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El arte de construir el enemigo

TELEVISIÓN

 

Acerca de Fringe y los mundos paralelos.

 

Los mundos paralelos, como idea-límite para la imaginación humana, han reemplazado al apocalipsis. Desde Second Life hasta Fringe, la especulación sobre realidades simultáneas, en las que el propio yo se desdobla como un otro, parece resultar, como conjetura para el tiempo libre, más atrayente que la sublimidad del fin. Debe suponerse, desde ya, que es algo más que el cansancio lo que lleva a este cambio (de hecho: ¿puede cansar una idea?). La idea de fin, de todos modos, es limitada. Al ficcionalizarse, se vuelve tranquilizadora. La representación del día después, tras el fin, le quita toda seriedad a la idea. La ficción del fin termina siendo la del comienzo. En medio de la escasez extrema, por más hambrientos y sucios que estén los sobrevivientes, los espera una historia. El fin, usado ficcionalmente, es una máquina de producir eventos. Aunque, en rigor, le corresponde el efecto opuesto: la imposibilidad de más ficción. El fin debería ser el fin de la ficción. Pero cada vez que se lo pone en imágenes, se ve el reinicio de la historia humana: la escasez vuelve a crear sociedades violentas y el miedo vuelve a justificar la espada pública.

Los mundos paralelos, en cambio, producen ficción sin que el hecho de producirla contradiga su concepto. Si se quiere, la simpleza misma de su concepto los reconcilia con la lógica. Ese concepto es, de algún modo, la versión hipostasiada de la comedia de costumbres contemporánea: el juego de las comparaciones, el deporte de medir el propio yo con el de otras personas –sobre todo, con el de aquellas consideradas rivales– en tanto hayan dejado huellas en Internet y en tanto se las piense, por ser rivales, como dobles de uno mismo. Si “dos cuerpos no pueden ocupar a la vez el mismo espacio”, entonces, que uno esté en el universo paralelo, mientras yo lo observo.

Fringe no está fuera de esta lógica competitiva y narcisista que facilita –sin haberla creado– la tecnología de Internet. Pero los mundos paralelos de Fringe, antes que presentarse como una bondad (o una maldad) tecnológica, simplemente replican el principio del espejo y, con él, el quimérico deseo de atravesarlo. Lo que en la cotidianidad de las redes sociales y los buscadores de la web podría verse como una manía odiosa y cuantificable –las comparaciones–, la serie lo pone en el nivel de la alta política. No sólo hace que una debilidad humana se vea como una subespecie de la reflexión –como un recurso tragicómico para que el yo se juzgue como otro–, sino que la presenta como la esencia misma de la rivalidad: si uno se observa en un universo paralelo, puede pensarse desde la perspectiva del enemigo.

Para tratar seriamente la dimensión lúdica de las comparaciones, Fringe eleva a la enésima potencia aquel vínculo entre ficción y política que tan bien había explorado Lost: la construcción de una perspectiva es, al mismo tiempo, la construcción de un enemigo. Al final de cada temporada, Lost (otra serie creada por J.J. Abrams, igual que Fringe) exige que el espectador repiense la perspectiva desde la que los hechos le han sido narrados. Los bandos en pugna cambiaron ya varias veces de miembros y la calificación de “los otros”, aplicada a los enemigos, tiene que redefinirse desde las nuevas alianzas. El principio lo enuncia Ben Linus, que es lo más parecido a un villano en una serie que, por su mismo maquiavelismo, prescinde de esta figura. Tras cumplir un pacto con uno de sus enemigos, y al ver su cara de asombro, le dice: “nosotros somos los buenos”. La frase, que interpela por igual al espectador y al personaje que no esperaba no ser traicionado, define el perspectivismo de Lost.

El perspectivismo de Lost es el de la política: el enemigo no debe confundirse con el mal. Pero la política tiene en común este tipo de perspectivismo sólo con la ficción clásica (no con cualquier ficción): en ambas hay un narrador, que es quien construye la perspectiva y, dentro de ella, a su enemigo. Bajo esta premisa, “los otros” –el nombre que la serie da a los enemigos– son siempre los narrados, nunca los narradores. Con su cambio permanente en los recursos narrativos (flashbacks, flash-forwards, saltos temporales, narraciones alternadas, universos paralelos, cambios de identidades, ausencia de un límite preciso entre la vida y la muerte), Lost obliga a pensar, desde una perspectiva de un espectador soberano (es decir, sin identificarse con ningún personaje), cómo se construyen las categorías políticas en el relato y cómo los personajes que se ajustan a ellas no son siempre los mismos.

