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La escritura inmaterial y los efectos de realidad.
La escritura inmaterial (representada idealmente en la pantalla del procesador) postula una fricción entre inmutabilidad (la supuesta promesa de permanencia y la ausencia de desgaste material) y fragilidad (el riesgo de que un colapso elimine los archivos y la constante amenaza de variación). Hay una sobrevida instalada en la escritura inmaterial, diferente a la sobrevida instalada en la escritura material. La escritura material permanece como lo inscripto en la realidad, en los objetos ciertos, y como tal exhibe o preanuncia su caducidad. La escritura inmaterial tiende a evadir, al contrario, aunque no siempre con éxito, la catalogación y las bibliotecas, y tiene una relación conflictiva con la idea de original. Voy a referirme a aspectos derivados de estas condiciones de escritura y a varios de sus efectos, creo que novedosos, en cierto modo, para la idea de realismo en la literatura.
Habitualmente la literatura, estrictamente la narrativa, no es un arte de imágenes físicas. Esta condición permite la complejidad narrativa vinculada a las descripciones en general y a lo ecfrástico en particular. La narración intenta ofrecer visualizaciones, sabiendo que difícilmente puede proponer un resultado mimético. Sin embargo, un aspecto de lo literario posee una relación estrecha con lo visual en términos de situación icónica; me refiero a los manuscritos. El manuscrito en general no solamente ha alimentado la actividad filológica, la investigación genética y otras variantes, desde el interés en la fijación hasta el seguimiento de la dispersión textual, sino que en tanto “original”, el manuscrito ha asumido el papel de soporte aurático de la obra; una obra que por sus mismas condiciones de discursividad no contiene la idea de originalidad física. El manuscrito físico, por lo tanto, siempre ha sido garantía de verdad en su carácter analógico de sustrato, por un lado, y en su papel de inscripción sobre lo contingente, por el otro.
Me interesa esta doble consistencia del manuscrito porque desde hace muchos años, a partir del éxito de los procesadores de palabras, el inventario de manuscritos tiende a disminuir de manera irrevocable. No solamente desaparecen los manuscritos de las obras, sino también las textualidades agregadas, como anotaciones, cartas, diarios, etc.; todo ese cotillón textual que en los escritores consagrados adquiere forma de misteriosa coronación o estela en ocasiones complementaria y alternativa a la obra propiamente dicha. Y por eso mismo, ante la virtual desaparición del manuscrito no se revela tanto la falta de soporte físico para la fijación textual recta, ya que de alguna manera los mismos autores o la misma crítica le han dado la espalda a la verdad supuestamente escondida para la genética textual; más bien lo que se revela es la pérdida aurática debido a la ausencia del original físico.
Un indicador de la disipación de este tipo de presencia aurática está dado justamente por la gran valoración de la actividad caligráfica remanente. Cada vez más se organizan exposiciones para mostrar manuscritos, y estos son conservados cada vez más con mayor celo y comprados por más dinero; y vemos cada vez más instalaciones o composiciones plásticas concebidas a partir de propuestas caligráficas. Incluso el valor documental de los manuscritos ha cambiado, porque al poder ser calcados, escaneados y coagulados en sus detalles más insignificantes, sólo se ponen de manifiesto en su carácter de objeto material cierto hecho o sencillamente manipulado por el autor. Así, el original sería sencillamente aquello que estuvo en el lugar y tiempo oportunos. Extremando los argumentos, uno podría decir que el original anuncia que el autor no escribió todo lo que podría haber escrito y que la grafía que se nos ofrece no es prueba excluyente de deliberación intelectual, sino probable consecuencia de trance doméstico y manual. Y precisamente la brecha entre el inocente movimiento de la mano mientras escribe y el valor testimonial y trascendente asignado a cualquier escritura que se precie de ser guardada, esa brecha atrapa la curiosidad de quienes contemplan manuscritos de escritores famosos, porque es el momento en que se intuye que toda escritura es naturalmente profana. Y que algo –el misterio de la belleza, la opinión de los entendidos, la historia literaria– señala esa caligrafía como virtuosa y la rescata así de la indeterminación, y por eso merece ser contemplada.
En “La topología del arte contemporáneo”, Boris Groys habla de la dialéctica producida alrededor de lo aurático una vez que la tecnología de la reproducción permite copias parecidas o similares al original. Dice Groys:
De hecho, el aura, tal y como la describió Benjamin, sólo adquiere su ser gracias a la moderna técnica de la reproducción. Es decir, el aura emerge en el preciso momento en el que está declinando. Surge precisamente por las mismas razones por las que desaparece. […] La borradura de todas las diferencias visuales reconocibles entre el original y la copia es sólo potencial porque no elimina otra diferencia que existe entre ambos y que, aunque invisible, no es la menos decisiva: el original posee un aura que le falta a la copia. El original posee un aura porque tiene un contexto fijo, un lugar bien definido en el espacio; y por medio de ese lugar está inscrito también en la historia como un objeto singular y original.
