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La apertura de mundos de sentido por la circulación de los productos del diseño.
Un antiguo vaso maya proclama: yuch’ib ch’ok ch’a […] K’uhul b’akaal ajaw, es decir, “taza de bebida de […] señor divino de Palenque”. Los puntos entre paréntesis indican que el jeroglífico del nombre no ha sido descifrado aún, y por eso los arqueólogos bautizaron “Casper” a este príncipe, aludiendo quizás a su cualidad de fantasma onomástico. Lo que interesa aquí, sin embargo, no es el nombre del propietario del artefacto, sino el propio vaso, que al estar nombrado, signado, designado, nos dice qué es y, al hacerlo, se propone como un quién.
De hecho, /Casper/ ha muerto hace mucho pero /vaso/ persiste en su entidad material y simbólica y su denominación lo hace más fuerte. Saber qué vaso es este es más valioso que saber quién es su dueño.
La cosa toma el relevo.
Quizás sea interesante hacer una breve digresión. Durante décadas la escritura maya no pudo ser descifrada, no sólo porque se ignoraba su condición parcialmente silábica sino también porque, bajo el influjo de Sylvanus Morley, se había supuesto un tipo excluyente de contenidos para los muchísimos ejemplos epigráficos de esa cultura. Estos contenidos debían ser, según la dogmática de Morley, de carácter religioso y astronómico, apropiados a la supuesta condición científico-pacifista de los reyes sacerdotes que los representaban. Según esta mirada, una inscripción como la del vaso de Palenque sólo podía consistir en una invocación ritual o algo de ese porte y textura.
Junto con el desciframiento de la escritura maya o, más bien, como en un deshielo recíproco de prejuicios (uno, el de la apoliticidad maya; otro, el de la “jeroglificidad” absoluta de su escritura), se rescatan fechas de batallas, sangrientos ascensos al trono y espumosos placeres en vajilla con nombre propio.
En otro frente de la arqueología, hace unas pocas semanas la doctora Jackie Finch, de la Universidad de Manchester, hizo conocer una investigación suya sobre cierto artefacto de madera y cuero (con forma y aspecto de dedo gordo) hallado en el pie de la momia de la hija del sacerdote Tabaketenmut, y cuya datación lo ubica en torno al 700 a.C. Finch concluye que el objeto era una verdadera prótesis y no –diríamos– el producto de un acto ritual de cirugía plástica post mortem para el miembro mutilado de la finada. Es que la cosa/prótesis presenta signos de desgaste, y a no ser –digo– que la hija del sacerdote haya realmente fatigado el trayecto entre la escribanía de Toth y la funeraria de Anubis, se trata de un claro signo de uso terrestre, una mínima y pragmática apología pro vita sua.
Nuestra mirada sobre la ritualidad indiscutible de la momificación tiene que admitir, entonces, que se haya incluido este dato concreto de la vida de la muerta como parte de su ajuar fúnebre: una prótesis que la ayudó a caminar –Finch dixit– no podía quedar excluida de la reintegración del cuerpo/momia, y el miembro postizo acompañó a su dueña con los mismos derechos que los otros que traía de origen. Lo mismo para la protésica taza de cacao.
En ambos casos, estas cosas, sus presencias, desmienten ciertos supuestos sobre las prácticas, pero no las prácticas mismas. Se resisten (sin saberlo ellas o sin saberlo nosotros) a ser incluidas en un orden que por principio las excluye o las recluye a un margen, a una marginalidad. Margen que a veces se traviste de sublime, como cada vez que encontramos la expresión “artefacto ritual”, en definitiva sólo el emblema de una sutil ignorancia frente a alguna morfología enigmática.
Esta reclusión consiste, precisamente, en no hacer centro en las cosas, en el sentido que encarnan e inventan en sí mismas, sino en insertarlas, en injertarlas como teselas en un mosaico previo –histórico o sociológico– cuyo aspecto final ya está enunciado. Para cumplir como ejemplos de un sentido postulado desde antes en lugar de abrir preguntas sobre él.
¿Y qué de las cosas que no caben en los textos que pretenden dar cuenta de ellas? Su persistencia está hecha de esa potencia deíctica, la de señalar-se, la de resistir todo significado, toda sujeción semántica externa que pase por alto su estar aquí. ¿Podremos avizorar un sentido para las cosas que está inscripto, precisamente, en su capacidad de atravesar planos o fronteras de sentido, transportando y transformando el sentido mismo en ese acto?
Mirémoslas con más atención. Se trata de cosas “designadas” para una finalidad –caminar, beber– pero que han sido trasladadas, secuestradas tres veces hacia una otra parte, situada en una realidad otra, en la que continúan ejerciendo –¿o no?– su oficio terrestre: la primera vez como prótesis, la segunda como ajuar, la tercera como pieza de museo.
