Otra Parte es un buscador de sorpresas de la cultura
más fiable que Google, Instagram, Youtube, Twitter o Spotify.
Lleva veinte años haciendo crítica, no quiere venderte nada y es gratis.
Apoyanos.
Artur Zmijewski, curador de la 7 Bienal de Berlín.
En noviembre de 2010, dos meses después de que se hiciera pública su designación al frente de la 7 Bienal de Berlín, el polaco Artur Zmijewski estrenó su cargo de curador –compartido con Joanna Warsza y el colectivo ruso Voina– invitando a artistas de todo el planeta a formar parte de Artwiki (www.artwiki.org), suerte de who’s who digital, concebido según el modelo Wikipedia y la Open Web, que mapearía en masa a la población del arte contemporáneo, seguiría activo una vez extinguida la Bienal y operaría a modo de plataforma de visibilización, expresión e intercambio de información, opiniones y proyectos. El gesto –una convocatoria abierta, sin requisitos ni condiciones, que dejaba la definición de “artista” librada a la simple decisión de quienes creyeran serlo– daba cierta clave del espíritu de pragmatismo, participación y horizontalidad con que Zmijewski encaraba la gestión de la Bienal y su estrategia de curador.
Aunque era indiscriminado, el open call incluía un pedido particular, anticipo de la huella que Zmijewski procuraría dejar en la Bienal: además de enviar currículum y portfolio, cada artista que respondiera a la convocatoria debía hacer explícita su identidad política. Promoviendo el arte de la autodefinición como método de sociología salvaje, la idea de Zmijewski tuvo eco en siete mil quinientos artistas y dio lugar a un abanico de posiciones increíblemente variado, capaz de ir de la obviedad más tediosa (“izquierdista”, “derechista”, “comunista”, “liberal”, “anarquista”, etc.) a la extravagancia (“naturalista”, “post anarquista”, “cosmopolita”), el solipsismo (“aracneísta”) o los hallazgos de la post corrección política (el encantador “masculinista”, rótulo que Zmijewski reclamó para sí y para todos los que “piensan en los derechos de la población masculina”). Una sinopsis del resultado de la compulsa ( junto a miles de portfolios anhelantes matando el tiempo en estanterías de metal) podía consultarse en una pequeña sala del tercer piso de la Kunstwerke, la sede principal de la Bienal, bajo la forma de un planisferio donde las inclinaciones políticas de los artistas, agrupadas en núcleos más o menos densos según su popularidad (ganó “izquierdista” por paliza), se sobreimprimían al diseño geográfico de países, continentes y océanos, unidas entre sí, a veces, por conexiones parecidas a las que marcan las rutas aéreas en las revistas que hojeamos en los aviones a la hora del despegue, para distraernos de la catástrofe que se avecina.
Hasta entonces, Zmijewski era conocido por experimentos artístico-sociales bastante menos filantrópicos que Artwiki. Dos de sus obras más resonantes (The Game of Tag y Repetition), avatares incómodos de la práctica del reenactment, lo habían encumbrado en el mismo podio de osadía, manipulación y ambivalencia ética donde se mueve como pez en el agua un artista como Santiago Sierra. En The Game of Tag (1999), Zmijewski reunía a un grupo de hombres y mujeres de edades dispares y los encerraba en una antigua cámara de gas de un campo nazi, con las paredes todavía manchadas de Zyklon-b, para que jugaran a la mancha completamente desnudos. (El video, parte de una muestra sobre Alemania y Polonia en la Martin-Gropius-Bau de Berlín, fue censurado en octubre del año pasado por presión de organizaciones judías. Zmijewski le dio una segunda chance programándolo en la Bienal, donde hacía juego con Berlin-Birkenau, el proyecto de Lukasz Surowiec de plantar en Berlín trescientos veinte retoños de abedules traídos del campo de Auschwitz-Birkenau). Por su parte, Repetition (2005) volvía a ejecutar en una cárcel montada ad hoc en Varsovia el viejo experimento de psicología social que Philip Zimbardo había llevado a cabo en 1971, cuando eligió a veinticuatro estudiantes de prontuario intachable, los encerró en un símil de prisión de la Universidad de Stanford, les asignó roles de guardias y prisioneros y después de seis días, mucho antes del plazo previsto, consternado por la violencia que se había apoderado de los “actores”, debió dar por concluido el experimento. Explícitas, literales, ancladas en el cuerpo como vida desnuda, ambas obras –como también 80064, de 2004, en la que Zmijewski convence a un sobreviviente de Auschwitz de volver a tatuarse el número que lo identificó en el campo– militan en esa política de la segunda vez que aparece brillantemente resumida en la fórmula Einmal ist keinmal –“una vez es ninguna”–, título del libro que la editorial Hatje Cantz dedicó a Zmijewski en 2005, con motivo de su muestra en la Kunsthalle de Basel.
