia institucional. Por otra parte, su economía de medios no debe hacernos perder de vista el lugar central que la seducción visual ocupa en su obra. Aun la apelación a otros sentidos, como el gusto, está supeditada a esta eficacia del objeto estético. Desde esta perspectiva, el papel del observador sigue siendo activo en el sentido del arte conceptual, como ser pensante, pero en tanto dinámica propiamente participativa, su rol se equipara más bien al del consumidor de golosinas o de souvenirs. Los rituales que González-Torres propone al público se diferencian en este sentido de la línea que arranca marginalmente en experiencias de los sesenta como los encuentros en el restaurante de Spoerri y hace eclosión en la estética relacional de los noventa.
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