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Dos personas se encuentran a cenar en un restorán. La situación es atípica: el lugar parece un búnker, tiene un solo empleado, una sola mesa. El protocolo incluye entrar con trajes especiales, ser rociados constantemente con alcohol, recorrer espacios delimitados con una precisión preocupante y mantener una comunicación acotada pero amable. “Las palabras que contienen la letra ‘te’ y la ‘pe’ en continuado, más el impulso que le genera la carga emocional con que se la dice, pueden llegar a esputar secreciones que rompan la barrera de la distancia saludable”, les dice el mozo cuando llegan.
Hacer buenas comedias hoy en día debe ser de las tareas más difíciles. ¿Dónde está el límite de lo que hace reír y de lo que ofende? ¿Es necesario caer en lo escatológico o en el humor físico? En El almacén del fin del mundo, el gatillo está puesto en reírnos de nosotros mismos. Con el pánico inicial de la pandemia ya casi disuelto, la obra vuelve a recordarnos toda la serie de acciones que hicimos en su momento bajo la premisa de reducir el contagio. A la vez, el otro foco de humor está puesto en la “palermización” del restorán: las elecciones del menú vienen en formato de horóscopo, con presagios y recomendaciones sin relación con la comida elegida; la decoración está hecha con productos reciclados de aquellos lugares que no resistieron aislamientos —sin ir más lejos, la mesa es una puerta—.
Los personajes, ligeramente estereotipados, muestran tres maneras de reaccionar ante la crisis, condensadas en los vestuarios. Ella (Dolores Ocampo), obsesionada con la cultura francófona, toma un rol activo en el cuidado de los infectados, para luego aparecer con ropa de guerrillera. Él (Leonardo Saggese) anda en traje y disfruta de las comodidades de su vida, ignorando qué pasa alrededor. El mozo (Martín Henderson) sostiene la fachada del cuidado y los protocolos, pero a lo largo de la historia va mostrando su egoísmo y su intención de sobrevivir cueste lo que —y quien— cueste.
Similar a Relatos salvajes, la nueva obra de Martín Henderson parece estar guiada por la tesis de llevar una situación cotidiana y escalarla hasta que explote por sí misma. Dividida en tres actos, sigue la estructura clásica de inicio-nudo-desenlace. El primero, una cena normal, con brindis asistido y privacidad administrada. Cantan “La vie en rose” y la vida parece ser efectivamente rosa: todo es hedonismo, renuncias espontáneas y el brillo de un nuevo romance. En el segundo acto, el personaje de Dolores Ocampo parece haber abandonado el placer y se dedica plenamente al cuidado de infectados. El apocalipsis, en ciernes. En el último, se desata la verdadera crisis, y con el clímax vienen los saqueos, el desabastecimiento y la dificultad de lidiar con aquellos que no sólo quieren ver el mundo arder, sino que están dispuestos a incendiarlo.
El almacén del fin del mundo es una comedia que logra reflejar la locura a la que alguna vez accedimos, y la que nos quedó por recorrer.
El almacén del fin del mundo, de Martín Henderson, Teatro El Extranjero, Buenos Aires.
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