Como curador, sin embargo, Zmijewski pareció preferir llegar primero. Su originalidad no fue tanto el giro político que le imprimió a la Bienal como la profusión discursiva con que lo acompañó, la franqueza de barricada con que lo proclamó, la convicción y empecinamiento con que lo defendió ante el mundo del arte. Hubo artistas, pero el estrellato se desplazó al gremio –más discutidor– de los activistas, los políticos, los investigadores, los grupos militantes, los colectivos sociales. A diferencia de sus predecesores en el puesto, Zmijewski no visitó estudios de artistas; quiso que la Bienal funcionara como el estudio de lo real. (De ahí el aire desprolijo, casi grunge, como de taller o mitin sorprendidos en pleno trabajo, que lucía la mayoría de las salas de la Kunstwerke). Promovió –guiado por los titulares de una agenda más bien periodística: Palestina, terrorismo, narcoviolencia, crisis mundial, Indignados, etc.– que los espasmos de la actualidad tomaran la Kunstwerke o irrumpieran, bajo la forma de manifestaciones relámpago, en puntos álgidos de Berlín como el Museo de Pérgamo o alguna sede del Deutsche Bank. No curó ni administró “obras”, forma-burbuja, demasiado autosuficiente y pagada de sí para una muestra que lo apostaba todo al compromiso. Eligió “proyectos” –forma más abierta y maleable, más inmediatamente social–, en particular proyectos políticos que buscaran hacer del arte “la base de una acción efectiva”. Zmijewski quería un arte que “dé respuestas”, “soluciones”. Un arte “políticamente eficaz”, que “funcione”, que “deje una marca en la realidad”.
Los alcances y límites de su empresa (y también el torturado mood personal que acaso la inspiró) quedaron en evidencia el día de la conferencia de prensa inaugural. El dispositivo regular de escenario y platea, demasiado jerárquico, había sido reemplazado por un diseño asambleístico, más democrático: círculos concéntricos de sillas rodeando a curadores (Zmijewski y Warsza –no los Voina, retenidos en Rusia, una vez más, por problemas con la Ley–) y autoridades institucionales. Zmijewski habló poco. Más que hablar parecía sufrir en voz alta, balbuceaba con lentitud un cansancio, una especie de hartazgo inmemorial, menos apto para traducirse al lenguaje articulado que a los golpes, o a las escupidas, o al idioma básico de esas pancartas de protesta –“No war! ”, “Power to the people”, “Me sobra mes al final del sueldo”, “Si no nos dejáis soñar, no os dejaremos dormir”– que ya acechaban, sin que los periodistas todavía lo supieran, a pocos metros de ahí, y que muy pronto se convertirían en el hit más irritante y comentado de la Bienal. Habló con la cabeza baja, masajeándose las sienes con los dedos, sintetizó su fast concept de arte y política (performatividad, inmediatez, claridad: en otras palabras, el retorno del mensaje y el engagement) y por fin, en un gesto de renuncia autoral que también atravesaría toda la Bienal, cedió el micrófono a quienes lo merecían, los artistas: un grupo de militantes del movimiento 15-M –los Indignados españoles–, portavoces del campamento que en ese mismo momento tomaba posesión del subsuelo de la Kunstwerke, donde se instalaría, invitado por Zmijewski, hasta el fin de la Bienal. Hablaron varios, con firmeza, calma y esa cuota de civismo juvenilista que impuso con el tiempo el altermundialismo, mezcla extraña de impaciencia, ilusión y furor educado, y durante una larga media hora la Kunstwerke se dejó desconcertar por los mismos discursos radicales que hicieron vibrar este año la Puerta del Sol en Madrid y Wall Street en Manhattan. Hasta que el último de los oradores entregó el micrófono y desafió a los periodistas: “Ahora hablen ustedes”.
