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Saer en la escuela argentina.
Todo hombre es como el cónsul de alguna patria que lo ha olvidado.
Juan José Saer
Uno cree que se puede probar arte. Se sabe que, mientras, el biempensar democrático predominante sigue machacándonos sus advertencias: tras la profiláctica pérdida de inocencias que nos depararon el pensar del siglo XX y todos sus “giros”, se nos insta a consentir que los tiempos de la experiencia pasaron hace mucho y que ya nadie prueba nada. Solo habría arte o literatura en un sentido sociológico, etnográfico, pragmático, es decir en un sentido insípido. El modo más exitoso para hacer del arte un recuento inteligente e inane de cosas que hace la gente de cierta manera –dictum que nos espeta de un saque todo lo que tiene para decir el pragmatismo– está representado de modo inmejorable en el acopio de obviedades que se suceden, evitando con cuidado el más mínimo espesor filosófico, en la tardía traducción de Los mundos del arte, del sensato Howard Becker. El libro se publicó por la Universidad de Quilmes en 2008, quizá para despabilar a algunos estudiantes inadvertidos de carreras de artes, tan socioguardas y tributarias del anatema contra toda creencia (la liturgia manda repetir ese conjuro, mientras blande el fantasma avejentado del belartismo y multiplica sus vade retro hacia el autoritarismo del canon). Para ese consenso, es decir para el constructivismo historicista vuelto ya automatismo y vara, sólo hay arte como hay santos o próceres: irreales, sus milagros o sus hazañas pudieron reducirse, en efecto, a patrañas urdidas por propagandistas más o menos habilidosos, pero como sea los canonizaron. En este asunto, quien persiga, en cambio, el desacuerdo (es decir, no quien haga política sino quien se tome lo político en serio), buscará separar la cuestión de la literatura como arte del farragoso problema del “canon” (antes patriótico, ahora académico y mediático y entonces otra vez bicentenario y patriotista). Se trataría de preguntar ya no por las determinaciones civiles e interesadas que han engendrado un canónico, sino de preguntar por la verdad: ¿hubo, como querrían Barthes y Alain Badiou, un acontecimiento Mallarmé, un acontecimiento Beckett? ¿Mistificaba Raymond Williams cuando pretendía que en Joyce o en Jane Austen restaba “una experiencia que al parecer no es comunicable”, ajena a todo horizonte socializado y capaz de hacer “ver lo que no es visible”?
Juan José Saer se cuenta sin dudas entre los escritores cuya artisticidad puede ser confundida con su canonización y, de ahí, con su argentinidad. Para evitarlo, se puede hablar de sus escritos como Marx de Lutero en El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. Marx dice que el revolucionario es un sujeto completamente nuevo, es decir nadie, cuyo precedente civil es alguien: un vivo muerto de miedo que –oprimido por el pasado– disfraza de vejez venerable su disposición a revolucionarse, como quien “ha aprendido un idioma nuevo” y “lo traduce siempre a su idioma nativo”; sólo será capaz de asimilar y producir en el nuevo idioma “cuando se mueva dentro de él sin reminiscencias y olvide en él su lengua natal”. Digamos: Lutero habría alcanzado a vivir en Lutero sólo cuando, olvidado del disfraz del apóstol Pablo con que el miedo de Lutero invistió la inminencia de lo vivo que latía en él contra sí, fue nomás Lutero. Podríamos, entonces, olvidar todo eso dicho y repetible, y quedarnos sólo con el acontecimiento que no queda otro remedio que nombrar con la firma “Lutero” o “Saer”. Y sospechar luego que quizá precisamente por eso, por la inminencia insuprimible de su acontecimentalidad, Saer podría seguir siendo uno de los nombres que damos a los riesgos de la literatura justamente desde que fue nomás Saer: una vez que, en la escritura que lleva su firma y tras echar al olvido los disfraces del santoral, algo no ha cesado de inconsistir y nos deja por tanto transidos en la certeza de lo incalculable.
