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Las ficciones heterocósmicas del náufrago

FILOSOFÍA

 

Coherencia y disgregación: de la pirámide de mundos a la literatura de las fantasías desatadas.

 

En una de las últimas novelitas de Aira hay un hombre que el mar arroja a una playa misteriosa. Pronto el náufrago se vuelve un “soñador despierto”, dedicado a “la práctica a tiempo completo del fantaseo diurno”. Pero el hombre se empeña en que la diversidad de lo posible no haga chirriar la verosimilitud de sus ficciones: “En ese punto el fantaseo se permitía un apartamiento del realismo estricto: se permitía alternativas. La realidad no tenía alternativas; pasaba lo que pasaba, y lo que habría podido pasar en su lugar quedaba archivado en un trasfondo mental refractario a la realidad, y hasta su enemigo. El náufrago sabía, por intuición, que todo el placer que podía obtener del fantaseo estaba en su realismo. De modo que tenía que adoptar una de las alternativas y descartar las demás y se prometía hacerlo no bien se decidiera”. Como tantas veces en Aira, esto que puede contar como observación metanarrativa es también una nota para una heterodoxa teoría del realismo, no menos que un apunte delicado para una fenomenología de la imaginación literaria.

Mirado de cerca, el método ascético del náufrago airiano es la foto en negativo de esa novela caótica que Borges concibió bajo la máscara china de Ts’ui Pên: “En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts’ui Pên, opta –simultáneamente– por todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también proliferan y se bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela”. Entre la adopción indolente de una sola alternativa y la atolondrada afirmación de todas, cabe imaginar además una jerarquía de las posibilidades según un criterio más o menos arbitrario. April March, la “novela regresiva, ramificada” que Herbert Quain habría escrito en 1936, se interna por ese camino: está compuesta irrisoriamente de una “tercera y única parte”, y su primer capítulo es el vértice cualquiera de una pirámide de mundos posibles que son pasados alternativos de la jornada allí narrada.

 

La figura de una pirámide de posibilidades proviene de Leibniz, para quien ya era perentorio afirmar que lo posible es más vasto que lo actual, así como demostrar que el mundo real ocupa un lugar de excepción en medio de una anarquía de potencialidades. Conviene, entonces, recurrir a las ficciones que el propio filósofo desarrolla para ilustrar su barroca propuesta de metafísica. No olvidemos que los Ensayos de Teodicea (1710) terminan con un mito intrincadísimo, en el que Deleuze vio con razón el comienzo de la literatura moderna.

No poco está en juego en esta obra esencial de la Ilustración temprana: hay que justificar la bondad divina, conciliando el predeterminismo, la libertad del sujeto y el descalabro moral generalizado que parece ser el estado natural del universo. Al final de mil argumentos tortuosos, Leibniz pone en escena a Tarquino el Soberbio yendo a consultar el oráculo de Apolo. Insatisfecho con el destino que el dios le revela, el rey latino recurre al propio Júpiter. Un tal Teodoro, sacerdote encargado de los sacrificios, presencia el diálogo y, picado por la curiosidad, también inquiere razones. Júpiter lo deriva a su hija Palas, así que Teodoro viaja a Atenas y se hospeda en el templo de la diosa, donde tiene un sueño maravilloso. “Mira aquí”, le dice Palas Atenea, “el Palacio de los Destinos, cuya guardia está a mi cargo. En él hay representaciones, no sólo de lo que sucede, sino también de todo lo que es posible; antes de dar existencia al mundo que conoces, Júpiter pasó revista a todos los mundos posibles y eligió el mejor de todos ellos”. Cada habitación de este palacio piramidal es un mundo y, con un solo golpe de vista, Teodoro atisba las infinitas vidas completas de los Tarquinos alternativos: uno de ellos se instala en una aldea, cultiva un pequeño jardín, encuentra un tesoro, se hace rico y respetable, y muere viejito y feliz; un segundo Tarquino sale del templo y encara hacia Tracia, se casa con la hija del rey, vive adorado por sus súbditos… Y así sucesivamente.

