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El espejo imposible

ARQUITECTURA

 

Los radicales cambios urbanos obrados en Medellín, un logro sólo realizable mediante voluntad y decisiones políticas.

 

¿Que pensarían los habitantes de la ciudad de Buenos Aires si un candidato planteara que, de vencer en las próximas elecciones, construiría un centro cultural equivalente al San Martín en medio de la Villa 31? Y si, ante el asombro, agregara que en realidad no haría uno sino treinta, todos en medio de las principales villas de nuestra ciudad, ¿le creeríamos o simplemente lo veríamos como una estrategia de campaña más? Y si dijera que construiría parques, centros deportivos, bibliotecas, escuelas, viviendas, infraestructuras de transporte, etc., todo para los sectores más postergados de la ciudad y de gran calidad arquitectónica (dato no menor), con sólo un veinticinco por ciento del presupuesto actual de la ciudad de Buenos Aires, ¿aún creeríamos que nos habla en serio? Esto, que parece una broma, es lo que podemos encontrar con una mirada a la realidad actual de Medellín.

Las dos ciudades tienen casi la misma población: 2.636.000 personas viven en Medellín y 2.890.000 en Buenos Aires. Las diferencias, en cambio, son todas ventajosas para nuestra ciudad. Ambas difieren en extensión (380 km2 para Medellín frente a los 202 km2 de Buenos Aires) y en presupuesto (1.800 millones de dólares para Medellín frente a los 7.400 de Buenos Aires). Y además, la población ha evolucionado de manera mucho más compleja en Medellín, ya que en 1951 era de 358.000 habitantes, mientras que en ese año Buenos Aires tenía prácticamente la misma población que hoy.

La imagen de ambas ciudades no podía, hasta hace pocos años, ser más disímil. Extrema violencia y descontrol para Medellín, contra la imagen de ciudad segura e integrada de Buenos Aires. La comparación excede a un gobierno; sería igual de absurda fuera cual fuese la gestión de los últimos sesenta años que tomáramos. Medellín, una ciudad colombiana famosa hasta no hace mucho por su violencia infinita (recordemos La virgen de los sicarios, la novela de Fernando Vallejo y posterior film de Barbet Schroeder), muestra hoy la potencialidad que adquieren las ciudades cuando el Estado decide un curso de acción y pone todos sus recursos en línea para mejorar la vida de los habitantes.

La violencia que caracterizó a Medellín durante las décadas de 1980 y 1990 dejó sus marcas. Las distintas clases sociales viven totalmente separadas y aisladas entre sí (incluso se llega al punto de que la boleta de impuestos marca con una categorización estigmatizante el nivel de ingresos de quien la recibe). Los sectores más ricos se amurallaron, literalmente, y así han quedado hasta hoy. En sus barrios no existen las veredas. Nadie puede salir caminando de su casa. Todo paso individual está bajo vigilancia de la seguridad privada de cada casa o edificio. Por otro lado, los barrios más desposeídos también se cerraron, aunque no por decisión de sus habitantes sino porque las bandas de narcos, que los usaban como refugio, no permitían que nadie entrara ni saliera, de modo de mantener el control del territorio. La geografía también cooperaba: estos barrios se levantan mayormente en las laderas de los cerros que rodean el valle del río Medellín, verdadero eje de desarrollo de la ciudad.

El espacio público era escenario de crímenes constantes (las cifras de asesinatos sólo podían compararse a las de muertes en una guerra civil), cuando no de literales batallas entre bandas, con lo cual también se hallaba cercado. Todo parque o plaza estaba enrejado y era evitado –en la medida de lo posible– por los habitantes de la ciudad.

La transformación de Medellín comenzó en 2004 con el acceso al gobierno de Sergio Fajardo –un independiente de los aparatos políticos de los dos partidos mayoritarios–, que cambió el paradigma de acción. Matemático e hijo de un arquitecto, como a él mismo le gusta recalcar, Fajardo propuso, radicalmente, una nueva lógica para la actuación del Estado. Entendió que no se podía responder con el mismo pensamiento de la desconfianza que dominaba en la sociedad y se puso a trabajar en los sectores más pobres, que era donde anidaba la peor violencia. Lo hizo con grandes obras de infraestructura, a fin de integrar esos barrios al resto de la ciudad. La más impactante es el Metrocable –un teleférico de varios kilómetros que sube los cerros hacia las barriadas más alejadas–, pero es sólo una de un sistema verdaderamente integrado. Esto permitió mejorar las condiciones de accesibilidad a barrios que hasta entonces habían estado cortados por el control narco. Fajardo comenzó además a construir espacios públicos, la iniciativa en que más evidente es la potencia de esta verdadera política de Estado: abrir la ciudad donde estaba cerrada. Los parques y plazas, que además de peligrosos eran de difícil acceso debido al típico urbanismo de autopistas de los años cincuenta (una planificación de la que, en Medellín, había participado Josep Lluís Sert), fueron abiertos, mejorados en su acceso y rediseñados con proyectos de gran calidad. En ellos se planificó especialmente una oferta de actividades culturales de las que los sectores de menores ingresos antes no podían participar. Ir de noche al Parque de los Deseos –hasta hace pocos años, el más peligroso de la ciudad– para ver una película proyectada al aire libre se ha convertido en una salida habitual, tanto de los vecinos de la zona como de cualquier otro habitante de Medellín.

