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Hacia el final de este libro, Ignacio Echevarría nos resume qué sería una vocación de editor: “Como tantas otras, la vocación de editor se sustenta, con frecuencia, en el engañoso espejismo que nos incita a orientarnos profesionalmente en la dirección de nuestras aficiones (…) Leer, leer, leer todo lo posible… ¿No se trata de eso?”. Pero esta resulta ser la sentencia de una deriva que tiene como epicentro el diálogo póstumo con Claudio López Lamadrid, par editor y compañero de andanzas culturales.
Para quien conozca un poco el paño de la historia editorial reciente, López Lamadrid fue, hasta su inesperado fallecimiento, el director de la división literaria del conglomerado editorial Penguin Random House en español. Esto quiere decir que desempeñó durante un buen tiempo una labor de condensación de lo que la lengua castellana y ailleurs tenía para ofrecer a un público masivo. Según Echevarría, López Lamadrid representó a su modo la figura del caballero bifronte en tanto mediador de autores (como Aira, Fogwill, Lemebel, Pron, Castellanos Moya, Villoro, etcétera) y productor de textos que vendieran (“un editor no contrata lo que le gusta, sino lo que le conviene”), cuyo horizonte de búsqueda se centró en conformar un mapa de narrativas más heterodoxas que heterogéneas.
Esta, si se quiere, es la semblanza que rescata un propósito casi bienintencionado de su amigo y se trabaja desde la posición en la cual figuran lugares comunes del tipo: la labor de las grandes editoriales es acercar la “buena literatura” a lugares periféricos. Pero Echevarría se guarda una suma de críticas a la posición un tanto acomodaticia de López Lamadrid: hijo del marqués de Comillas, sobrino de Antonio López Lamadrid (una suerte de pulpo editorial de su tiempo), amigo de Beatriz de Moura (cofundadora de Tusquets) y de la superagente literaria Carmen Balcells, su devenir parecía resuelto, aunque parece que no del todo. López Lamadrid tuvo que oficiar, a su vez, de ideador de colecciones como Caballo de Troya, que (bajo la tutela de Constantino Bértolo) buscó ir a contrapelo de lo que se espera de un gran grupo, pero a su vez y bien mirado, permite articular las pruebas de planta piloto de lo que podría o no funcionar a futuro; algo así como una incubadora o start up de autores.
En suma, Una vocación de editor se propone abarcar las disímiles etapas por las que el editor de Penguin se movió (de cadete a pope editorial) dentro del circuito literario, entrando y saliendo por vericuetos de orden biográfico (lo que más aleja a retratista y retratado), apuntalando en eso que Echevarría vislumbra en el interior de su cosmovisión crítica: la noción romántica de la literatura como un arte cuasi aristocrático con una aspiración cultural elevada ha muerto, dando paso a una producción de tipo seriada, masiva y con estándares de calidad certificados y en la que podríamos ubicar a López Lamadrid como figura tutelar absoluta.
Ignacio Echevarría, Una vocación de editor, prólogo de Emiliano Monge, Gris Tormenta, 2020, 136 págs.
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