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Esto no trata de la muerte del cine, ese tópico de moda, sino del “después” de algo, un cambio que probablemente aún es muy pronto para identificar, como no sea por grietas muy finas.
Tengo curiosidad por saber exactamente cuándo terminó el cine como yo lo entiendo. Porque algo ha pasado, no sólo en las obvias transiciones de la película a la cinta y de lo análogo a lo digital. Hay una historia más personal.
¿Fue en los setenta y ochenta, cuando cerraron cines de Londres como el Academy y el Paris Pullman? ¿Fue, específicamente, el 10 de junio de 1982, cuando murió Rainer Werner Fassbinder, la misma fecha en que los Rolling Stones llegaban a tocar a Munich? ¿O el día en que los hermanos Weinstein decidieron embarcarse en la producción cinematográfica? ¿O cuando los editores fílmicos dejaron de usar Steenbecks y la edición se volvió no lineal? ¿O el día en que murieron Robert Mitchum y James Stewart? ¿O el de 1968 en que una mano anónima escribió en una pared de la Sorbona: “Godard: el más boludo de los suizos prochinos”?
¿Fue el día en que comprendí que toda la carrera de Antonioni había sido una artimaña para encerrarse con mujeres y convencerlas de que se desnudasen? ¿O el primer día de filmación de Quentin Tarantino? ¿O la noche en que el productor Don Simpson y Paul Schrader se sentaron en Hollywood en un Porsche a inhalar cocaína y discutir de estética, de moral y de Dios? ¿O el día en que David Lynch se deshizo de Isabella Rossellini?
¿O fue esto y aquello y lo de más allá?
No estoy diciendo que el cine sea mejor per se, que 35 mm sea mejor que 16 mm, que el video, que el súper 8, que lo digital. Son todas imágenes. Ya no prefiero el cine a la televisión o el DVD, aunque alguna vez lo preferí.
La exhibición de una película solía ser sacrosanta, más que ahora; era una conserva del proyectorista, a quien le construían un cuarto privado especial.
A partir del VHS cualquiera puede meter las manos en una película, reproducirla hacia atrás y hacia delante, acelerarla o retardarla, y mirarla de la misma forma en que se mira pornografía. En estas condiciones el cine se ha vuelto menos mágico, menos suspendido, y está más relacionado con otra clase de obsesiones.
Desde que llegó la era virtual algo le ha pasado al tiempo y, lo que quizás sea más importante, al desarrollo de los acontecimientos en el tiempo. Todo se ha vuelto más rápido y a la vez más lento. Personalmente, he crecido en poder de concentración cuando se trata del fondo o el detalle, pero la extensión de mi atención global ha mermado. En algún momento también dejé de observar en las películas el primer plano. Como en la vida, empecé a distraerme con lo que estaba al fondo, como si el verdadero significado de la película pudiera encontrarse oculto en cómo se veía una calle, en la disposición de los muebles en una habitación o la forma en que se agrupaban los extras.
La mayoría de las películas están diseñadas para contrarrestar dos impulsos modernos claves es aburrimiento y deriva, que son los puntos en que yo suelo empezar a interesarme. Por pura fascinación perezosa empecé a tomar fotos de películas, pero sólo de fondos o detalles, porque parecía que en las películas o las fotos una vista es parte de un paisaje personal tanto como lo es en la vida real. Esas fotos me traían a la mente aquello con lo que más disfrutaba yo al hacer películas: vagar por ahí explorando locaciones, con más determinación que un turista, tratando de igualar lo que estaba en el papel con una casa o paisaje parecidos a los que había imaginado. Me gustaban las fotografías de reconocimiento y las polaroids que se van pegando en un tablero. Esas búsquedas siempre eran sorprendentemente cansadoras (como recorrer una galería de arte) pero placenteras: una sensación de días fortuitos. Una vez que encontraba las locaciones nunca volvía a sentir el mismo interés hasta el momento del montaje, y a menudo pensaba: “¿Por qué no podemos dejarlo en ese punto?”.