Importa poco que sólo uno o dos recogieran el guante (y uno, un británico, para criticar la ceremonia como un ritual de pura autocomplacencia) mientras un silencio incómodo escarchaba al resto. Es menos significativo, en todo caso, que las incógnitas que quedaron flotando en el aire. ¿Qué sentido puede conservar la palabra “radicalidad” –una de las más difundidas por los altavoces de la Bienal– cuando los sujetos que se vuelven políticos ocupando por la fuerza espacios públicos son invitados a ocupar, por la fuerza de cierta retórica de arte político, espacios institucionales de arte? Einmal ist keinmal. También allí, en el centro de su práctica de curador, Zmijewski insistía con la repetición. Pero el procedimiento de reenactment que volvía álgidas obras como Repetition o The Game of Tag, donde la Historia se repetía sobre el presente de unos cuerpos desnudos, ahora, cuando la ocupación era la respuesta a una hospitalidad –quizá la más laxa y curiosa y permisiva del mundo: la hospitalidad del arte contemporáneo–, hacía con la política lo mismo que Zmijewski le reprochaba al arte que hiciera: convertirla en espectáculo. Instalados en el sótano de la Kunstwerke, con sus carpas, sus huertas orgánicas, sus bibliotecas contestatarias, sus pizarrones-agendas, Occupy Biennale –brigada arty del 15-M– se parecía más a una tribu en exhibición o una especie exótica, no especialmente desafiante, que a ese pelotón de activistas irreductibles al que Zmijewski confiaba la tarea de encauzar el arte en la vía de la acción pura y dura.
¿Era –es– esa una tarea posible? (Se podría decir que no, y más de una idea política del arte podría derivar de esa respuesta. Pero ¿qué clase de buen valor, de valor emancipatorio, podría ser la imposibilidad para un discurso como el de Zmijewski, irritado hasta el hartazgo por la relación que el arte mantiene con la inoperancia, el suspenso, la promesa?). Buena parte de la retórica oficial de la Bienal giró alrededor de la palabra “performatividad”. El arte performativo como consigna, urgencia, esperanza, salvación. Sólo será arte el arte que haga algo y lo haga fuera del arte. En la versión inglesa de Forget Fear, el jugosísimo catálogo de la Bienal (casi cuatrocientas veinte páginas de entrevistas y discusiones y unos pocos descansos fotográficos), Zmijewski declaraba desear (y haber curado) un arte “which opens a space where politics can be performed”. Quizás a su pesar, lo que la 7 Biennale desplegó, sin embargo, fue más bien la condición crítica de esa ilusión: ¿hasta qué punto los proyectos político-sociales más de punta, trasplantados al contexto de una bienal, dejan de ser performativos en el sentido político-práctico del término y sólo lo son en el sentido artístico, que es precisamente el que la Bienal daba por difunto y procuraba trascender? La pregunta no sería ominosa (de hecho es una de las que desvelan la relación contemporánea entre arte y política) si el aparato con el que entró en fricción en Berlín hubiera sido un poco menos tosco, digamos, que el aparato conceptual con el que Zmijewski encaró su curación, mayoritariamente montado sobre dilemas (autonomía/compromiso, contemplación/acción, simbólico/real, preguntas/ soluciones, etc.) que no sobrevivirían indemnes al debate más indolente. Si Zmijewski quería devolverle al arte una potencia política olvidada, o conectarlo con las potencias políticas que circulan fuera de él, eligió quizás un camino demasiado rudimentario, el más espectacular (el que más enardeció al mundo del arte) pero también el más ingenuo: eligió –él, artista– abdicar. Renunciar al arte. Vaciar la Bienal de arte “a fuerza de realidad”. Como si el arte –la dimensión estética– fuera un plus indeseable, un lastre, el obstáculo que separa al arte de su sentido político y no, problemática como es, su verdadera condición de posibilidad.