A medida que uno asciende, los departamentos de este gran hotel metafísico se embellecen. El último cuarto es tan sublime que Teodoro se desmaya al entrar. Se trata del mundo actual, y el Tarquino de allí es ese hombre miserable que hace todo para merecer el epíteto de “el Soberbio”. De más está decir que, en la economía ética del universo, las atrocidades del latino redundan, no se sabe bien cómo, en bienes mayores. Lo importante es que la pirámide tiene cúspide pero carece de base: hacia abajo se va ensanchando hasta lo infinito. Por debajo de un mundo dado, siempre cabe imaginar uno menos perfecto. La gradación hacia lo peor no admite último grado.

 

Con la visión de ese arsenal de mundos posibles que es el Palais des destinées acaban, al unísono, el sueño de Teodoro y la Teodicea de Leibniz. Pero siempre que termina un sueño empieza otra historia. Si un mundo posible es, en pocas palabras, todo aquel que pueda ser descrito sin contradicción, Baumgarten –discípulo de Leibniz en todo– no podía dejar de aplicar a la poética una noción tan sugestiva. Al mismo tiempo que acuñaba la palabra “estética” en su acepción moderna, propuso una clasificación rica en consecuencias.

En sus Meditaciones filosóficas en torno al poema (1735), Baumgarten divide los objetos representados en una ficción según sean posibles o imposibles en el mundo real. Los primeros dan lugar a “ficciones verdaderas”; los segundos, a “ficciones” a secas. A su vez, los objetos de estas ficciones sin atributos pueden ser imposibles o bien en el mundo real o bien en todos los mundos posibles. Los absolutamente imposibles merecen el peyorativo mote de “utópicos”; son ajenos al arte, ya que la ausencia de contrariedad es una condición indispensable para que un objeto merezca un tratamiento poético. Podemos llamar a los otros “heterocósmicos”; junto a las ficciones verdaderas, tienen asegurado su puesto dentro del perímetro racional de una poesía legítima.

Que la imaginación intime con objetos “verdaderos” o “heterocósmicos” resulta vital, en cualquier caso, para ese soñador despierto que es el poeta. Baumgarten se declara en contra de todo empirismo (“al no ser suficiente la experiencia, son probablemente necesarias las ficciones verdaderas”) y de todo factualismo histórico (“y al no ser siquiera bastante rica la historia, son probablemente necesarias las ficciones heterocósmicas”). Cuando de poesía se trata, sin embargo, hay que preferir lo probable a lo improbable: “Si se dice que el poema es la imitación de la naturaleza o de las acciones, es preceptivo que su efecto sea semejante a los producidos por la naturaleza”. Todavía el principio de la mímesis pone freno a los impulsos de la posibilidad.

Más desconocidos que Baumgarten, e igualmente poco leídos, los suizos Breitingen y Bodmer optimizaron la aplicación del modelo leibniziano al campo de una estética ya consolidada. Para mantener a raya la verosimilitud de los mundos poéticos, Breitingen postuló una Logik der Phantasie paralela a la lógica científica. Según un pasaje de su Critische Dichtkunst (1740), el poeta se encuentra en la misma situación de Dios antes de la creación del mundo: a punto de elegir entre una infinidad de posibilidades. Es por eso que la poesía es “una imitación de la creación y de la naturaleza no únicamente en lo real, sino también en lo posible”. En la fórmula de Breitingen, el equilibrio entre la metafísica de la posibilidad y una doctrina de la mímesis en retroceso no podría ser más precario.

 

Bajo un aspecto apenas diferente, el conflicto se reanuda a fines del siglo xx, cuando la lógica modal y la doctrina de los mundos posibles entran en contacto con la narratología, pulverizando las premisas del modelo mimético de Erich Auerbach. Concebir esa alianza estratégica fue una de las originalidades de Lubomír Doležel, un integrante de la tercera Escuela de Praga hechizado por los arabescos de la filosofía analítica. Los tecnócratas Thomas Pavel, Ruth Ronen y Marie-Laure Ryan perfeccionaron el paradigma, casi siempre añadiendo precisiones inútiles.

A contrapelo de la deriva deconstruccionista, Doležel fue el primero en teorizar con rigor los presupuestos ontológicos de los mundos ficcionales. Pese a abandonar la tesis de la mímesis, pronto se topó con el hecho incontestable de que cierta condición parasitaria es uno de sus rasgos constantes. Porque, comparado con la plenitud caótica de lo real, un mundo ficcional cualquiera exhibe una ontología más magra y, en términos semánticos, “incompleta”: sólo algunas afirmaciones pueden verificarse o falsearse con respecto a un mundo narrativo dado, mientras que otras permanecen indecidibles (nunca sabremos, para recurrir a un ejemplo célebre, cuántos hijos tenía Lady Macbeth en el mundo posible de la tragedia Macbeth).