Siguiendo con la cuestión del tiempo, hace poco me percaté de que casi todo lo que he hecho relacionado con la apreciación del arte estuvo determinado por lo que duraba: la extensión de un libro, una película o una pieza de música. Por contraste, en las galerías siempre me he sentido incómodo porque soy incapaz de calcular cuánto tiempo se supone que uno debe mirar algo. Ahora cuestiono la duración de las películas: ¿por qué noventa minutos, por qué dos horas? Incluso en un tema de rock de dos minutos y medio espero sólo un verso o una frase particular y el resto me lo salteo. Me he pasado años sin escuchar apropiadamente “Satisfaction” de los Stones porque nada de lo que seguía era tan bueno como el riff del comienzo.
Vivimos en una época de fragmentos, sampleos y reciclado.
Por eso muchas veces también prefiero el relato que hace alguien de una película a la película misma, como pasa, por ejemplo, con la entrevista que en el libro de RothStauffenberg Basado en una historia real le hacen sobre su última instalación, y donde se conversa sobre las piedras en Badlands. En otro tiempo esa discusión me habría llevado de vuelta a la película. Ahora, con la referencia es suficiente. Tal vez el posmodernismo sea esto.
No tengo nada contra Hollywood. Es lo que es. Un reflejo del país que lo produce: gigantismo, agresión, inseguridad. A propósito de lo cual, una vez me descubrí preguntándome si los supermercados gigantes vinieron antes que la talla extragrande o si la gente de talla extragrande es producto de los supermercados gigantes. En la equivalencia del huevo y la gallina, ¿qué estuvo primero, el superobeso o el carrito cargado?
Hoy la mayoría de las películas estadounidenses vienen en una sola talla: XXL. Arrastradas por su propio tamaño: producciones monstruosas, sepultadas bajo el peso del elenco y el equipo, cuyos créditos finales duran más que un corto.
En la ciudad de Londres, donde vivo ahora, a menudo veo equipos de filmación trabajando: cincuenta personas mirando a un actor alejarse de la cámara. Calles enteras tomadas por los vehículos de esos equipos de filmación y, por el tamaño de todo y el aspecto de las donas –siempre hay una mesa de donas–, uno sabe que, sea lo que sea que estén filmando, no va a ser bueno porque toda la energía se gastó en conseguir los permisos de estacionamiento.
El cine en general se ha transformado en mal turismo y paquete de vacaciones de tercera categoría.
Pero hagamos una excepción con las películas de Bourne. Arrancan reviviendo una fórmula muerta –el thriller euroestadounidense– y una franquicia todavía más muerta, Robert Ludlum (¿recuerdan The Osterman Weekend?: el último clavo en el ataúd de Sam Peckinpah). La respuesta a cómo consiguieron ese ritmo está en los extras del DVD: ahí es donde fueron a parar todos los planos medios. La gramática básica de la película es de golpe y contragolpe entre plano secuencia y primer plano, con suficientes disposiciones de múltiples cámaras para eliminar todo temor por la continuidad.
Como sujeto que ha hecho películas, y de vez en cuando todavía las hace, debo aceptar que el cine ya no tiene el significado que tuvo alguna vez. Sin duda la hora del cine estadounidense ha pasado y hoy funciona como poco más que una forma de vanidad. Un aspecto muy útil, entre varios, de la entrevista a Shin Jun-Shul del libro Basado en una historia real, es que muestra que puede existir un cine alternativo sin ninguna referencia a Hollywood. La entrevista también señala, correctamente, que el formato estadounidense ideal no se da en el cine sino en la televisión, con series como The Shield.
En lo que hace al extraño acto de sentarse en la oscuridad a mirar proyecciones de las fantasías de otros, por estos días terminé cuestionándome tanto a mí mismo como a la película: ¿no es esto un sucedáneo de la experiencia en vez de un compromiso auténtico?, me preguntaba.
Muy bien, rebobinemos: como en esos planos de un calendario con los meses y los años cayendo, volviendo el tiempo hacia atrás. Incluso cuando era chico, la fórmula del cine –veinticuatro cuadros por segundo– me resultaba fácilmente aprehensible. Era una proyección, un lanzamiento hacia delante y, aunque me maravillase mucho de sus propiedades mágicas, desde temprana edad supe que se trataba de un proceso mecánico, que comprendía bobinas, trinquetes, piñones y carretes. Y, mientras el proyectorista no pusiera los rollos en un orden equivocado, lo que seguía era un despliegue sencillo, físico. Lo mismo valía para el montaje, como se me hizo evidente cuando años más tarde comencé a hacer películas. Siempre me tranquilizaba, me asombraba incluso, que el rollo que uno empezaba a montar el primer día de edición se convirtiera, no importa cuán cambiado, en parte de la película terminada.