Según Groys, el arte moderno está indisociablemente unido a la noción de creatividad, de eso se desprende la importancia del original como prueba y soporte (arte moderno contrario al momento posmoderno, crítico y deconstructivo, según él, y ambos distintos del momento contemporáneo, abierto y ausente en el espacio exterior a sí mismo).
En el caso de la literatura moderna, y creo que dada su relación tortuosa con el material, la creatividad individual ha tenido relaciones conflictivas con la idea de original. Ejemplos muy conocidos que respaldan esto son, por caso, la concepción tipográfica de “Un golpe de dados no abolirá el azar”, o el hecho de que Joyce haya engrosado en un cuarenta por ciento el texto del Ulises en sesiones de corrección de galeras. En ambos casos, aunque con funciones diferentes, podemos ver la capacidad de irradiación de la serialidad técnica. La inspiración, digamos, ha venido de una forma reproducida. Es verdad que en tanto inspiración puede no ser un correlato de lo aurático, pero esa suerte de “apropiación inversa” deja una huella intrigante en el resultado. Mientras tanto, asistimos a la clásica presión aurática del original textual en Los papeles de Aspern; papeles que delegan en el poseedor sus atributos simbólicos –aunque sólo a condición de que el poseedor sea consciente de la importancia de ellos–. Mallarmé, Joyce y James presentan tres posibilidades de negociación con lo aurático en literatura. Lo aurático en la literatura moderna tiene un componente aporístico, y ello se debe a que como arte siempre ha necesitado la reproducción.
Hay muchas tácticas de reposición de lo aurático en literatura. Incluso las a veces denostadas convenciones naturalistas o coloquialistas, que tienden a invisibilizar la mediación textual, pueden ser vistas como apuestas que en tanto invocan una noción de autenticidad o espontaneidad, gravitan dentro del mundo de lo aurático. Pero me gustaría mencionar un pequeño ejemplo en que la apelación aurática está inscripta en el discurso como rasgo material del relato. Se trata de El entenado, de Juan José Saer. Allí el narrador desgrana la experiencia vivida a medida que se apoya en un leitmotiv ambiental. Se refiere por un lado al cuenco de aceitunas y a su vaso de vino, a los que recurre mientras escribe, y al contacto de la pluma sobre el papel mientras la escritura avanza. Habla de la rugosidad de la superficie, pero también del sonido de la pluma al escribir. La repetición de ese tópico no sólo naturaliza dentro de la novela la presencia del narrador y su mirada retrospectiva, sino que teatraliza la creación del original, asignándole automáticamente un carácter emblemático.
Tengo la impresión de que esta operación de Saer se emparenta más con los autores antes mencionados que con los modos contemporáneos de escritura. Una de las preguntas centrales, para mí, derivada de las técnicas de escritura actuales que carecen de soporte en papel, se vincula con la restitución de lo aurático por otros medios. Mi impresión es que la falta del original reverbera en la titilación de la pantalla, y que esa presencia medio mortecina, incólume pero a merced del colapso más imprevisto, propone un estatuto lábil en el que la misma inestabilidad se convierte en soporte efectivo de su existencia apariencial.
A esa disposición digital de la textualidad llamo “presencia pensativa”. Jacques Rancière habla de “imagen pensativa” para referirse a ciertas fotos cuyo sentido está alejado de la intencionalidad de quien las tomó. La “pensatividad” de la imagen sería una dimensión autónoma tanto del creador como del espectador, una especie de ganancia o residuo, depende de quién la considere. Entonces tomo la idea de “presencia pensativa” de la escritura como metáfora del efecto de la textualidad inmaterial. Como dije antes, la escritura material, física, y la inmaterial, digital, tienen apelaciones opuestas en términos de inscripción y sobrevida. La pensatividad de la escritura digital provendría de la resonancia material de su forma (la escritura como incisión o marca sobre una superficie) en tanto pervivencia en un medio para el que esa materialidad es sobre todo una simulación; la simulación de la escritura material. En otras palabras, la escritura digital tendría un estatuto analógico: no respecto de sus referentes discursivos (cosa que siempre toda escritura soñó), sino respecto de sus soportes y materialidad textual.
