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Los estereotipos sobre el paper académico y el ensayo. Para terminar con una falsa disyuntiva de sociólogos y antropólogos.
¿Paper versus ensayo? ¿Literatura, ensayo, investigación empírica? ¿Jerarquías claras entre registros y posicionamientos enunciativos? Cuando se debate acerca de la escritura en los mundos académicos de la sociología y la antropología (de los cuales formo parte), hay un clásico de los domingos: el paper versus el ensayo. Obviamente, lo que suele enseñarse en las aulas acerca de los estereotipos sociales se aplica perfectamente a las categorías, significaciones y prácticas académicas. No podría ser de otro modo: somos humanos, los ensayistas fabrican un estereotipo del paper y viceversa.
En esa visión estereotipada, el paper sería un texto formateado por la máquina universitaria, repleto de procedimientos y técnicas específicos que lo hacen aceptable en una revista con referato. El demonio más temido del ensayista prototípico, que por definición no podría existir como tal, es justamente la idea del referato. Dentro de este imaginario se trataría de algo así como el Buró Político de la Academia Institucionalizada, que procede en cada acto como un vigilante de mecanismos (in)aceptables. En el imaginario de la academia que hace gala de estricto rigor, el peligro a combatir es que las elucubraciones sin ningún sostén empírico que se hacen en nombre de las ciencias sociales presenten una identidad falsa, debajo de la cual se esconde, atención, la literatura.
Este texto parte de una premisa trivial y crucial: hay ensayos buenos y malos, hay papers buenos y malos. El problema no es el género. El medio no es el mensaje.
Una (falsa) defensa del paper. En nuestras provincias, en los últimos años ha habido más textos vitoreando al ensayo y calumniando al paper que a la inversa, así que, con el solo fin de equilibrar las cosas, aquí haremos lo contrario. En términos de imaginarios, todo proceso de condena moral de una parte a otra parte es un mecanismo de purificación del propio cuerpo y una homogenización fantástica de esa alteridad. Esta alteración es imprescindible, sólo que no siempre trabaja en espejos simétricos. Si a fines de los setenta Said mostró en su Orientalismo que Oriente había sido construido por Occidente, sólo una falacia podría haber pretendido responder con “occidentalismo”. Pero el caso “paper vs. ensayo” es bien distinto.
Los paperistas (que no son todos quienes escribimos papers sino sus fans, que lo consideran un género superlativo) gustan de leer textos variados, pero jerarquizados en función del rigor respecto al conocimiento. Un paper “bien hecho” entraña ciertos mecanismos: citar toda la bibliografía sobre un tema o pregunta, detectar una laguna en la argumentación supuestamente universal sobre él, desplegar un conjunto de datos históricos, etnográficos, demográficos o económicos y ofrecer una respuesta plausible a esa laguna. Hay lagos que parecen océanos. Y desde luego que también, como en todo, hay charquitos. En el paper no se formulan preguntas que no pueden responderse. Las preguntas son de la talla de los datos vinculados a la experiencia y la trayectoria del autor.
A primera vista, los ensayistas de hoy, que detestan que alguien les diga que no deberían ser tan ambiciosos con sus preguntas prematuras, y que en general detestan cualquier opinión sobre sus textos que no sea del tipo “es fascinante”, han construido un género menos definible que el paper. Es un género multifacético, más maleable, flexible, abierto. Y todo eso es tan cierto como que en nuestras tierras a veces tiende a recaer en ciertas características. Porque dentro del ensayo social cabría distinguir el que solicita su reconocimiento especial de grandes ideas fundadoras, o en su inscripción como capítulo de extensas y reconocidas tradiciones, de otro más atento a las ideas y la argumentación con frecuencia surgidas de una experiencia propia, reconocida más humildemente como intersubjetividad.
En la polémica hay dos fantasmas: la literatura y las ciencias duras. Pero hay una asimetría en ello: los buenos ensayistas (y no sólo ellos) adoran la (buena) literatura mientras que las ciencias duras textualizan para muy pocos y con estándares impenetrables. En tanto que la mayoría de estos escritores de algo aman la literatura, las ciencias son vistas como algo inalcanzable pero que quiere exigirnos e imponernos sus propios estándares. Lo llamativo de este enredo, que a veces parece menos político que narcisista, es que los paperistas de las sociales también construyen sus identidades en oposición a las exactas. Este hecho es desconocido o eludido al propagar la acusación.