Recuerdo a Herr Srp, un editor sin vocales en su nombre, que siempre hacía los cortes de la banda sonora en las consonantes duras, y no en las vocales como marca la convención. Hizo el corte final de una película (Chinese Boxes, 1984) yendo hacia atrás, reproduciendo los rollos en retroceso, pasándolos por sus dedos enguantados de blanco, midiendo el tiempo de los cortes por intuición. Hicimos el corte en un estudio de Berlín en el que había trabajado Fritz Lang, no lejos de donde aún estaba preso Rudolf Hess.
Parecen una época muy afable los días aquellos anteriores a la imagen sobrecargada y la saturación comunicativa. Hoy todo se filma hasta que no da más, y al final lo matan. Los cielos se han convertido en vastas, invisibles villas miseria electromagnéticas, llenas de bancos de imágenes de información olvidada y descartada, el equivalente celestial de los basurales. Hoy sólo busco sentido entre las imágenes más banales de la TV diurna. Sentarse a las once de la mañana frente a un programa inmobiliario de siete años de antigüedad es una experiencia indescriptible. ¿Y cuántas veces exactamente han repuesto Friends? ¿Cuántas veces se puede reponer una reposición sin que se necesite una palabra nueva?
La TV diurna encarna el estado de letargia perfecto. Resiste el análisis; casi no invita a respuesta alguna en absoluto. Es al mismo tiempo virgen, un estado más allá de la anticipación, y terminal: una máquina de reanimación que ni siquiera necesita que uno le haga caso. La sensación no es desagradable. No es amenazadora. Es ligeramente narcótica. Lo que explica por qué los adictos miran tanto este material. Sólo causa una ínfima punzada de pánico: un anticipo de lo que nos espera en ese geriátrico donde el ensueño de moribundo no son los prometidos flashbacks de vidas pasadas sino bips desde ese interior fantasma de reposiciones y de lo irrepetible: TV muerta.
En su libro Mavericks of the Mind (Disidentes mentales), David Jay Brown y John Lilly discuten la noción de que la ketamina, un tranquilizante animal con efectos alucinógenos, vuelve el cerebro directamente sensible a las transmisiones de TV. Lilly llega a afirmar que una vez que tomó la droga se encontró dentro de una telenovela, participando en ella como si fuera la realidad.
Exceso. Repetición. Reposición. Un mundo en el que más significa más de lo mismo. En el cine también: la secuencia taquillera apenas se molesta en ocultar la bancarrota de la imaginación. Siempre la misma película hecha con la misma fórmula. En un nivel cultural más amplio, la muerte del contenido. Hoy apenas nos preocupa de qué trata algo. Hemos desarrollado miedo al contenido, especialmente en el mundo del arte, donde lo ha reemplazado el negocio de la curaduría.
Yo afirmaría que en la actualidad sólo tienen interés dos clases de cine: el postcine (post-cinema) y el cine perdido (lost cinema). Y para ambos propongo, no totalmente en serio, el título genérico de cine postraumático (post-traumatic cinema).
El cine perdido incluye todas las películas que nunca fueron realizadas y las que fueron realizadas pero murieron por desidia o no lograron sobrevivir. Observemos, de paso, el destino del director británico Roy Rowland, quien hizo The 5000 Fingers of Dr. T (Los 5000 dedos del Dr. T, 1953) y terminó trabajando en una tienda de ropa para hombres en King’s Road, Londres.
Las películas desaparecidas de Shin Jun-Shul, según se las cataloga en el libro Basado en una historia real, muestran cómo pueden perderse carreras enteras. Su corpus también es una prueba de que para los Estados Unidos el mundo, con suerte, es monocultural. Mi único encuentro fugaz con él fue a fines de los ochenta, en una reunión arreglada por intermedio de Pierre Rissient o Tony Rayns, quien me dijo que Shin estaba, dónde si no, en la Isla de Man, pasaría por Londres en camino a Heathrow y quería una cita. Shin estaba interesado en el Channel Four, que había financiado una de mis películas, y buscaba alguien que lo presentase allí. Hablamos una o dos veces por teléfono, únicamente de dónde encontrarnos. Él dijo que tenía prisa por alcanzar su vuelo, pero pensaba que habría tiempo para una taza de té. Como conocía Baker Street, acordamos encontrarnos a la entrada de la estación del subte. Esperé media hora pero nunca apareció. Luego supe que a Shin le había pasado lo mismo. La estación Baker Street tiene dos salidas y cada uno esperó en la equivocada.