A veces ese estatuto analógico coloniza apelaciones de tipo realista, textos donde predomina una verosimilitud particular que proviene, pienso, de una marca de procedimientos comunicativos vinculados a canales digitales, sobre la construcción y organización de la obra. Es por ejemplo el caso de los relatos que tomando los protocolos del chat, del twitter o del correo electrónico, etc., incorporan encabezados, dataciones o diversos campos de los mensajes como una forma de actualizar esas entradas y vericuetos en términos de una renovada sensibilidad comunicativa, a veces residualmente epistolar.
En el clásico ensayo sobre el efecto de realidad, Roland Barthes registra la presencia de elementos irrelevantes para el desarrollo de la peripecia en el relato moderno. Son típicamente las descripciones ambientales, los agregados ornamentales, los objetos ajenos a los conflictos. Barthes, sin embargo, no se detiene en la documentación de este tipo de presencias, sino que las inscribe en un régimen estético más amplio: los elementos ambientales serían pautas de un verosímil discursivo realista. No siempre ha predominado este verosímil, sostiene; hubo periodos, por ejemplo, en que el régimen era pictórico y por lo tanto los autores se despreocupaban de la pertinencia realista o psicológica de los elementos incluidos en los relatos, con tal de obedecer el verosímil descriptivo dominante.
Mi hipótesis es que la pensatividad de la escritura digital, unida a sus condiciones auráticas específicas, a veces induce la aparición de textos pertenecientes a verosímiles discursivos propios de estos nuevos formatos, que plantean vínculos insidiosos con el realismo, e incluso buscan una nueva articulación realista, asentada en condiciones constructivas digitales.
Menciono básicamente dos casos alejados, pero que tienen en común el hecho de concebir la superficie textual, o sencillamente la superficie de la página, como plano donde se negocian distintos órdenes de lo real o lo simbólico, sin preocuparse de la causalidad. Los resultados se apartan de cualquier formato susceptible de ser visto como ficción o testimonio, porque justamente remiten a una inscripción realista desacomodada, en cierto modo brusca debido a la distancia, en ambos casos diferente, de cualquier idea de ilación narrativa.
Propongo esto de uno de los últimos libros de Lorenzo García Vega, Son gotas del autismo visual, dedicado a testimoniar su así llamada experiencia como “poeta visual”.
El personaje 36 abre los ojos, y entonces se encuentra en un mundo desolado.
Después me enfrento con lo verde que una vez vi, en Chichén Itzá.
Lo verde, y una neblina.
Pero desde ahí se levantan otros olores, otros sabores, experimentados antes, muchos años antes, en otro lugar, en el Central Australia, el Ingenio de mi infancia.
Chichén Itzá yuxtapuesta al Central Australia. Esta alucinación me propone un delirante relato visual.
–Sello de correo donde diminuto campo de trigo junto a un, también diminuto, sol anaranjado.
Con la flechita del mouse se amplía ese diminuto paisaje que exhibe el sello de correo.
Y, sobre todo, al hacer clic, trigo y sol anaranjado, quedan definitivamente iluminados.
–Fijar, describir ese extraño momento en que, dentro de un día invernal, se inserta el fragmento de un luminoso día de verano.
Pero lo enrevesado del asunto es una extraña yuxtaposición en la que, sobre el extraño momento, se colocan subtextos góticos, ilustrando la visión de un edificio de película de terror donde, a un personaje, es como si una mano lo fuera dibujando, en el mismo poema donde se cuenta su vida.
García Vega es un autor instalativo, construye relatos como si los recuerdos o intuiciones tuvieran entidad física y los manipulara, elementos de la historia y de la percepción, con la idea de organizar algo así como performances textuales que aluden a una presentación imposible en términos prácticos, si cada uno de esos elementos asumiera una presencia física. Para ello se inspira en las famosas cajitas de Joseph Cornell, a quien menciona con frecuencia.
Suele ocurrir que tome cápsulas de temporalidad y las describa como si fueran objetos concretos, pero en general sin decidirse a incluirlas en las escenas que va componiendo. Un desarrollo puede abarcar aromas del pasado, golpes de calor, portazos, las promesas de una vidriera, árboles bajo el sol o alguna portada de un libro que acaba de leer. Cada uno de esos “objetos” se inscribe en un orden particular, que puede ser modal, espacial, temático, etc. La unidad de García Vega es la escena descripta; la secuencia flexible y arborescente que dibuja un relato, sometiendo distintas temporalidades y registros a la convivencia de lo simultáneo (no otra cosa buscaba Cornell).