Para elegir un modo, entre muchos, de apenas empezar, lo hago por uno que tiene algo que ver con la actualidad y con la efeméride: las clases de literatura de la escuela secundaria argentina.
Soltar a la bestia. Hace algunos años Esteban López Brusa me contó que en el Colegio Nacional, uno de los bachilleratos de la Universidad de La Plata, él fogoneaba con repercusión dudosa una pelea contra el canon, desmelenada de a ratos para espantar al docente pedagógica y culturalmente correcto: reemplacemos el Facundo, decía López Brusa, por El río sin orillas. El desplante se sostenía en la convicción de que ese libro liquida la tradición del llamado “ensayo de interpretación nacional” en la medida en que recorta y reescribe algunas de sus intermitencias sustractivas: en términos historicistas, Saer había escrito ese ensayo desde este lado de la modernización de la prosa literaria argentina, es decir, no como un “intelectual” sino como un escritor-artista posterior a Borges, a Juan L. Ortiz. La compulsión que gente como un Martínez Estrada había representado quedaba en la prehistoria, del lado de la responsabilidad civil y pátrida. Una tentación obvia se ofrecía allí: ¿El río sin orillas era algo así como el Facundo de nuestros días? Pero si se trataba de ocurrencias anacrónicas, convenía conjeturar, más bien, que en los momentos en que Sarmiento deja de ser Sarmiento y se adelanta vertiginosamente y parece un escritor de nuestros días –cuando se nos hace sustractivo (a Sarmiento le pasa más seguido que a Martínez Estrada)–, entonces suena como si estuviese dándole letra al ensayo saeriano.
El escritor-intelectual es una figura edificante. Sarmiento nos captura porque deja de serlo bastante seguido. Saer porque, cuando se dejó tentar, garabateó torpezas propias de quien no lo era, mientras no podía evitar que esas negociaciones fracasadas con la figuración se enmarañasen con las impulsiones excedentarias del artista. Seguimos leyendo a escritores patrios como Sarmiento porque se sustraían de sí con frecuencia. Saer –que cargaba al cuello, como otros de sus congéneres, la piedra de molino de la preocupación por el idioma topográficamente situado– no calza en la figura del antipatria pero sí, en cambio, en la del apátrida que insistía con malas maneras en la inconsistencia de la identidad. Su adhesión melancólica a una “zona”, una “región” o una “ciudad” –espacios de alcance parcelario y sensorial– fue el arma con que su materialismo drástico insistió en la imposibilidad de una experiencia real tan fuera de escala como las que se nombran con “patria”, “nación”, “país”.
Así, El río sin orillas sería, más bien, el des-ensayo de un espacio nacional vaciado por su propio cónsul, uno que ha repetido antes que “la patria es el último refugio del sinvergüenza”, y que la trabaja entonces con figuraciones impresentables si lo que se espera es razonabilidad de opiniones. Y eso sin olvidar que Saer se engolosina, por ejemplo, en el pasmo de tormentas e inundaciones de tufo casi realmaravilloso, o en la veneración de ciertas ceremonias paganas: el asado, digamos, que sin dudas derrapa en algo de complacencia folclórica, pero que se distancia de sí, por ejemplo, en las orgías caníbales e incestuosas a que se entregan cíclicamente los colastiné de El entenado para no olvidar que, a pesar de la cultura inevitable, son nada. El río sin orillas es sustractivo justamente porque Saer abre el género previsto a la borradura de sí: durante la visita turística y etnográfica al mismo territorio, la escritura blande no la hoja de un solo filo propia de la depuración destructiva, sino la distancia del apátrida, la del embajador que representa nada, a nadie. Y eso desde el título: ahí se estampa la misma lógica anidentitaria que en la célebre tela de Malevich, uno de los pintores preferidos de Saer: Cuadrado blanco sobre fondo blanco, río pero sin orillas. En la escritura del libro –no en la parábola que se dibuja en su curso sino en su errática–, lo que pretendiera tener lugar en el lugar queda puesto fuera de sí desde su interior. Eso, creo, era lo que soñaba dar a leer López Brusa en la escuela: soltar a la bestia en casa, o por lo menos aflojarle un poco la rienda. Con sensata responsabilidad institucional, sus colegas se resistían. Con el tiempo, todo parece haber concluido en un arreglo típico: El río sin orillas figura entre doce “lecturas complementarias” que el programa de sexto año ofrece para que el interesado elija dos, en una unidad sobre “La literatura y su compromiso con la realidad política social” cuyos textos obligatorios son el Facundo, claro, y el Martín Fierro.