Más grave, si no fuera cómica, es la imputación de los paperistas a los ensayistas acerca de que hacen “mera literatura”. El pretendido insulto es leído como un elogio por parte de los acusados, pero con dos problemas. Uno corporativo: si hacen literatura, ¿por qué reclaman los apoyos públicos de las ciencias sociales? El otro hecho, a la medida de un Bourdieu: si hacen literatura, expulsados del paraíso científico, ¿por qué tampoco son aceptados en la tierra prometida? Claro, un bello insulto no deja de serlo y más aún cuando al observar el otro territorio se percibe lo que se sabía de antemano: tampoco esta es una tierra sin pueblo y allí también hay condiciones que cumplir para el ingreso. En fin, una infinita cuestión de disputas acerca de las fronteras de los campos intelectuales basadas en aquello que corresponde y no corresponde, aquello que está bien y mal hecho.
Simplificar. Un ejemplo de ensayo brillante: las comunidades imaginadas de Benedict Anderson, una idea novedosa, original, fundante, que permitió repensar la cuestión nacional y las identidades escapando a la pretendida naturaleza tanto como a la idea de “falsa conciencia”. El “provincializar Europa” de Chakrabarty, que interroga y muestra la contingencia de ideas locales que al globalizarse se naturalizan, constituye una práctica, una intervención, una textualidad. Ambos ejemplos convergen en el hecho de que se sustentan no sólo en ideas que producen hendiduras en lo pensado, sino en ideas que son productos de extensas experiencias personales: investigando la historia del Sudeste asiático, viviendo, sufriendo, leyendo la India. Es del contacto extenso con los datos (que siempre son un otro, conjuntos de otros) de donde emerge una imaginación sociológica que no pretende ni se permite atenazarse a ellos.
Ensayos brillantes, fundantes, hay innumerables. Pero en la era del blog hay aún más pretendientes que como tales reconvierten gestos intelectuales diversos en otras meras técnicas. Hay algunos procedimientos que no hacen al ensayo en sí, pero que pululan en los ensayos, ya que hacen al gesto intelectual de época. Pretensiones de repercusión en sí, llevan a veces a un grado relativamente alto de irresponsabilidad respecto de lo que se dice, donde la apuesta es básicamente estética a expensas de cualquier ética. Baza instrumentada a través de una figura muy adecuada para todo ello: la reducción o simplificación. Ofreceré un caso extraído no de un ensayo, sino de una entrevista. Me excuso en el relevamiento del dato indicando que la entrevista de tipo ensayístico permite llevar más allá algunos rasgos presentes en el ensayo, lo cual facilita la ejemplificación:
no soy celebratoria, como es casi siempre celebratoria la etnografía argentina, que va a visitar a una minoría y si comen banana es por la identidad y si comen mandarina es por la identidad. Es decir, la etnografía construye un modo circular autocomplaciente, bien pensante: si se hace algo es por la identidad y si se tiene identidad siempre se hace algo… No, yo no pienso que todo sea igual y aburridamente circular.
Este es el mecanismo. A un lector que poco y nada sabe de una fórmula, “la etnografía argentina”, que quizá nada ha leído y que nada va a leer (pero a quien posiblemente la serie “comer bananas” lo remita a monos, y monos, al objeto de la etnografía), se le ofrece un consuelo: ese todo es un despropósito aburridamente circular. Más claro sería decir que es un territorio poblado por imbéciles, ya que sólo idiotas podrían llevar a cabo lo que Beatriz Sarlo (dicho con plena literalidad: una de nuestras ensayistas más brillantes) afirma. El contexto del ensayo permite postular la reducción y simplificación más absurda, que siempre hay allí una segunda chance. Pocas veces esos postulados son sarcásticos o irónicos. Más bien, esas afirmaciones y muchas otras (un ejemplo muy reciente: como el automóvil es el paradigma del capitalismo americano, cuando dos autos chocan y se destrozan en Cronenberg o Tarantino debemos leer una metáfora de la destrucción del sistema social) se plasman en sentencias grandilocuentes que parecen escritas pensando ya en ser citadas, aunque no sólo no sean ciertas, sino además disparatadas. Y la coartada predilecta, que clausura toda respuesta y responsabilidad, es que el crítico no comprendió que sólo se trataba de “una provocación”.
Cada simplificación que se cuestiona es trasladada a la sección intelectual de las provocaciones y así resulta salvaguardada del diálogo crítico. Su valor no radica en desplazar las fronteras de lo pensable o en sus implicancias políticas o estéticas, sino en una belleza que corre siempre el riesgo de ser claramente endo. Estas estéticas de la teoría desprecian el hecho de que no sólo de provocaciones vive el hombre. Pero además, al menos se le podría exigir a una provocación que efectivamente genere algo, un diálogo, una polémica. Quiero decir: hasta donde llegan mis conocimientos, la mayor parte de la pirotecnia intelectual de estos años sólo ha provocado una y la misma cosa: silencio. Silencio celebratorio, diría, lo cual quizá también parece un poco circular y aburrido.