Si las “obras” que reunió la Bienal son los especímenes de una nueva raza de arte, el arte eficaz –no el que promete sino el que cumple: el que reclama, según Zmijewski, un escenario mundial de crisis y luchas político-sociales que ha vuelto anacrónico o irrisorio el derecho del arte a la autonomía y la distancia–, entonces la situación se vuelve doblemente interesante. Porque no es la respuesta avara de los otros (público, sistema del arte, medios) la que medirá la tasa de éxito o de eficacia de Zmijewski y los proyectos de su Bienal. No son las cámaras digitales con que los visitantes grababan el campamento de Occupy, desoyendo los carteles que condenaban grabar, sacar fotos y hasta mirar como pasatiempos de “cerdos reaccionarios”. No son los módicos cuatro ejemplares del libro racista de Thilo Sarrazin (Deutschland schafft sich ab: un millón y medio de ejemplares vendidos sólo en Alemania) donados por el público a Martin Zet (que esperaba miles) para su proyecto de instalación-reciclaje-purga. No son las cuatro gotas locas de hemoglobina que recibió Antanas Mockus, ex alcalde de Bogotá, para el proyecto con el que decidió comentar pm. 2010, la notable obra de Teresa Margolles: pedir al público una gota de sangre (o un compromiso firmado de interrumpir el consumo de drogas) para crear conciencia de que tomar cocaína en Berlín, o en Londres, o en París, o en Roma, es tener necesariamente algo que ver con las carnicerías cotidianas de Ciudad Juárez que Margolles serializa –con una potencia inaudita– cuando pega sobre una pared las trescientas sesenta y cinco portadas de 2010 del diario sensacionalista mexicano pm, todas y cada una de ellas ilustradas con fotos de cadáveres mutilados por narcocriminales y pin-ups en corpiño y bombacha.
Lo que hizo zozobrar el programa voluntarista de Zmijewski fueron las obras mismas que curó, que se suponía encarnarían su espíritu de pragmatismo inmediato y respuesta eficaz y en cambio brillaron, en los mejores casos, por su inadecuación, la desproporción de sus ambiciones, su utopismo romántico y descabellado: el Jewish Renaissance Movement in Poland, la obra de Yael Bartana, que bajo el ala de un águila pegada sobre una estrella de David –el logo del movimiento– proponía repatriar a tres millones de judíos polacos desparramados por el mundo, o el New World Summit de Jonas Staal, un cónclave de organizaciones estigmatizadas como terroristas –cuyas banderas flameaban en el segundo piso de la Kunstwerke, un tanto huérfanas, como muchos otros proyectos, dicho sea de paso, de información vital complementaria– dedicado a discutir en público los criterios con que el mundo discrimina hoy las formas de acción política legales de las ilegales. Eran los proyectos pragmáticamente más frágiles y fallidos los que de pronto, en la Kunstwerke, pared de por medio con, por ejemplo, Breaking the News, proyección simultánea de nueve registros de manifestaciones políticas callejeras, cobraban a la vez una artisticidad y una politicidad desubicadas, perturbadoras, que el lunatismo de sus afanes o la impracticabilidad de sus propósitos no hacían sino profundizar. Y allí aparecía la condición paradojal, al mismo tiempo inspirada y risueña, del proyecto Zmijewski: contra sus pretensiones, la Bienal no era la cámara de resonancia de lo político, sino el único espacio concebible donde lo político podía delirar, es decir fallar, y, aun así, o precisamente por eso, ser plenamente radical y plenamente artístico.
Veinte años después, Un millón de pasaportes finlandeses, de Alfredo Jaar, es metáfora de la mercantilización de identidades y el extravío de los valores...
Crónicas sobre Appetite.
En 2005, hace casi diez años, cuando todavía el kirchnerismo peleaba con Eduardo Duhalde bancas de senadores, una aspirante a...
Fabio Kacero, artista del “entre dos”.
Que el arte del siglo XX no se contentó con los límites de la pura experiencia visual...
Send this to friend