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Sabido es que uno de los argumentos del negacionismo para sostener que en los campos de concentración nazis no había cámaras de gas se ampara en la inexistencia de testigos directos. El negacionista reclama el testimonio de una víctima. Pero como sólo un muerto podría relatar haber sufrido una cámara de gas, nadie estaría en condiciones de afirmar que esas “duchas” cumplían una función semejante. Así, la única prueba de que las cámaras de gas mataron a millones de personas sería que quienes pasaron por ellas no han sobrevivido para contarlo. Y si nadie ha sobrevivido para contarlo, ¿quién nos asegura que las cámaras de gas existieron realmente?
Un sofisma parecido se podría esgrimir con respecto a los “vuelos de la muerte” durante la última dictadura argentina. Aunque es cierto que nadie en el país ha puesto en duda la existencia de esos vuelos ni que en los centros clandestinos de detención se torturaba y asesinaba gente. Si bien a partir del Nunca más fue casi un lugar común comparar el régimen nazi con los años del Proceso, no hubo en estas pampas quien se atreviera a tomar la posta del negacionismo. No al menos con el grado de provocación y delirio que se ve respecto al Holocausto. Ni siquiera porque las evidencias sean, aquí o allá, más o menos contundentes (nadie que escribe un libro para negar la existencia de las cámaras de gas pretende que los historiadores aprueben sus argumentos).
Pero ¿qué otras formas ha adoptado en nuestra historia reciente el espantajo negacionista? ¿Y por qué las estrategias que han procurado relativizar el horror de aquellos años nunca lo han hecho con esa desfachatez y necedad extremas? A fin de evitar extrapolaciones forzadas, digamos que dentro del genocidio perpetrado por la dictadura argentina (más allá de que hubo judíos desaparecidos) no cuadran ni el antisemitismo ni el antisionismo, pilares del negacionismo del Holocausto. Sí se insistió en la justificación expeditiva del “por algo será”, o en el suspicaz interrogante de “en qué andarían” los desaparecidos, lo que contribuyó a que sus concepciones políticas fueran sopesadas maliciosamente por algunos a la hora de considerar a las víctimas inocentes como si fueran más víctimas que las víctimas militantes, o a darle crédito a la idea suscripta, entre otros, por el general Ramón Camps de que “no desaparecieron personas sino subversivos”. Si algo está claro es que no hicieron falta grandes dosis de cinismo para sellar la impunidad de que gozaron los genocidas durante años, ni gestos demasiado extravagantes para ayudar a confundir el terrorismo de Estado con la “teoría de los dos demonios” o la lucha antisubversiva.
Otro ejemplo es el de la cuestionada veracidad de que hayan sido 30.000 los desaparecidos. Se sabe que la Conadep recibió 8.960 denuncias y que hubo un número no desdeñable de familiares de secuestrados y de sobrevivientes de los campos que, por temor u otras razones, se abstuvieron de denunciar lo propio. En su libro Poder y desaparición, Pilar Calveiro relativiza, desde un ángulo opuesto, la relevancia final de la cifra. “Un muerto es una tristeza, un millón es una información” es la frase de Todorov que cita para señalar que, en rangos de tal envergadura, se pierde la noción de que se está hablando de individuos. Algo sobre lo que Woody Allen bromeaba, refiriéndose al Holocausto, cuando decía: “¿Seis millones? Sí, y lo peor de todo es que los récords están para batirlos…”.
Como tantos otros chistes que se valen del costado más grotesco del exterminio nazi, la broma de Woody Allen manifiesta muy bien que existe una cierta cultura humorística sobre la Shoá, incluso entre los judíos. Una tradición de humor negro que convive con el interrogante –artístico, literario– de hasta qué punto la ironía y la sátira son modos apropiados de manejarse con el terror fascista. No en vano el nazismo y la solución final han dado pie a numerosas expresiones de irreverencia y transgresión frente a su sentido trágico: desde la serie de fotografías en que el alemán Anselm Kiefer se retrató haciendo el gesto de Seig Heil en distintos lugares de Europa, hasta los jabones hechos con restos de una liposucción que le realizaron a la argentina Nicola Costantino, el arte se las ha ingeniado para satisfacer a un público deseoso de ser provocado.