Estas cosas existen por el hecho de que han viajado. ¿En qué consistió ese viaje? Podemos pensar que egipcios y mayas suponían una vida de ultratumba idéntica a la terrena, y por lo tanto, vasos para cacao y dedos ortopédicos serían tan útiles allá como aquí… ¿O es que daban por sentado la función sígnica de estas cosas-ya-objetos, la de ser testigos y compañeros de viaje de sus amos, un viaje que (lo sabían, estoy seguro) era en el tiempo y no en el espacio, en el sentido y no en el uso? Recordemos que todo sepulturero esconde un potencial profanador de tumbas, es decir, un arqueólogo. Suelo pensar que la reapertura del sepulcro estaba siempre prevista y que las cosas que se colocaban allí (y el ejecutante de la tarea fúnebre lo sabía, o por lo menos lo sospechaba) volverían a ser vistas, volverían a ser tocadas. ¿Estaban estas cosas dedicadas a esa nueva tarea –de ultratumba, sí, pero siempre terrena–, la de volver a ser significativas? De hecho son señales de identidad que permiten saber quién o qué era el que las poseyó. A la vez, no sabemos el nombre del príncipe ni el de la hija del sacerdote.
Pero nos quedan estas cosas, y su deíctico hic et nunc perpetuado en su consistencia material.
En estas dos ilustraciones históricas se puede percibir una condición ambigua y su irreductible ontología. Una ontología propia, no como provincia periférica o como colonia del ser hablado, sino como el fundamento de una significación, una actividad semántica que se erige como contraparte de la de la palabra. La mudez de un ajuar, de una escritura desconocida, de un artefacto irrisoriamente funcional, operan como otros tantos elementos y planos de significación que nos curan de las incurias del lenguaje y del malentendido de las palabras, precisas e imprecisas.
Esa cosa que escapa al lenguaje, a la dictadura de la palabra, deviene objeto.
Y esta aptitud para convertirse en objetos las cosas no la adquieren por sí mismas. La cualidad de objeto es el producto de una relación, de un tipo de relación que se elabora y reelabora sígnicamente, y que entre una calcinatio y una sublimatio describe o escribe esta alchimia curiosa que transforma las cosas en signos. Un objeto es una cosa en tanto que significante, pero esta condición no es un aura histórica o artística de la que es investida al injertarla en un orden que la supone pero que no la descubre. Un objeto es esa porción de materia que ingresa en la dimensión de un lenguaje, no como mero efecto de una traducción categorial, sino como algo que se inaugura en el momento de ser entendido –aceptado– como tal.
Un objeto es una cosa captada en el acto mismo de significar.
Las cosas pueden devenir objetos gracias a este traslado, este desplazamiento que mencionamos antes y que puede ser fortuito o deliberado. Sin embargo, cuando el desplazamiento es intencional, la hipótesis sobre el objeto ya no es la de la arqueología o la historia, o la mera sociología. Cuando no se trata del hallazgo, sino de la búsqueda, ya no de lo azaroso sino de lo deliberado, estamos en plena poética del diseño, cuyos interrogantes sólo se responden a través de un accionar en y a través de las “cosas proyectadas”. Si el objeto es signo, el acto de diseñar es ese acto de significación que consiste en producir precisamente el pasaje de la cosa al objeto. Del designio al diseño. La cosa indeterminada se vuelve objeto cuando es interpelada por el diseño, convocada, suscitada. El diseño es el lenguaje de las cosas mismas a través de su transformación en objetos. Y siempre se trata de transformación, incluso en el acto de proyectar un objeto nuevo. Nunca será ex nihilo. Siempre hay cosas antes. Partimos de las cosas que conocemos y que al ser reconsideradas como objetos nos permiten conjeturar, imaginar, proyectar, aquello objetual que todavía no son. Lo que en la mirada histórica es una pregunta por el qué era –una interpretación– se convierte para el diseño en una pregunta por lo que será, una “proyectación”.
El objetivo de los objetos es proponer y poblar universos, no muy cerca de la ciencia pero tampoco del arte. Se trata de crear sentidos dentro y no fuera de la trama de los intercambios pragmáticos. Y estos sentidos creados son una reescritura del mundo de las cosas y de los sujetos que se mueven entre ellas. Pero esta reescritura no está fuera del mundo; al contrario: lo reconfigura íntimamente. Es el diseño el que propone una poética del mundo en el mundo. El poema o el teorema requieren para su existencia de la separación, abstracta en uno, estética en el otro. El objeto está en el mundo en lugar de la cosa y si bien su ser-signo lo conjuga en un idioma que lo trasciende, su estricta consistencia lo retiene y lo contiene como parte del mundo. Está en lugar de la cosa, pero en el mismo lugar, no en otro. Y esta transformación artificial del mundo tiende a la completitud, a una reescritura total. En efecto, la gente puede estar rodeada o no de cosas, pero los sujetos del diseño, en la rica ambigüedad de la expresión, habitan un universo plenificado –más que planificado– de objetos, un conjunto de series y de sentidos que producen una interacción analizable desde sus dos caras: por un lado, el diseño es la adquisición de una personalidad, de una subjetividad que vuelve a la cosa objeto, es decir, pasible de establecer una relación subjetiva que está basada en la ganancia de objetividad frente a la irrelevancia de la cosa indeterminada, sólo singular. A la inversa, pero en la misma lógica, los individuos disuelven su subjetividad irreductible, la de ser este o aquel individuo en tal o cual aquí y ahora –esa irremplazable e irrelevante condición anecdótica de su historia personal–, para hacerse objetivables, ser portadores de objetos, de objetividad.