Este carácter deficitario de toda ficción aleja al escritor de su condición de Dios creador y lo degrada a la figura de un demiurgo más o menos habilidoso. Pero incluso en su condición demiúrgica el autor hace valer su ambición. “Todo posible pugna por existir”, escribe Leibniz en algún lugar de su obra inabarcable. “La manera en que es posible crear distintas realidades en medio de tanta realidad es algo que nunca ha dejado de admirarme”, anota Mario Bellatin con pasmo metafísico. Es que, por lo general, poco proclive al minimalismo, la imaginación literaria embarulla la demografía de lo real mediante superpoblación de seres y acontecimientos. Aunque siempre parte de lo dado para pensar alternativas a lo dado. Como remarca Doležel, incluso en el caso de que dependa poquísimo –o casi nada– de él, la creación de un mundo ficcional requiere un marco primario de referencia para construirse como tal. Rasgo estructural que preserva la autonomía del universo ficcional (al explicitar la ontología cerrada de los textos) al tiempo que marca, dialécticamente, su heteronomía (al dilucidar las condiciones de dependencia y los modos en que el texto, como micromundo, se abre o se cierra al mundo efectivo). No hay que subestimar una propuesta que da cuenta de ese vaivén entre lo autónomo y lo heterónomo.

 

Cada lector sabe que hay mundos posibles para todos los gustos. Poco importa que estemos en presencia de un género fantástico o realista: en el modelo de Doležel, la diferencia entre ficciones verdaderas y ficciones heterocósmicas colapsa, o bien se desplaza hacia una instancia ulterior del análisis, la menos interesante. La novela de non-fiction es, en principio, tan mundo posible como la más delirante distopía de Vonnegut o de Sorokin. Más acá del problema de la mímesis, Yoknapatawpha es tan heterocósmica como el París de Balzac y, en la inmanencia de lo posible, se codean sin estorbarse la Nueva York de Cheever con el África de Raymond Roussel, las ciudades evanescentes de Calvino con la Alemania pseudo documental de W. G. Sebald, el exuberante Delta Panorámico de Marcelo Cohen con la raquítica Planilandia de E. A. Abbott.

Por si fuera poco, Doležel hace lugar en su teoría a los “mundos posibles imposibles”. Se trata de universos narrativos que, no sin una nota de exhibicionismo, hacen alarde de su misma imposibilidad. Es difícil reconstruir su genealogía. Quizás se anuncien en las experiencias metanarrativas de Diderot y Laurence Sterne, asomando luego en las paradojas de Lewis Carroll, en el espacio no euclidiano de las ficciones de Kafka, en todo lo que, en retrospectiva, podemos considerar el humus del surrealismo. Como ejemplos canónicos tenemos las novelas de Robbe-Grillet; casi todas, con La casa de citas a la cabeza. Y es que, al arrastrar en un movimiento de licuefacción las categorías tradicionales del tema, la intriga, los personajes o el “bello estilo”, el escritor también tiró por la borda el principio de no contradicción. Los resultados de este furor programático fueron modestos: en su forma químicamente pura, estos mundos posibles imposibles son productos estéticos bastante insípidos. Pero, para el que sabe buscar, hay formas más elegantes y existencialmente punzantes (muchos recodos de la obra de Beckett), más gráciles (algunas fantasías del holandés Cees Nooteboom), más disparatadamente imaginarias (las “historias sobre todo inverosímiles” de Alasdair Gray). Los argentinos, ya lo hemos visto, podemos esgrimir la novela (china) de Ts’ui Pên; también quizás un puñado de elucubraciones de Macedonio Fernández.

Esta rara variedad de la ficción explora el lugar vacante, prescriptivamente prohibido, de lo que Baumgarten denominaba “utopía”. El hecho de que no abunde debe achacarse al peculiar conservadurismo de la construcción del verosímil (incluso del verosímil fantástico). Al sujeto la cuestión no le resulta indiferente: manteniendo la consistencia de sus construcciones imaginarias, se pone a salvo de la disgregación. La fantasía se preserva –y preserva al fantaseador– a través de la coherencia. Al final nos damos cuenta de que, menos hostil que la facticidad, lo posible también puede ser una cárcel, que se complementa con las constricciones de la verosimilitud.