Nada de esto ocurre en la Argentina con los desaparecidos; ni rastros de un reto semejante a las leyes del decoro. Nadie ataca frontalmente la memoria de esos muertos. Nadie hace chistes sobre los desaparecidos. Ni siquiera la derecha más recalcitrante, cuyo adalid es hoy Cecilia Pando, se ha atrevido a meter el dedo en esa llaga. Quizá porque entiende que hay un límite para la incorrección política, aunque haya intentado rebasarlo hace poco, cuando con un grupo de manifestantes pintó crespones negros sobre los pañuelos blancos que simbolizan en la Plaza de Mayo la lucha de las Madres.
Pero ¿qué habría sucedido si esa acción profanadora la hubiera llevado a cabo un artista? ¿Por qué nadie se ha atrevido aún a provocar un tumulto en relación con este tema, un atentado a la buena conciencia bajo pretextos artísticos? Bastó que a Charly García se le ocurriera, diez años atrás, la idea de arrojar maniquíes al río desde un helicóptero durante un recital para que todo el mundo pusiera el grito en el cielo y quedaran a la vista los reparos sobre lo que se puede hacer o decir de los desaparecidos. En la literatura, lo mismo: mientras que la narrativa sobre Malvinas (desde Los pichiciegos, de Fogwil, hasta Una puta mierda, de Patricio Pron) ha rechazado los registros heroicos, echando mano a la farsa, el grotesco y la picaresca para representar una guerra en la que el poder dictatorial actuó con el mismo desprecio por la vida humana que cuando torturaba, las novelas sobre el terrorismo de Estado y los desaparecidos (El fin de la historia, de Liliana Heker, Dos veces junio, de Martín Kohan, por nombrar sólo dos ejemplos) no parecen tener margen para hablar de la dictadura con ironía. ¿Será porque ironizar, siquiera literariamente, sobre una cuestión relacionada con los derechos humanos supondría una violación de estos? ¿A qué se debe tanta seriedad? ¿A la dificultad de abstraer el tópico “desaparecidos” de los mecanismos que traman socioculturalmente esa Memoria en tren de ser museificada? ¿A una sutil (auto)censura biempensante? ¿Al entuerto ético y estético que suele generarse cuando se busca distinguir representación histórica de representación artística en casos como este? ¿Al peso de la responsabilidad que tuvo la sociedad civil en el horror de aquellos años? ¿A un ritual de duelo que no cesa? ¿Al dilema moral que implicaría quebrar ese tabú y a cómo, ante su mera posibilidad, se nos atraganta cualquier sermón en nombre de la libertad de expresión artística?
En una entrevista hace algunos años Juan Terranova dijo algo en que se conjugan su consabido afán provocador y un dejo de frivolidad boba: “El tema de los desaparecidos se transformó en un lugar común, la verdad es que me chupan un huevo” (Rolling Stone, octubre de 2005). El asunto se vuelve interesante si se piensa que el progresivo fin de la impunidad (inconstitucionalidad de las leyes del perdón mediante) en algo ha tenido que modificar el contexto en que una frase así puede ser dicha: no todo es posible en todo momento. ¿Cambiará en algo, entonces, que se haya abierto en la ESMA el Museo de la Memoria? ¿Cambiará en algo que los represores se pudran de una buena vez en la cárcel? Es irónico preguntar estas cosas en un contexto en que la pregunta es, en realidad, por qué hay un tabú con los desaparecidos. Por qué a nadie se le ha ocurrido, por ejemplo, reescribir en clave sadiana el Nunca más, o fotografiarse en una pose extática durante una sesión de picana eléctrica. Mientras tanto, recordemos a Pasolini y replanteemos la pregunta que el crítico Miguel Dalmaroni se hacía en un ensayo titulado, no sin pertinencia, “La moral de la historia”: “¿Quién escribirá El Fiord de la dictadura?”.
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