Fringe extrema este perspectivismo, no porque lo multiplique por el número de personajes, sino justamente porque, por el contrario, lo restringe a una sola mirada, la de un ojo policial que aspira al control absoluto. Sólo que ese ojo omnisciente, que por nada del mundo debería bifurcarse, se ve obligado a verse repetido en dos Nueva Yorks paralelas, que deberían ser idénticas y sin embargo no lo son: en una Nueva York, en la que no están las Torres Gemelas, “Fringe” es una división del FBI que investiga asesinatos y atentados extraños, presuntamente vinculados a ciertos experimentos científico-militares que tuvieron lugar en la década del sesenta; en la otra Nueva York, en la que las Torres Gemelas siguen en pie (donde ni siquiera se las menciona: simplemente se las ve), el FBI ha sido disuelto, los agentes de “Fringe” dependen directamente del Ministerio de Defensa y las anomalías que investigan son producto de la violación de las leyes de la física causada por los viajes clandestinos de agentes del mundo paralelo. En los dos universos se vive por igual en estado de emergencia y con leyes de excepción. En los dos hay atentados, conspiraciones, dobles agentes y armas bacteriológicas. De los dos lados hay un Estado policial, aunque sólo en uno las Torres Gemelas cayeron. Si bien el mundo que los personajes del FBI  llaman “alternativo” no es objetivamente mejor que el de ellos, el espectador sabe que los dos mundos están siendo narrados desde una sola perspectiva. También sabe que los dos mundos son los Estados Unidos y que la perspectiva que se construye desde ese país, para sus habitantes, equivale al universo, al único mundo posible. Por eso, por no poder pensarse como “un país” sino como “el universo”, ese país no puede ponerse “en el lugar de” ninguno de sus enemigos.

Este tipo de sabiduría de espectador es la que Fringe fomenta, no sin ironía. El perspectivismo, en la serie, no es producto de los sucesivos cambios de narrador, como lo era en Rashomon, de Kurosawa. No se trata aquí de que el espectador compruebe algo que ya sabe: que desde el perspectivismo no se llega a la verdad. Se trata, más bien, de contar con ese saber: de tomarlo en cuenta y de narrar en complicidad con él. Saber que la Nueva York sin el FBI y con las Torres Gemelas no es la narradora, sino la narrada, y que sus personajes, para quienes los narran, son “los otros” (los dobles de los que trabajan para el FBI sin las Torres de fondo), representa un estadio de espectador más sofisticado que el que proponía Rashomon, en 1950, al público cinéfilo de comienzos del cine moderno. El de Fringe es un espectador que ya ha superado hace tiempo la insatisfacción metafísica del perspectivismo –la de no llegar por él a la verdad– y que ha aprendido a pensar la ficción bajo una lógica del ardid que es propia de la política: lo importante no es la verdad a la que se renuncia, sino la perspectiva que se construye en su lugar, con su respectivo enemigo.

De todos modos, el perspectivismo de Fringe, a diferencia del de Lost, es el de una política que hace las veces de policía del universo: aquí, no sólo el orden no es lo mismo que la verdad (para el Estado-imperio, más que para ningún otro, es un bien superior a ella), sino que la actividad conspirativa en la capital del siglo xxi pone a todo el universo en estado de alerta. A partir de semejante premisa, cualquier congénere puede pasar, en cualquier momento, del lado de “los otros”. De hecho, pasarse al otro universo, en Fringe, tiene unas consecuencias que exceden la política. Sólo logra hacerlo sin causar estragos cósmicos la agente Olivia Dunham, debido a un “don” (así lo llaman en la serie) que tiene desde niña. Pero hay una Olivia en cada universo paralelo. Y las dos están genéticamente predispuestas a ese don, aunque sólo la Olivia del mundo-narrador lo ha desarrollado. Esta Olivia (que llama a la otra “Falsolivia”) fue educada con “amor y terror”, los atributos básicos de la familia según el científico Walter Bishop, con quien ella trabaja. Ahora bien, cuando en la segunda temporada el espectador conoce a “Falsolivia” y observa a esa mujer sonriente y segura de sí misma, con medallas en el deporte y en el trabajo, tan sexy y desenvuelta, tan inteligente y audaz (tan extraordinariamente interpretada por la actriz Anna Torv, como la Olivia sombría, irónica, insomne, siempre enamorada del hombre incorrecto, y a la que a la vuelta del trabajo la esperan una hermana separada, una sobrina y una botella de whisky), la comparación le resulta insoportable. Lejos de ver en “Falsolivia” una versión emancipada, no sufriente, de la única Olivia conocida hasta el momento (que es lo que objetivamente es), el espectador ve, de manera literal, a su enemiga.