Legible, aventurero, latinoamericano. Aún hoy, los confines más automatizados del valor literario –es decir, la reproducción escolar y la editorial– mantienen en los sitiales más altos a los escritores contra el horizonte de cuyas poéticas la de Saer resultó durante tantos años ilegible: Cortázar, García Márquez, el Borges fantástico y cuchillero; aun en relatos como La pesquisa o Las nubes, en que Saer se concedería a una narratividad improbable, hasta Nadie nada nunca, el contraste duro con aquel horizonte persiste. No creo que Saer se haga poco presente en las clases de la escuela argentina porque sea un escritor “difícil” (a leer clásicos mucho más difíciles se obliga año a año al alumnado de incontables escuelas). La cuestión es que en Saer algo no deja de no ocurrir, algo que se ha vuelto menos probable en literaturas que la civilidad cultural celebra.
En boca de la escuela argentina, la pregunta es incómoda, típica e irresoluble: ¿Cómo no introducir a Saer, tan dudosamente nuestro? Aunque ¿qué de Saer dar a leer? (no imagino que ya César Aira esté afectado por la pregunta, aunque podría suceder). Pero las instituciones están para tomar decisiones, no para suspenderlas, y entonces, tarde, dan una respuesta de compromiso que en casos como este introduce algún malentendido: aunque apenas, Saer entró a la escuela por la vía de esa latinoamericanitis contra la que tanto despotricó. Por supuesto, El entenado.
En 2003, el Plan Nacional de Lectura del Ministerio de Educación hizo preparar “cinco libros de lecturas para adolescentes”. Los tomitos de esa colección, “Leer x leer” –unas quinientas páginas en total, que se distribuyeron gratis en escuelas–, prodigan nueve textos de Cortázar, ocho de Benedetti, cinco de Borges y de Neruda, cuatro de García Márquez. De entre los tantísimos autores de quienes aparece sólo un texto, está uno de los fragmentos de El entenado menos mezquinos en peripecia protonacional; ese en que el capitán español y sus hombres, apenas desembarcados en la costa del sur del nuevo mundo, caen sorprendidos a flechazos, y el joven narrador es capturado y conducido velozmente hacia su larga estancia entre los aborígenes.
En 2008, el ministro de Educación de la provincia de Buenos Aires consultó a un grupo de escritores y de profesores universitarios de literatura argentina para proponer una “Biblioteca argentina básica”, una decena de los libros nacionales más importantes que los bonaerenses han de leer antes de egresar de la secundaria. No hubo novedades con el siglo XIX (Martín Fierro, Facundo, Una excursión a los indios ranqueles); pero en la compulsa sobre el tupido siglo XX, el canon –Borges, Arlt, Cortázar– quedó interferido por la emergente Silvina Ocampo, por la última novela de Manuel Puig, por Zama de Di Benedetto y, otra vez, por El entenado. Convocado yo mismo a la consulta, confieso que cedí a las tentadoras presiones del consenso, porque un asesor literario del ministro me instó entre susurros a cejar en mi empeño por Glosa: propongamos El entenado así aseguramos un Saer, rezaba su estratagema. Reacción expeditiva, es decir política: había que imaginar profesores de secundaria con la escritura de Saer entre manos ante una treintena de adolescentes conurbanos neoalfabetizados por el teléfono celular.