“No toda sociedad produce objetos”, advertía Baudrillard, y se hace urgente volver a indagar estos poderes semiúrgicos de la sociedad contemporánea. No olvidemos que el reemplazo de la metalurgia por la “semiurgia”, del artefacto por el signo, es el que marca para este autor el pasaje de lo industrial a lo moderno. Sin embargo, podemos transitar con más serenidad ciertos momentos de este paisaje posindustrial.
Para Baudrillard, la noción de objeto implica culposamente la de signo, como su máscara final. Pero a la vez, confirma la naturaleza simbólica de todo intercambio material. Me gustaría retomar esta idea de intercambio, de traducción de un sistema a otro. Una transacción de frontera, llena de guiños: cuando veo cosa, pienso objeto y leo signo. La ganancia simbólica es tan alta que se disimula bajo la explicitación de la mera mercancía. La lógica interpretativa de Baudrillard demuestra que este enriquecimiento sígnico no es ilícito, pero también que es inevitable e irremediable. El mundo de los objetos es la aspiración natural de la artificial vida en sociedad. Y de lo que se trata, dentro de esa aspiración, es de las transacciones entre objetos/sujetos y sujetos/objetos.
¿Cabe pensar que la actual relación con las cosas es imposible si previamente no han sido transformadas en objetos por medio del diseño? ¿Y si esto fuera cierto también para una posible relación entre sujetos? Así, la objetualización de la vida cotidiana también puede ser entendida como una tarea de “estilización” del yo, de los muchos yo que aspiran a cierta objetividad, análoga a ese cuidado de sí que estudiara Foucault, pero en clave de entorno; y esto incluye a los individuos a través de las cosas, sujetos mediados por los objetos para operar y operar-se en esa estilización. Las cosas entran en la frecuencia de un lenguaje que las reconoce como posibles componentes de un discurso, y esta apertura de sentido reorganiza a los mismos sujetos que las detentan, que se rehacen como sujetos en contacto con los objetos.
Si, desmintiendo el viejo dogma que opone función a símbolo, los objetos del diseño (prótesis o ajuares, entornos o ciudades) crean mundos al transitar entre los distintos planos de sentido, entonces llevan con ellos –en su estricta configuración— la capacidad de enunciarse y de anunciarnos, de hacerse presentes una y otra vez, incluso cuando hayan desaparecido las palabras que los designaban, las lenguas que sostenían esas palabras y los hablantes que crearon esas lenguas.
Y ellos, que sin embargo consisten en sí, que sola, que todamente consisten en sí, estarán reescribiéndonos para la siguiente apertura, para el próximo profanador. Cuando el viaje en el tiempo –que es el viaje en el sentido– nos devuelva hechos cenizas y fragmentos y miembros dispersos, como rastros del gran semiurgo.
Imagen [en la edición impresa]. Miguel Mitlag, Tres vasos.
Lecturas. Crítica de la economía política del signo, de Jean Baudrillard (México, Siglo XXI Editores, 1974) es un libro compuesto de varios ensayos y es, de alguna manera, la otra jamba de la puerta que abre El sistema de los objetos (México, Siglo XXI, 1969) del mismo autor. El tema de los objetos y el diseño tiene muchas vertientes y es hoy en día uno de los ejes de reflexión y discusión de los Design Studies y el llamado Design Research, que insiste en la doble vía de investigación “del” diseño e investigación “a través” (through) del diseño. En el primer caso, se trata de reencontrar la centralidad ignorada del diseño para la comprensión de muchos aspectos de la cultura y la sociedad contemporáneas, en claro pie de igualdad con los aportes del arte o la literatura.
Enrique Longinotti es arquitecto, profesor titular de Morfología y Tipografía de la carrera de Diseño Gráfico de la Universidad de Buenos Aires y director de la Maestría en Diseño Comunicacional de la misma universidad. Ha publicado, entre otros libros, La biblioteca imaginaria (Buenos Aires, Eudeba, 1998); Letronomikon. Al diablo con la letra (Buenos Aires, 2003) y Morfologías (Buenos Aires, Grin&Shein Haus, 2005).
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