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La trayectoria política de Néstor Kirchner puede dividirse en tres momentos: su participación, más bien marginal, en el peronismo de izquierda universitario de los setenta, que lo formó como militante; su carrera en Santa Cruz –de humilde funcionario a cargo del área previsional a intendente de Río Gallegos y de ahí a gobernador–, que lo formó como administrador; y su paso por la presidencia, que lo formó como, digamos, hombre de Estado.
Kirchner fue un creador de órdenes: en la economía, donde corrigió y profundizó las líneas maestras trazadas por la hoy olvidada gestión Duhalde-Lavagna (retenciones, tipo de cambio alto administrado, prudencia fiscal); en el partido, donde tras derrotar al duhaldismo consiguió una nueva pax peronista que le permitió extender su hegemonía incluso a la provincia de Buenos Aires, algo que ni Menem había logrado; y en la región, donde articuló un frente común con otros presidentes que forzó a Estados Unidos a abandonar su estrategia del alca, rechazada por los líderes del Mercosur en la Cumbre de Mar del Plata de 2005.
Pero Kirchner no se limitaba a construir estos mundos –si exceptuamos la ficción, crear un orden político-económico es lo más parecido a inventar un mundo a lo que una persona puede aspirar– para luego dinamitarlos. No había en él instinto autodestructivo sino pura sed de supervivencia y acumulación, y si alguna vez se equivocó –la más clara fue durante el conflicto del campo de 2008 y su epílogo electoral, su propia derrota en las elecciones legislativas del año siguiente–, fue por una lectura errónea de la realidad. Aunque la crónica suele entender las crisis como el resultado deliberado de decisiones perfectamente conscientes de actores racionales e informados, en general son producto de diagnósticos falaces, anticipaciones equivocadas, errores de cálculo. Por supuesto que antes de firmar la resolución 125 el kirchnerismo no conocía la nueva realidad del agro argentino, la expansión de los pools de siembra, su imbricación con ámbitos de negocios (financieros, mediáticos) urbanos, y su extraordinario poder de lobby. Empacado en conceptos pasados de moda, como oligarquía o ¡comandos civiles!, el kirchnerismo no sabía que enfrentaba poderes modernos, con legitimidad y conexiones. El kirchnerismo no sabía en qué se metía.
La desprolijidad que siempre caracterizó los modos de la exposición pública de Kirchner, su traje desgarbado, sus mocasines, sus discursos como a picotazos, no deberían confundir: era un obsesivo que construía órdenes que después administraba con esmero cotidiano, lo que significaba seguir diariamente la evolución de las variables macroeconómicas, supervisar personalmente el trabajo de sus funcionarios, llegando incluso al nivel de subsecretario, mantener cientos de reuniones con gobernadores, intendentes, sindicalistas. Con Kirchner se podía hablar.
Lo interesante es que este aspecto no agota una personalidad política con más espesor de lo que están dispuestos a admitir sus críticos (que lo simplifican hasta convertirlo en la caricatura monstruosa del dictador populista) y sus defensores (que lo simplifican hasta convertirlo en la caricatura inverosímil del salvador del país tras la larga pesadilla de los noventa). Kirchner fue también un transformador impetuoso: esa es una marca setentista, la herencia de su primera formación política. No hace falta hacer la lista de sus medidas para admitir que, como Menem antes, puso el país patas para arriba. Hizo lo que se pensaba que no se podía hacer y desafió límites que parecían infranqueables (es una descripción).
Esta persistente dualidad, esta vacilación entre la administración y la transformación, entre la gestión y la gesta, es la que le da al kirchnerismo ese aspecto a veces un poco indescifrable, desconcertante, como si fuera difícil describirlo, captarlo en toda su complejidad. Como el resto de los presidentes del giro a la izquierda latinoamericano, incluso los más radicales, como Chávez, Evo o Correa, Kirchner nunca se salió de los límites, por otra parte muy amplios, del capitalismo y la democracia. Fue un reformista y no un revolucionario, pero fue un reformista tenso.
Ideas. Cristina heredó un orden. En el Estado, heredar un orden implica heredar una coalición política, una articulación de fuerzas sociales, una serie de variables macroeconómicas. Significa un elenco de funcionarios, un stock de reservas; en ciertos casos, como este, una cierta idea de país.
Su estrategia consistió, al principio, en consolidar lo heredado agregándole algunos toques personales, como la creación del Ministerio de Ciencia y Tecnología y la designación, ya en los comienzos de su primer mandato, de funcionarios jóvenes en puestos importantes (Martín Lousteau y Sergio Massa). Con el tiempo, y en particular desde la muerte de Kirchner, Cristina aprovechó las oportunidades para introducir cambios de carácter más estratégico, algunos de los cuales (la reforma de la Carta Orgánica del Banco Central) el ex presidente tenía en la cabeza, y otros (el giro en la política de seguridad) no.
Cristina gestiona el Estado sin la obsesividad de su marido, con un enfoque más abstracto y distante de los asuntos públicos y, al mismo tiempo, con ideas más fuertes.
La afirmación es difícil de formular, pero podría sintetizarse de esta manera: una de las diferencias más notables entre los dos Kirchner es que Cristina se interesa por las ideas. No es que Néstor haya sido puro pragmatismo. De hecho, desde el comienzo de su mandato supo inscribir sus medidas en lo que oscuramente intuyó como un horizonte político, lo que ahora se ha puesto de moda definir como “relato” o “proyecto”. Pero habrá que admitir que había en él un manejo muy concreto del poder en su sentido más puro, o sea el poder en tanto construcción territorial, acumulación de peso institucional, armado de alianzas, junto con un desarrolladísimo sentido de la oportunidad para incorporar temas nuevos, alejados no ya de su plataforma electoral sino de su historia, siempre y cuando contribuyeran a este objetivo de acumulación.
Cristina, con una sensibilidad intelectual más desarrollada, interés por la historia y una conciencia más clara del valor de lo simbólico, parece más dispuesta a apostar a las ideas en abstracto. Se ve, por ejemplo, en la intención manifestada en su discurso ante el Congreso del 1° de marzo de reflejar en la legalidad de los códigos, normas e instituciones las transformaciones que viene realizando en los hechos (por ejemplo, con los proyectos de modificación de la Carta Orgánica del Banco Central y del Código Civil), o en movidas más nítidamente políticas, como la designación de figuras jóvenes en puestos estratégicos de la administración pública, en el entendido de generar una renovación que complemente y capture desde arriba la ebullición de abajo.
Y si por un lado este tipo de apuestas permite abrir –a veces tomando fuertes riesgos– nuevos temas y estilos, por otro parece distraer al gobierno de la necesidad de consolidar lo construido y alimentarlo para que no muera: las tensiones con Hugo Moyano, los conflictos con sectores sindicales y educativos y, sobre todo, cierta falta de sensibilidad en la reacción ante tragedias conmocionantes como la de Once (o antes la del Indoamericano) hablan de un poder que por momentos parece obsesionarse en la construcción de sus mundos públicos a costa de descuidar las necesidades y miserias de los mundos privados.
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