En los programas del Colegio Nacional de Buenos Aires figura Saer sólo en quinto año: dos ensayos de El concepto de ficción son lectura obligatoria; El entenado engrosa una lista optativa con otras dieciséis narraciones (mientras que dos cuentos de Borges y otros dos de Carpentier son obligatorios). La novela de Saer se destina para contenidos como “regionalismo y vanguardismo”, “realismo mágico”, “vínculos entre historia y literatura”, “novela histórica”.
Efectos persistentes y estabilizados de una sorpresa de origen, muy sabida por quienes la leímos en 1983: en El entenado Saer parecía haberse vuelto legible, aventureril, histórico, subtropical y latinoamericano (y alegórico: a un año del horror de Malvinas y mientras Alfonsín asumía la presidencia y mandaba a juicio a los comandantes genocidas, la novela ponía cadáveres de asesinados por las espadas españolas flotando en el Paraná, o diatribas apátridas contra la guerra). No es raro que el canon escolar le haya hecho un sitio a este libro, porque desde que se publicó fue capaz de desorientar hasta a los más advertidos (una de las lectoras más agudas de Saer habló de “una narratividad en catarata”). Primer malentendido: un escritor en cuyas novelas no pasa nada, lo que se dice nada, había escrito una en que, al parecer, sucedía una cosa tras otra (la novela decepciona esa expectativa bastante rápido, pero es cierto que la abre). Segundo malentendido: lo que pasaba, además, era una de marineros capitaneados por Solís y diezmados a flechazos, indios antropófagos y orgiásticos, matanzas en la selva, tenidas alcohólicas de monasterio, andanzas de comediantes por la Europa de la imprenta recién inventada (pero en las páginas que se nos imponen, por supuesto, hay no más que un hombre solo que en la noche interroga el cielo acribillado de estrellas). Tercer malentendido: la prosa de Saer, que hasta el libro anterior –nada menos que Nadie nada nunca– se trababa sobre su ritmo como en un poema interminable, corría en El entenado casi tersa, en períodos casi normales donde un marginal agnóstico narraba su vida (pero terminaba el libro casi forzando el aliento de su voz en un filosofar interminablemente disyuntivo sobre la descomposición de los lazos entre sujeto y experiencia, percepción y mundo, lenguaje y materia, todo eso recortado contra la era candorosa y despiadada del fervor renacentista).
No conviene exagerar, pero hasta profesores de las escuelas enclavadas en los andurriales delictivos y pandémicos del conurbano son capaces a menudo de desujetarse y hasta de olvidar por momentos las tablas de salvación pedagógica (el “compromiso con la realidad”, “la Historia”, la idea atroz de que la literatura es un discurso). Lo suficiente nomás para que la verdad y el desacuerdo turben las orillas. “Vendría a ser como el indicio de algo imposible pero verdadero”, anota el ya anciano narrador de El entenado.
Imágenes [en la edición impresa]. Ai Weiwei, Colored Vases (2006), 51 jarrones neolíticos (5000-3000 a. C.) y pintura industrial.
Lecturas. El entenado se publicó por primera vez en Folios de Buenos Aires en octubre de 1983, y en diciembre por el mismo sello en México. El río sin orillas. Tratado imaginario, en 1991 por Alianza Editorial de Buenos Aires. Las figuras de lo incalculable, de la sustracción y del acontecimiento remiten principalmente al pensamiento de Alain Badiou: algunos títulos dedicados al arte y la literatura son El siglo (Buenos Aires, Manantial, 2005) y varios ensayos de Condiciones (México, Siglo Veintiuno Editores, 2002).
Miguel Dalmaroni enseña Literatura Argentina y Teoría Literaria en la Universidad Nacional de La Plata y es investigador del Conicet. Publicó Una república de las letras. Lugones, Rojas, Payró. Escritores argentinos y Estado (Rosario, Beatriz Viterbo, 2006) y, junto con Gloria Chicote, la recopilación de ensayos El vendaval de lo nuevo. Literatura y cultura en la Argentina moderna entre España y América Latina (1880-1930) (Rosario, Beatriz Viterbo, 2008).
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