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En enero de 1945, después de seis años de guerra, era inconcebible para los alemanes que las fuerzas enemigas pisaran su territorio; entre tanto, su propio ejército retrocedía empujado por el Ejército Rojo y setecientos cincuenta mil alemanes huían de Prusia oriental hacia el oeste.
En la última novela de Walter Kempowski, algunos de ellos encuentran refugio en Georgenhof, una mansión en decadencia de la Prusia rural. Allí se aíslan Katharina von Globig y su hijo Peter, asistidos por una tía lejana que oficia de ama de llaves, un polaco que hace los trabajos de fuerza y dos ucranianas que limpian. El esposo de Katharina es un aristócrata tan venido a menos como la mansión heredada, y sus ingresos provienen de servir al ejército en Italia, lejos del campo de batalla. Cada uno de los exiliados que llega —un economista, un aristócrata báltico y su familia, un pintor, una violinista— trae noticias de la guerra. Los rumores abundan —Múnich, Könisberg y Lübeck han sido destruidas por los bombardeos—, pero los habitantes de Georgenhof se aferran al optimismo de los comunicados oficiales que aseguran que todo está bajo control. La caravana de los que huyen aumenta día a día, las detonaciones del campo de batalla se oyen cada vez más cerca y las sirenas antibomba suenan con mayor frecuencia, pero los von Globig, protegidos de las privaciones y del caos que los rodea, no se deciden a partir.
La novela se va construyendo lentamente, con una prosa simple que deja traslucir el miedo que se ignora o pospone. Está narrada desde una perspectiva omnisciente pero ubicua, que salta de un personaje a otro, y en muchas ocasiones en estilo indirecto libre, como si esa voz expresara a todos los alemanes de aquel lugar, entre enero y mayo de 1945. Es una voz racista que clasifica a las personas, denominándolas “el campesino”, “el aristócrata”, “el polaco”, “las ucranianas”, “el judío”, “el nazi”, como una manera de compartimentar el mundo. Parece anunciar el rechazo a la humillación de la derrota que impidió, como dijo W.G. Sebald en 1997, que algún escritor alemán pudiera escribir sobre esa ignominiosa experiencia. Kempowski lo hará diez años más tarde y uno antes de morir, en 2007, y desde la distancia: una casa de campo, donde la guerra es un monstruo invisible que se acerca para hacer evidente el absurdo, el sinsentido de perderlo todo. A medida que la narración avanza, se acelera acompañada de la repetición de “heil Hitler”, entre las frases, como una contraseña de alianza y denuedo obstinados. La voz coral sale de Georgenhof hacia la ciudad vecina, que no puede acceder a la mansión. Ahí están el alcalde y Drygalski, el jefe local del partido, con bigotito “a la Hitler”, amargado, resentido, arrogante y en duelo por la muerte en combate de su hijo. Drygalski viene observando al clan von Globig desde hace años y desea ingresar a la mansión e imponerse. Katharina sale del desgano con un acto impredecible. A su hijo y a los demás sólo les queda la opción de unirse a las caravanas de los que huyen bajo los bombardeos soviéticos.
Todo en vano es una novela potente, sólida, con rigor documental, que se compadece del sufrimiento del pueblo alemán sin eludir las destructivas divisiones sociales que, junto con la ceguera del fanatismo, alimentaron la arremetida nazi.
Walter Kempowski, Todo en vano, traducción de Carlos Fortea, Libros del Asteroide, 2020, 354 págs.
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