Deberíamos apuntar también la película perdida de Hitchcock de mediados de los sesenta, cuando su carrera declinaba; era un producto de su obsesión con Blow Up de Antonioni, que proyectaba todo el tiempo porque la consideraba técnica y sexualmente más avanzada que cualquier cosa que él hubiera conseguido bajo el sistema de Hollywood. Hitchcock rodó pruebas para un equivalente del film de Antonioni, con desnudos, luz atenuada y panorámicas de trescientos sesenta grados. Hay quienes dicen que hizo la película entera, pagada de su propio bolsillo, pero luego perdió la paciencia y la archivó o la destruyó. Antonioni, en cambio, estaba obsesionado con Hitchcock y hablaba de filmar una escena con un hombre que se disponía a abrir una puerta en un largo, desierto pasillo de hotel, haciendo esperar a los espectadores, más allá del punto del aburrimiento, hasta que el suspenso se impusiera y pudiera sentirse el peligro. “Hitchcock, soy mejor que vos”, dijo. “Puedo hacerlo mejor sin utilería, sin nada, con apenas un hombre solitario parado en un pasillo vacío, esperando para girar un picaporte.”
En términos de lo que se recuerda y se olvida, se pierde y se recupera, es posible que a partir de ahora ningún material perdure. Es posible que, por la acción de diferentes formas de un virus de la imagen, la época actual, sepultada como ha sido bajo un alud de imágenes, no conserve ningún registro de sí misma. La emulsión es volátil e inestable. Hoy el VHS es propenso a extraños cánceres. Un fotógrafo que conozco perdió su archivo porque su servidor fue víctima de una guerra entre dos compañías de almacenamiento.
Quizás resulte que esas imágenes, pensadas como un registro permanente de nosotros mismos, solamente se dieron en consignación y dejaron tras de sí tan poco como la era prehistórica.
El postcine es lo que ocurre cuando realizadores individuales alcanzan el estado interesante y cada vez más defendible en que se es incapaz de hacer más películas o no se quiere hacerlas. Entonces nos desplazamos hacia otras formas y espacios. Entramos en habitaciones y “locaciones” extrañas, como las que construyó RothStauffenberg para su instalación Basado en una historia real, que podrían ser réplicas o existir como anticipación de algo. Entramos en otras clases de invención. Entramos en formas de recuperación y arqueología, donde el ideal es una proyección, o una pieza de música que suena en un cuarto vacío.
Mi problema de siempre con las instalaciones de arte es que rara vez suman más de una idea. O uno capta esa idea o no, pero si la capta no obtiene mucho más que si no entiende nada. Esas instalaciones, incluso cuando aspiran al cine, ignoran o no tienen en cuenta las complejidades de su gramática y lenguaje; por ejemplo, ralentizan una pieza de metraje existente, frente a lo cual sólo caben dos respuestas: “¡Uh, guau!” o “¿Y qué?”. Prefiero los proyectos que, o no contienen una sola idea y aspiran a un blanco perfecto, o contienen demasiadas. Donde al menos hay resonancia. El ideal es un híbrido de los dos, como esos lugares o locaciones que sugieren múltiples posibilidades narrativas y a la vez lo opuesto, la ausencia total de todo relato, sólo espacio vacío.
Una línea de aproximación que se insinúa es la de explorar la memoria del cine antes que el cine mismo, filmando “tomas” o construyendo decorados que vayan añadiendo fragmentos de una película que quizás exista algún día o pueda haber existido una vez. Películas que, en lugar de estar condicionadas por una simple proyección o un desarrollo lineal, puedan existir en una dimensión espacial, un laberinto de imágenes en el cual sea posible perderse, donde el pasado coexista con el presente, sin estar determinado por el flashback, y donde la imagen se libere de la tiranía de la narrativa.