La construcción de escuelas y bibliotecas – que son en realidad auténticos centros culturales abiertos a la comunidad– en medio de las barriadas más pobres e inseguras quebró las suspicacias de los sectores populares frente al Estado. Es de hacer notar la importancia que en la mejora de la situación tuvo el diseño de los edificios. Así, por ejemplo, las escuelas están atravesadas por calles para que los padres de los niños puedan verlos en plena clase, y los edificios se organizan de modo tal que estos mismos padres puedan, durante la noche, usar los laboratorios como talleres de oficios o el aula magna como sala de espectáculos del barrio. La construcción es de tal calidad (con proyectos llevados a cabo por los más talentosos y activos arquitectos de la ciudad, entre los que se destacan los de Felipe Uribe de Bedout y Giancarlo Mazzanti), que bien puede quedar reflejada en el resumen que expresó un funcionario: “Somos la Antigua Grecia; lo público debe ser mejor que lo privado”.

Todas estas obras son realizadas con una participación activa de los ciudadanos de Medellín. Claro que la vocación por la participación ciudadana debió vencer la incredulidad de los sectores históricamente más postergados. De hecho, en las primeras reuniones, cuando los funcionarios presentaban sus planes, eran agredidos por vecinos que se creían burlados. Estos incidentes prueban que lo primero que se abandonó para propulsar estas políticas fue el paternalismo; pero también sirven para verificar que para obrar un cambio social no alcanza con la participación misma; el cambio se produce sobre todo por la dirección que imprime el Estado a sus acciones. De lo que se trata es de permitir el acceso de todos los habitantes a la mejor calidad de vida que la ciudad puede ofrecer. De modo paradójico, ciertos sectores ricos de Medellín consideran que la educación pública es hoy mejor que la privada, y se quejan de que la fragmentación en la que se sumergieron por voluntad propia les ha jugado en contra: ahora los mejores colegios están en los barrios pobres, de dificilísimo acceso geográfico para ellos.

El carácter fuertemente inclusivo del proyecto ha generado una corriente de inmigración desde otras ciudades; por eso, a fin de resolver el nuevo problema, se ha puesto en marcha un plan director de desarrollo junto con los municipios que rodean la ciudad.

Pero si hay algo que sorprende enormemente en la Medellín de hoy es la velocidad con que se ha operado el cambio. Como los habitantes de la ciudad y las condiciones materiales son los mismos que en los noventa, lo que queda de relieve es el poder de la política para hacer realidad cambios con una potencia inusitada. Sólo la política puede poner en línea fuerzas de la comunidad que casi nadie –salvo el grupo de políticos y funcionarios que llevaron adelante estas acciones– creía que existían. En especial, cuando las políticas de un gobierno se convierten en políticas de Estado: Medellín – donde, como en todas las ciudades y departamentos de Colombia, no hay reelección– continuó con estas directrices después de que Fajardo fuera reemplazado por el periodista Alonso Salazar en 2008, y este, por Aníbal Gaviria en 2012.

De ahora en adelante el exitoso proyecto de inclusión urbana –como todo programa de esta naturaleza– se enfrentará con la necesidad de encontrar soluciones a las nuevas demandas que necesariamente sobrevendrán, puesto que no hay sociedad que, una vez que ha accedido a logros de esta magnitud, se resigne a volver atrás.

La idea de que Medellín pueda ser un espejo para las grandes ciudades argentinas –lo que ya se dijo de Buenos Aires vale también para la sobrevalorada gestión socialista de Rosario o para el “cordobesismo” de Córdoba– pierde peso en la medida en que, por tratarse de grandes ciudades –y grandes ciudades con mayoría de habitantes de clase media–, los respectivos gobiernos parecen administrar sólo para sus electores.

 

Imagen [en la edición impresa]. ©Tomás Saraceno

Lecturas. Sobre los cambios urbanístico-sociales en Medellín, ver la página web de la Alcaldía de Medellín: www.medellin.gov.co/irj/portal/ciudadanos?NavigationTarget=navurl://5c7378bc7c8f51b779f 2fc8263b7d1b7; Bio 2030. Plan Director Medellín-Valle de Aburrá, http://bio2030.gov.co/documentos/bookbio2030plandirectormedellin.pdf y www.bio2030.gov.co/node?page=1#; sobre la Biblioteca Parque España, http://www.plataforma arquitectura.cl/2008/02/19/biblioteca-parqueespana-giancarlo-mazzanti/.

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