Lo cierto es que esto es más propio de un estilo que del género: no deriva del ensayo en sí. No deriva del “yo” de Montaigne, ya que el “sí mismo” de nuestras provincias se encuentra negado o exacerbado. Deriva, en todo caso, de una concepción actual del ensayo bien hecho que coloca el énfasis en la correlación entre un narcisismo que se sostiene en esa simplificación y una inteligencia muy concentrada en su relación consigo misma.
Aira señalaba que la elección del tema del ensayo presenta un formato que parte del entre cruzamiento de dos términos, A y B. Así, en los setenta podía construirse una grilla con filas y columnas que repitieran la misma serie de términos (Liberación, Clase, Estructuralismo, Sexo, etc.): al “remitirse a la abscisa y la coordenada, ya había un tema: Imperialismo y Psicoanálisis” o lo que fuera. Así, “un solo tema no es un buen tema para un ensayo”. Pero, dice Aira, en Bacon o Montaigne el segundo tema era “yo”, el sujeto en busca de objetos. La forma A y B “es omnipresente porque siempre se trata, para que sea un ensayo, de esto o aquello y… yo. Caso contrario, es ciencia o filosofía”. Esta conjunción de “el tema y yo” en sus variaciones contemporáneas muchas veces se degrada por una razón (señalada por Aira) respecto del ensayo bien hecho: la inteligencia es la cualidad propia del ensayo, mecanismo de subjetivación que se verosimiliza a partir de una exigencia de elegancia. De allí que lo considere un “género dandy”.
El ensayo, como ha explicado Sarlo, tiene “una relación problemática con la exposición y la prueba, una relación que está tensionada entre considerar la prueba como innecesaria […] y acumularla con la obsesión benjaminiana del depósito de citas”. El ensayo “une la seguridad y la duda” de modo “muchas veces hábilmente disimulado, presentando una seguridad de la que carece, o recurriendo a la cortesía de una duda que no se experimenta”. ¿Qué sería lo dramático de legitimar otro género conviviente donde el lector sabe que la seguridad sólo se manifiesta cuando puede fundamentarse y que considera la prueba como necesaria? ¿Qué tornaría inviable que un escritor transitara entre este y aquel, y recurriera a sus peculiares reglas retóricas en ocasiones disímiles?
Paper. El paper es producto de una época en la que hay más autores y más textos, lo cual plantea un problema económico. Hay mucho más para leer que lo posible y resulta necesario elegir. La época de las grandes digresiones ha quedado relegada para una porción pequeña de escritores respecto de todos los que escriben. En la distinción de Barthes, en una época con tantos escritores sólo una pequeña porción de ellos son autores, fundantes de un espacio discursivo.
La sobreproducción textual no sólo hace conveniente una selección (por un mecanismo o por default), sino que hace conveniente un diálogo previo a la consumación. Lo que se llama referato, un término horroroso, no es una práctica de un Buró cualquiera, sino una lectura crítica hecha por colegas que opinan sobre el texto en función de sus ideas y no de quién sea su autor. Hay referatos en revistas de ensayos, con procedimientos muy claros y transparentes. Y también hay revistas donde es el comité editor el que hace la selección. ¿Por qué tanta furia contra el diálogo académico que se establece en el proceso de selección?
Porque habiendo referatos innovadores y tradicionalistas, de derechas e izquierdas, clásicos y posmodernos, en general las zonas de estandarización más fuerte afectan a las intuiciones impacientes del autor, a los lugares donde pretende aseverar contundentemente algo que resultaría una pregunta interesante. Hay papers narcisistas, desde luego, pero mucho más pueden serlo los paperistas. Sólo que esa subjetividad en este otro género debe, para que esté bien hecho, percibirse a sí misma como más limitada por un diálogo con otros.
En esa definición, el paper excluye muchas posibilidades, tal como todo género lo hace. El problema grave no radica allí, ya que sería difícil argumentar acerca de lo dramática que resulta la existencia de pluralidad de escrituras. El problema radica en que si algunos ensayistas creen que el medio es el mensaje, algunos paperistas podrían pasar por alto el dato empírico de que puede escribirse un ensayo en defensa del paper.
Lecturas. Las opiniones de Beatriz Sarlo sobre la etnografía están en una entrevista publicada en la revista La Biblioteca (primavera de 2008, p. 17). Las observaciones sobre el ensayo, en “Del otro lado del horizonte”, Boletín/9, 2001. En la misma revista se encuentra el artículo de César Aira “El ensayo y su tema”.
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