El gran crítico de cine y pintor estadounidense Manny Farber, autor de Espacio negativo, rara vez decía de qué trataba una película. Nunca estuvo interesado en sinopsis alguna de la trama. En cambio escribía en términos de espacio, ya sea geográfico, psicológico o metafísico. Describía el terreno de una película como si fuera un paisaje; miraba, por ejemplo, el Fassbinder de El frutero de las cuatro estaciones con los ojos de un hombre que ha estudiado las pinturas de Fra Angélico y ha visto la conexión.
Estas habitaciones o locaciones remiten a ideas profundamente vinculadas a la historia de la imagen, tanto fija como en movimiento. Están asociadas a las fotografías de Atget de la París del siglo XIX, de las cuales se destacó que sus calles vacías y despobladas parecían escenas de crímenes a la espera de concretarse. Atget se anticipó así a la moderna red de vigilancia, mantenida diariamente por máquinas, que también están a la espera de un crimen. Esos lugares adscriben a la idea de falsa preparación del decorado. Me recuerdan a Godard cuando hizo Una mujer es una mujer. Encontró un departamento que pertenecía a una pareja de ancianos y negoció para filmar allí, pero la pareja se echó atrás. En vez de buscar otro departamento –y aquel no era especial ni único– Godard decidió recrear uno igual en un estudio cinematográfico. Raoul Coutard, su director de fotografía, estaba ansioso por trabajar en un estudio para producir un cambio; las paredes móviles le darían más espacio para la cámara y rieles aéreos para las luces. Pero Godard insistió en que el decorado fuese una copia exacta del original, sin que nada se moviera. Y aunque al principio aceptó que Coutard contara con el cielorraso para sus luces, no fue por mucho tiempo: argumentó que su actriz y esposa, Anna Karina, no solía acostarse en habitaciones sin cielorraso, que por lo tanto no debía hacerlo entonces, y ordenó que colocaran uno en el decorado.
Hay una historia relacionada con esta que menciono ahora porque no acierto a decidir qué dice sobre Godard. Se estaba filmando Alphaville, interiores nocturnos, y como él no pagaba ningún extra por filmar de noche, de pronto el equipo se declaró en huelga, obligándolo a filmar de día con luces apagadas. A todos los efectos, los resultados fueron indistinguibles pero Godard se quejó de que su propio equipo lo estaba saboteando, y Coutard, entendiendo hasta qué punto Godard se sentía constreñido por la necesidad de trabajar con otros, le dijo a un colega: “Lo que le gustaría es tragarse la película y cagarla ya procesada; así no necesitaría a nadie más”.
Estas habitaciones o locaciones remiten a la noción de habitación del crimen y a la idea de que una fórmula de serie televisiva como The Shield podría ser tan buena como cualquier otra, incluso mejor. Adhieren a la poética del espacio como la prescribe Gaston Bachelard, quien escribió que recordar todos los portales que se han atravesado es recordar la historia de la propia vida. Como una extensión de esto, existe la puerta como umbral, lo que trae a la mente a aquel maestro del portal, Fritz Lang: ver a Glenn Ford y Gloria Graham detrás de la puerta en Deseo humano.
Estas habitaciones y locaciones remiten a una red de asociaciones que se forman en el inconsciente colectivo colonizado por el cine. Son lúcidas y opacas al mismo tiempo, transparentes y misteriosas. Se asocian con un elemento del relato detectivesco: cómo “leer” la habitación y lo que significa. Las habitaciones se convierten en recipientes de memoria y momentos cinematográficos, en museos, en memoria del cine. Pero al cabo es al espectador a quien corresponde darles sentido. Para aquellos con una fe secular en el poder de la imagen, se transforman en espacios cuasi religiosos, como estaciones o mezquitas. Para el jansenista, confirman la creencia de Robert Bresson: que el verdadero arte cinematográfico está basado en fragmentos. A mí me recuerdan una frase del director alemán exiliado Max Ophüls: “La felicidad no es divertida”.
