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En parte porque trata un dolor no compartido por la totalidad de un país, la última película de Almodóvar es especialmente polémica y desconcertante. La naturaleza y el orden de esa incomodidad se pueden sospechar aunque sean incomprobables, especialmente si se considera que el cine español cambió de modales a mediados de los años noventa y —a diferencia de, por ejemplo, el argentino— se adhirió a la palabra “destape” como si fuera una clave manierista y no una vía de acción directa. El cine argentino de la posdictadura hizo de todo con el siniestro período anterior (muchísimas películas malas, un puñado de películas fallidas aunque valientes, apenas dos grandes obras), pero el español, podría decirse, evitó detenerse sobre las atrocidades del franquismo relegándolo frente a algunas otras cumbres dolorosas de su pasado (el terrorismo vasco) de mayor poder aglutinante pero más reducida capacidad para abrir grietas o hendiduras.
Almodóvar se mete con el franquismo y va a fondo, como buscando rebalsarlo hacia adentro. Pero el compromiso con el tema no implica enmascararlo como espectáculo para los sentidos, así que Pedro, una vez más, se deja envolver por las convenciones del género que ayudó a (re)definir y filma un melodrama (así como, en 2014, Alberto Rodríguez Librero filmó un notable policial negro en La isla mínima) que no solo no desentona con lo mejor de su obra, sino que la eleva a un pico estético de apabullante hermosura en el que, por momentos —y como poniendo en funcionamiento un mecanismo de refinadísimo pudor artístico—, su lenguaje cinematográfico potencia intencionadamente lo que se está mostrando por sobre lo que se está “diciendo”. Y sin embargo, la diferencia entre el Almódovar de Madres paralelas y, digamos, el Guillermo del Toro de El laberinto del fauno (2006) es que el primero pone todo lo que toca con su cámara entre paréntesis, mientras el segundo no puede evitar desintegrarse ideológicamente entre las convenciones de uso de los manuales escolares de historia y una profusión de citas mal pegadas entre sí.
Las razones del pésimo recibimiento de Madres paralelas en España es lo de menos. Si Almodóvar hubiera querido (simplemente) llamar la atención sobre las fosas comunes del franquismo, hubiera dado una entrevista televisiva, escrito un artículo o reivindicado esa causa (la de los “desaparecidos” españoles) en cualquier otra oportunidad y por cualquier otro medio. Pero en su lugar filmó la historia de dos madres solteras (Janis y Ana) a las que el destino cruza poco después de que dan a luz, para mezclar sus vidas de esa manera amortiguada e hipnótica que el director viene perfeccionando desde Carne trémula, y eligió abrirla y cerrarla con un viaje a esos pozos sin fondo llenos de huesos humanos. No hay arbitrariedad en ese movimiento; es una decisión ética, claro, pero sobre todo autoral. Lo sentimental (nunca mejor entendido) sigue siendo, por suerte, el punto de llegada y de partida de su cine. Tratar con semejante espanto requiere, antes que un orden moral preciso, una competencia tan aguda como la del funambulista que sabe que a cualquiera de los lados del alambre sólo hay otro pozo al que caer, acaso sin restos humanos pero mucho más profundo, y del que puede resultar imposible regresar con el ánimo y la conciencia a salvo. Almodóvar lo sabe y asumió el riesgo. Hizo una película para poner en crisis el futuro de su propia nación (es decir, una película que lo sobrevivirá a él mismo como creador), y lo hizo de la mejor y más difícil manera: agregando otro capítulo precioso a su inmensa, incomparable obra, pero sin gritar ni señalar nada, casi como para que sólo puedan ver aquellos que quieran o puedan hacerlo.
Madres paralelas (España, 2021), guión y dirección de Pedro Almodóvar, 123 minutos, en salas y disponible en Netflix.
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