El otro caso que me gustaría mencionar es un libro de Ezequiel Alemian, casi una plaquette, de 2010, titulado El tratado contra el método de Paul Feyerabend. La obra consiste en copias de páginas salteadas del libro de Feyerabend, que contienen subrayados hechos a mano. Algunas páginas, que no están en orden correlativo, tienen sólo un subrayado, otras dos. Y los subrayados son a veces más extensos que otros, pero nunca son muy extensos. Se trata de los típicos subrayados de lectores que buscan extraer una hebra de pensamiento o una frase conclusiva. El lector tiene la posibilidad de leer el contexto de los subrayados, o sea, las páginas completas en las que están inscriptos. Pero también, si no tiene ganas o tiempo, lee solamente lo subrayado. Podría también encadenar los subrayados y leerlos secuencialmente, haciendo abstracción de la gran cantidad de texto no subrayado. Y llegado el caso también podría prestar más atención a lo no subrayado que a lo que sí lo está. El libro se presenta entonces como una propuesta de varios métodos de lectura –como también de modos de lectura: ¿estamos leyendo una lectura? ¿o nos están dramatizando una no-lectura?–. La obra expone un procedimiento específico basado en la copia y el subrayado, y por eso, como ocurre con aquellos libros animados por un procedimiento, a veces no es necesario leerlos para ver de qué vienen. Digamos, la obra se expresa a través de su forma.
Traigo este ejemplo de Alemian para hacer notar esa suerte de ubicuidad de lo aurático, capaz de asentarse en un libro de texto, en la fotocopia que acoge los subrayados y en los subrayados que tratan de fijar un contenido vinculado a la síntesis, como si buscara aislar ciertos párrafos de manera que parezcan extrapolaciones de caprichoso origen. Hay una actitud en ese texto según la cual le importa, incluso precisa, hacer un nuevo texto sirviéndose de intervenciones sobre otro. Pero ese otro no es un original; el autor –¿autor?: ¿es quien fotocopia? ¿quien subraya? ¿quien reúne estas páginas?– no propone jerarquizar unas frases por sobre otras tomando el tratado de Feyerabend, ni obviamente se propone una reescritura. Tengo la impresión de que la propuesta es en gran medida producir aura a partir de una materialidad serial, crear un original que consista en la intervención sobre otro. Y esa intervención, si bien física, tiene los atributos de la escritura inmaterial. Las huellas de la manipulación introducen –uno podría decir que más bien reponen– la dimensión aurática, pero a condición de que esa manipulación sea lo bastante elusiva para no descubrir sus intenciones.
(Sin embargo, obviamente no toda marca sobre superficie textual es garantía de reverberación aurática. En la reciente novela de Ricardo Piglia, El camino de Ida, puede verse el caso de una marcación autógrafa que, de tan funcional y “entrenada”, reduce extremadamente la promesa de conmoción plástica inscripta en el procedimiento. El libro incluye, en la página 228, la imagen de una página de El agente secreto, novela de Joseph Conrad, que ha sido marcada por Ida. Las marcas son variadas y de diferente tipo, lo que permite suponer una jerarquía textual: cada rango de información es señalada de uno u otro modo. Renzi, que al describir las marcas precisa aclarar acerca de Ida: “No era de las que subrayan al boleo”, encuentra en ellas una comprobación: Ida descubrió al terrorista. La lectura le ha permitido descifrar el enigma, y las marcas efectuadas son la prueba. A la vez, esos signos, convertidos en lenguaje cifrado cuando Renzi los observa, sirven para transmitir el saber descubierto.
¿Por qué en algunos casos en las marcas, y por ende en toda inscripción manuscrita, perduran la presencia o el aliento de quien las dibujó, aun cuando no sepamos de quién se trata y qué nos ha querido decir, y en otros casos ello no sucede? Creo que influye el vínculo de redundancia que el mismo texto posea con las marcas. En el caso del libro de Alemian, la igualdad de los subrayados enmudece la lectura que supuestamente representan, y al enmudecerla quedan, los subrayados, como hipotéticas herramientas de expresión. Ese carácter hipotético, y por ende prescindible, se potencia con la simple materialidad del trazo manual. Al contrario, en el ejemplo de Piglia, la interpolación de esa página con marcaciones dentro de la narración deductiva –policíaca, crítica e ideológica– despoja esas marcaciones de cualquier posible irradiación que no esté vinculada a aquello que el texto busca leer en ellas.