La experiencia de Olivia de verse redimida en el universo paralelo y enemigo se podría pensar, en primera instancia, como aquello que está imposibilitado de hacer, más que nadie, el ciudadano de un imperio (mucho más si es policía), en tanto su visión del mundo se ha universalizado por la vía militar-cultural y lo ha vuelto incapaz de ponerse en el lugar de “los otros”. Pero la lectura verdaderamente perturbadora no es esa, sino la que el espectador no hace de manera inmediata, para seguir prefiriendo a la Olivia que nunca sonríe: que el mundo paralelo –el mundo falso para el mundo-narrador– es el que “hizo las cosas bien” (como dice un personaje que conoce los dos mundos). Allí, la llamada “Falsolivia” es una mujer a la que en el mundo-narrador considerarían “feliz”. De hecho, cuando cada una de las Olivias pasa al mundo de la otra, a Falsolivia, mientras finge ser Olivia, sus colegas la creen enamorada. La diferencia entre ellas no puede ser comprendida –ni disimulada– por la única de las dos que todavía no ha sufrido.

La fisura que le permite a Olivia ver la versión emancipada de su yo abre el perspectivismo a un concepto de la política que no es ni pragmático, como el de Lost, ni conspirativo, como el de la primera temporada de Fringe. Las Olivias invertidas le recuerdan al espectador, inesperadamente, una filiación utopista y revolucionaria de la idea de mundos paralelos que fue pensada, con las bases científicas del siglo XIX, a favor del anarquismo. En La eternidad por los astros (escrito en 1871, el año de la Comuna de París), Blanqui, encerrado en la fortaleza de Taureau, insta a sus lectores a considerarse eternos y a pensarse en las “variantes felices” de sí mismos, que existen, no como “fantasmas” sino como “actualidad eternizada”, en los infinitos universos paralelos a este. Es posible –reconoce– que en todos esos universos uno sea idéntico a sí mismo y que, en su caso, él sea un revolucionario encarcelado, que escribe desde su celda con esa misma pluma, esa misma ropa y esos mismos grilletes, pero ¿por qué deberían ser idénticos los mundos, si el universo es infinito en el tiempo y en el espacio? “No olvidemos –dice– que todo lo que uno hubiera podido ser aquí abajo, lo es en alguna parte en otro lado”. La infinitud y la eternidad, combinadas, así lo permiten.

El principio de contingencia, por el cual todo podría ser de otro modo aunque efectivamente no lo sea, es el que inspira el pensamiento emancipatorio más radical en épocas como la de Blanqui, en las que el cambio de la sociedad no puede lograrse en los términos revolucionarios del proletariado (la Comuna de París sería rápidamente reprimida). Este principio de contingencia se vuelve contra sí mismo –muestra Fringe– cuando, para representarse el mundo alternativo, alguien quebranta la prohibición de imágenes del Paraíso que está escrita en la letra chica de toda utopía. También para Blanqui existe ese tabú para con los mundos que él llama “hermanos”. Si la separación espacial-cósmica que impide verlos es lo que permite creer en ellos, romper esa barrera podría hacer de la eternidad, para todos los mundos posibles, un infierno. Fringe muestra ese instante fatal en uno de sus capítulos-flashback. En la década del sesenta, desde la Nueva York-narradora, el científico Walter Bishop, tras la muerte de su hijo Peter, logra abrir una ventana para ver su vida del otro lado. El mundo paralelo –observa– está científica y tecnológicamente más atrasado que el propio. Sin embargo, la enfermedad de la que aquí Peter ha muerto allí todavía no lo ha matado. Y Walter ahora ha descubierto, junto con la cura, la manera de pasar clandestinamente al otro lado. Así viola las leyes de la física y pone al universo “que hizo las cosas bien” en un estado de eterna emergencia sanitaria. Su álter ego, como represalia, entra en la política y llega a ministro de Defensa de los Estados Unidos. Mientras tanto él, en la Nueva York-narradora, pasa la mayor parte de su vida encerrado, como Blanqui, o al servicio de la policía, que lo libera a cambio de usar sus conocimientos. Si la doble de Olivia le recordaba al espectador que los mundos paralelos, en otro contexto, podían ser una idea emancipatoria, el doble de Walter vuelve a situárselos en el presente, donde la posibilidad de no ser único ya es para el yo razón de paranoia.

 

Imagen [en la edición impresa]. Tomás Saraceno, Untitled (2009), fotografía, 33 x 50 cm (serie de seis).

Lecturas. Louis-Auguste Blanqui, La eternidad por los astros (trad. Margarita Martínez, Buenos Aires, Colihue, 2002). Fringe (Estados Unidos, 2008) fue creada y producida por J.J. Abrams, Alex Kurtzman y Roberto Orci y es transmitida por Fox. Intérpretes: Anna Torv, Joshua Jackson, Lance Reddick, Kirk Acevedo, Blair Brown y Jasika Nicole. Lleva cuatro temporadas en el aire.

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