 

No por nada la lógica clásica exilia la contradicción: en cuanto la admite, se vuelve trivialmente inconsistente y en ella se vuelve lícito deducir cualquier afirmación (ex contradictione quodlibet: ya lo decía Duns Scoto). Es por eso que a mediados del siglo xx surgió la necesidad de construir lógicas paraconsistentes, sistemas que admitan proposiciones contradictorias pero que a la vez impidan que, en su marco, cualquier afirmación resulte demostrable. Parece que, si los mundos posibles vuelven imprescindibles ciertas nociones de lógica modal, los imposibles exigirían familiarizarse con estas propuestas. Pero el escenario ha cambiado desde que el principio leibniziano du meilleur nos dejó en las playas cenagosas de lo peor y el panlogicismo de un Baumgarten, en el terreno difuso de la paraconsistencia (donde ni siquiera los lógicos se orientan demasiado bien). En el camino, el sujeto ha perdido su optimismo metafísico, la posibilidad de toda teodicea y hasta la fe en el modus ponens. La jerarquía piramidal de los mundos se desmorona y, entre sus ruinas, emerge el hecho desnudo de que, en el puro reino de lo posible, la realidad no representa más que un valor puntual cualquiera.

Esa inmanencia –a nadie se le escapa– es el elemento predilecto de las ficciones de Aira. Para escándalo de toda teodicea narratológica, muchas veces sus historias exploran el cajón de sastre de las peores posibilidades de una historia. Pero, a lo largo de una práctica sostenida y de una fuga metódica hacia adelante, los procedimientos se optimizan, la fantasía se aligera y, con naturalidad creciente, los mundos posibles autorregulan sobre la marcha sus propias inconsistencias. No sólo lo amerita la paradójica perfección formal –“artefactual”, deberíamos decir– de algunas de sus últimas novelas (El divorcio, El mármol). Tenemos, además, el testimonio del náufrago, demiurgo a pesar suyo, que concibe a la orilla del mar esta estrategia provisoria: “Empezó a ocurrírsele algo. Sabía que tenía la mayor libertad para inventar, y para cambiar lo que había inventado si no le gustaba, y volver a cambiarlo cuantas veces quisiera. No tenía más público que complacer (o temer sus críticas) que él mismo. Pero también sabía que esas veleidades no le convenían, porque al adoptar sucesivamente distintas alternativas de la historia esta se devaluaría, perdería fuerza de realidad, así fuera la poca realidad que tiene un sueño diurno, y podía llegar a parecer que daba lo mismo que pasara cualquier cosa”.

 

Imágenes [en la edición impresa]. En tapa: Tomás Saraceno, Cloudy House (obra en curso, 2009), nubes de papel, nylon, imanes, papel de empapelado, dimensiones variables (vista de la instalación en Cloudy House, 2006, Andersen’s Contemporary, Berlín), fotografías: ©Anders Sune Berg, cortesía del artista y de Andersen’s Contemporary, Copenhague. En contratapa: muestra Tomás Saraceno: Cloud-Specific, 2011, instalación en el Mildred Lane Kemper Art Museum, St. Louis, fotografía: © Tomás Saraceno. En p. 3: 14 Billions (título provisorio, 2010), soga y cuerdas elásticas negras, ganchos, escala 1:17, telaraña de Latrodectus mactans (viuda negra), instalación en Bonniers Konsthall, fotografía: ©Studio Tomás Saraceno.

Lecturas. El volumen Heterocosmica: Fiction and Possible Worlds (Baltimore y Londres, The Johns Hopkins UP, 1998) reúne y sistematiza trabajos que Lubomír Doležel  publicó en los años setenta y ochenta. El náufrago, de César Aira, fue publicado por Beatriz Viterbo (Buenos Aires, 2011); se alude también a El divorcio (Buenos Aires, Mansalva, 2010) y El mármol (Buenos Aires, La Bestia Equilátera, 2011). La frase de Mario Bellatin se extrajo de Condición de las flores (Buenos Aires, Entropía, 2008). Es utilísima la Introducción filosófica a las lógicas no clásicas de Gladys Palau (Barcelona, Gedisa, 2002).

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