Otro ejemplo. Hace varios años el núcleo duro del mundo editorial literario propuso una convergencia puntual entre presencia inmutable y escondida del manuscrito y masivo acontecimiento letrado. Se trató de El original de Laura, de Vladimir Nabokov. La promesa del libro consistió en que cada lector –en realidad, cada propietario de una copia– podía poseer émulos de las fichas en las que el autor escribió esta novela en ciernes. No la imagen de las fichas sobre cada página, sino la reproducción exacta de ellas, en papel bastante grueso, enmarcadas por un troquelado que permitiera separar las figuras y de ese modo obtener piezas semejantes a las originales.
Tengo la impresión de que, en términos auráticos, el resultado fue deplorable debido a la misma insistencia o perfección técnica en la emulación. En todas las páginas, por debajo del rectángulo correspondiente a la ficha, se reproducía el texto de cada una. Precisamente el esfuerzo por reconstruir el original, dando por descontada la reaparición del aura, la bloqueaba y convertía las fichas, una vez literalmente separadas de las páginas, en algo así como souvenirs de una tienda de museo. Mientras tanto el libro mostraba un pozo profundo rectangular; podía servir como cofre secreto o evocar un sarcófago. Abría cualquier página y al pie del agujero veía el sintético texto de Nabokov. Por momentos ese vacío era notoriamente más elocuente, por mudo, que las cartulinas que lo habían rellenado con estridencia.)
Retomando la senda aurática, en los casos de García Vega y Alemian se está frente a algo así como instalaciones verbales. Siendo de distinta naturaleza, ambas apelan a acciones extremadamente acotadas, en el borde de la discursividad. Como si dijeran que la representación de lo aurático bajo el imperio del mundo digital puede producirse sólo como sustracción y descolocamiento. Por un lado, el descolocamiento a lo Brecht, o sea, haciendo de la conciencia de la artificiosidad el mecanismo que permite una plena confianza en la capacidad enunciativa de la obra; y por otro la sustracción, es decir, la negatividad, o sea el silencio que tiende a representar la extensa franja de lo no dicho.
Por último, otro párrafo de Groys de ese ensayo referido a las instalaciones como forma excluyente del arte contemporáneo.
La instalación es para nuestro tiempo lo que fue la novela para el siglo XIX. La novela fue una forma literaria que incluyó a todas las demás formas literarias de aquel entonces; la instalación es una forma del arte que incluye todas las demás formas de arte.
Groys habla de las instalaciones y el uso de elementos disímiles: cosas del arte original, del reproducido, objetos materiales, etc. Es remarcable la comparación que hace con la novela del siglo XIX; supongo que bajo la premisa de identificarla como la forma realista por excelencia. Y proyectando un poco el argumento, yo diría que si existe la posibilidad de un realismo en literatura alejado de sus propias convenciones ahora agotadas, ello pasa por la idea de instalación en tanto artefacto que muestre su propia artificiosidad y al hacerlo conserve, más bien proteja, la materialidad externa de los objetos que exhibe o descubre.
Para terminar, agrego que ambas cuestiones se resuelven en lo que llamaría una tensión documental. La narración como relato que precisa del estatuto documental para, en su distancia respecto de él, distinguirse como ficción. No estoy seguro de que la referencia de Groys a las novelas del siglo xix sea pertinente para hablar del arte contemporáneo. Por lo menos no para la literatura, que en lugar de buscar a través de un género la convergencia de todas las formas, parece, al contrario, asistir a la proliferación exógena de formatos y, a través de estos, a la multiplicación de modelos de realismo.
Imágenes [en la edición impresa]. Mariela Scafati, afiches incluidos en la instalación Windows, 2009, acrílico sobre papel, 109 x 147,5 cm. En tapa: Windows, edición 2012, 12 afiches pegatineados en pared, 109 x 147,5 cm, acrílico sobre papel; en contratapa: En busca del cuadro sin nombre, 2009, mural de 10 capas de 35 afiches pintados y pegatineados sobre pared, 5 x 12 m.
Lecturas. Ezequiel Alemian, El tratado contra el método de Paul Feyerabend (Buenos Aires, Spiral Jetty, 2010); Roland Barthes, El susurro del lenguaje (Barcelona, Paidós, 1987); Lorenzo García Vega, Son gotas del autismo visual (Ciudad de Guatemala, Mata-Mata, 2010); Boris Groys, “La topología del arte contemporáneo”, trad. de Ernesto Menéndez-Conde, en http://lapizynube.blogspot.com/2009/05/boris-groys-la-topologiadel-arte_175.html, 5 de enero de 2009; Vladimir Nabokov, The Original of Laura (Nueva York, Alfred A. Knopf, 2009); Ricardo Piglia, El camino de Ida (Buenos Aires, Anagrama, 2013), y Jacques Rancière, El espectador emancipado (Buenos Aires, Manantial, 2010).
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