Habitaciones sobre películas, producto de las fábricas de sueños, recuperadas como fragmentos de un sueño, recortes, anécdotas y alusiones. Ya no nos entendemos con el cine en términos de aquello de que trata por vía de las sinopsis, el relato o lo que sucederá a continuación, ni los pulgares hacia arriba o hacia abajo. Estamos más bien en el mundo de La Jetée de Chris Marker, en la que un hombre es enviado desde el futuro para intentar dar sentido al pasado. Enviado a habitaciones que tratan del tiempo y la memoria borrada, con el cine como puente entre los dos.
Y si fuese tarea nuestra recuperar un mensaje para que ese hombre lo lleve de regreso, podríamos partir de Don DeLillo, quien escribió que la historia se reduce a gente hablando en habitaciones.
¿Y cómo verían estas habitaciones en ese mundo futuro? ¿Conocerían a Brecht? ¿Sabrían que una vez escribió: “Las aspiraciones humanas sólo me hacen sonreír”? ¿Les parecerían las habitaciones un comentario a la inutilidad del sentido y el arte? ¿Conocerían a Graham Greene y entenderían su convicción de que el éxito no es sino la dilación del fracaso?
Nunca deja de sorprenderme que a Hollywood, con toda su insistencia en ser escapista, siempre lo haya obsesionado la muerte a tal punto que se despreocupó de ella. Los actores de Hollywood tienen que volverse duchos en fingir que mueren.
Pero a medida que el cine progresa, la lista de los muertos reales crece cada vez más. ¿En cuál muerte de todas las muertes que había ensayado pensó Robert Mitchum mientras agonizaba, si es que pensó en alguna? ¿En la de Retorno al pasado?
Barthes escribió de manera conmovedora sobre la acumulación de significados en la foto de un hombre condenado a muerte. ¿Cuánto cambia la muerte real de un actor o una actriz el significado de una película en la que actuó y la manera en que la vemos? Mucho, obviamente, cuando el actor es objeto de un culto a la muerte, como James Dean. Pero en general, a medida que pasan las generaciones, esa película se convierte en un medio fantasma. Por más escapista que sea el cine, a la muerte no se le puede escapar. En un sentido, toda película es un relato fantasma, el que ronda la pantalla, el que también es una mortaja.
Y ya se trate de lo que no sucedió o de lo que pasó realmente, esta historia y esas habitaciones o locaciones se vuelven una historia de todas las películas que nunca se hicieron.
Traducción de Francisco Ali-Brouchoud
La obra de Petit es fruto de una constante experimentación como vía para abordar los fantasmas de lo nuevo que habitan las grandes ciudades, las mitologías menores que engendran los medios de masas, el fracaso anticipado de la razón tecnológica y los avatares de la imagen. Petit no deja de preguntarse cómo es posible producir una experiencia cinemática prescindiendo de buena parte del aparato que asociamos al cine. En este artículo, que cedió especialmente a Otra Parte, liga estas preocupaciones a las del libro Basado en una historia real (Based on a True Story, Zúrich, Patrick Frey, 2008), de Christopher Roth y Franz von Stauffenberg. La poética de estos artistas establecidos en Berlín, que desde los noventa conforman una unidad autoral que firma como RothStauffenberg, considera el cine como modalidad de la memoria y arqueología vital; una propuesta que Petit relaciona con sus propios intereses: el cine perdido y el postcine.
Chris Petit, escritor y cineasta, fue en la década de 1970 editor de la sección de cine de la revista Time Out. En 1979 estrenó el largometraje Radio On, una road-movie que presentaba el paisaje rural y urbano de Inglaterra con una franqueza angustiosa sin precedentes. A este “film sin cinematografía” siguieron el policial Un trabajo no apto para mujeres (1981) y los thrillers Fuga a Berlín (1983) y Cajas chinas (1984). En las décadas siguientes, con el psicogeógrafo y novelista Iain Sinclair, Petit realizó para la BBC The Cardinal and the Corpse (1992), primera parte de una trilogía sobre figuras marginales de la cultura (y obra que expandió los límites de lo estéticamente aceptable en la televisión británica), y el celebrado, hipnótico documental London Orbital (2002). Su trabajo con múltiples capas de ficción, documental y ensayo se vuelve extremo en Negative Space (1999, sobre el crítico cinematográfico Manny Farber), Asylum (2000) o Unrequited Love (2009). Petit también es autor de relatos gráficos y novelas, la última de ellas The Passenger (2006).
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